La Medalla Milagrosa, cuya fiesta se
celebra el 27 de noviembre, trasciende en mucho de los extraordinarios
beneficios que prodiga a cada fiel que la lleva, para constituir una
pieza clave en lo que podríamos llamar la “estrategia” salvadora de Dios
frente a los males de nuestra época.
Flor de santidad, en plena convulsión revolucionaria
- Santa Catalina en la edad madura
En
1806 los ejércitos de Napoleón esparcían por toda Europa las ideas
ateas e igualitarias de la Revolución Francesa, arrasaban y extinguían
el Sacro Imperio Romano-Alemán, fundado por Carlomagno hacía más de mil
años. Acentuaban así el proceso de demolición de la Cristiandad,
iniciado tres siglos antes con la seudo Reforma protestante y continuado
con las ideas impías del iluminismo.
Pero la réplica divina a
tantos males no demoraría: ese mismo año 1806 nacía en el pueblito de
Fain-les-Moutiers, en la Borgoña (centro-este de Francia), una niña
llamada a desempeñar un inmenso papel contrarrevolucionario en su tiempo
y los siglos posteriores, Catalina Labouré.
Nacida
en una familia de pequeña nobleza, a los nueve años Catalina perdió a
su madre. Anegada en lágrimas, la pequeña se encaramó sobre una banqueta
y se abrazó a una imagen de la Virgen, diciéndole: “Ahora, Vos seréis mi Madre”. María Santísima correspondería a ese afecto que Ella misma inspiraba, haciéndose de modo especial madre de Catalina.
Algún
tiempo después la jovencita tuvo un enigmático sueño: estaba en Misa en
la pequeña iglesia de Fain-les-Moutiers. La celebraba un sacerdote
anciano y desconocido, cuya mirada la impresionó vivamente. Al finalizar
la Misa el celebrante le hizo una señal para que se aproximase.
Atemorizada, ella retrocedió, aunque se sentía fascinada por aquella
mirada. Pero al salir de la iglesia vio de nuevo al mismo sacerdote, que
afablemente le dijo: “Hija mía, tú ahora huyes de mí, pero un día serás feliz de venir a mí. Dios tiene designios sobre ti. No lo olvides”.
La
joven quedó intrigada... hasta que, a los dieciocho años, tuvo una
enorme y gratísima sorpresa. Al entrar en la casa de las Hijas de la
Caridad de Châtillon-sur-Seine, adonde fuera a estudiar, vio el retrato
de un eclesiástico, exactamente con los mismos trazos del anciano del
sueño: era San Vicente de Paul, fundador de esa Congregación, que así le
señalaba su vocación.
Sin embargo Catalina tuvo que esperar hasta
los 23 años y vencer todos los intentos de su padre para apartarla del
camino que Dios le había trazado. Hasta que finalmente pudo ingresar
como postulante en las Hijas de la Caridad, en Châtillon-sur-Seine. Tres
meses después, el 21 de abril de 1830, se trasladó a París para
comenzar su formación en el noviciado de su instituto, en la Rue du Bac.
Por
coincidencia, a los pocos días de su llegada a la capital se realizó,
con la presencia del rey Carlos X y el Arzobispo de París, Mons. Quélen,
el solemne traslado del cuerpo incorrupto de San Vicente de Paul en un
espléndido relicario de plata, desde la catedral de Notre-Dame hasta la
capilla de San Lázaro, donde es venerado hasta hoy.
Apariciones del corazón de San Vicente
En la
ocasión las Hijas de la Caridad iniciaron una novena, acudiendo diariamente a
San Lázaro a rezar ante la reliquia de su Fundador. Fue durante la novena que
Catalina tuvo sus primeras visiones: “El corazón de San Vicente se me
apareció tres veces, de modo diferente, tres días seguidos: primero blanco,
color de carne, lo que anunciaba la paz, la inocencia y la unión.
“Después lo vi rojo, color de fuego, lo que debía encender la caridad en el corazón. Me parecía que la comunidad debía renovarse y extenderse hasta los confines de la Tierra.
“Después lo vi rojo, color de fuego, lo que debía encender la caridad en el corazón. Me parecía que la comunidad debía renovarse y extenderse hasta los confines de la Tierra.
“Por fin lo vi rojo negro,
lo que me daba tristeza de corazón: me venía una tristeza que tenía
mucha dificultad en dominar. No sé por qué, esta tristeza se relacionaba
con el cambio de gobierno”.
Pero su confesor, el P. Aladel le
aconsejó que no diera atención a “estas tentaciones”, pues una Hija de
la Caridad “está hecha para servir a los pobres y no para soñar”.
Visiones de Jesucristo y del Rey destronado
No obstante, otras maravillosas visiones se sucedieron, y su sentido se fue haciendo más claro. Catalina relata: “Yo
era favorecida con otra gracia: ver a Nuestro Señor en el Santísimo
Sacramento durante todo el tiempo de mi noviciado, menos cuando dudaba.
“En
el día de la Santísima Trinidad (6 de junio) Nuestro Señor se me
apareció como Rey, con la Cruz sobre el pecho. En el momento del
Evangelio me pareció que Nuestro Señor era despojado de todos sus
ornamentos, cayendo todo por tierra. Fue entonces cuando tuve los más
negros y tristes pensamientos: el Rey de la Tierra sería destronado y
despojado de sus vestiduras reales”. Catalina aplicaba esta visión al reinante monarca Carlos X. Pero su confesor no le dio la mínima importancia...
Coloquio con Nuestra Señora, “el momento más dulce de mi vida”
Algunas
semanas después, la joven tuvo su primera visión de Nuestra Señora. La
víspera de la fiesta de San Vicente, 19 de julio, cada novicia había
recibido como recuerdo un pequeño trozo de sobrepelliz de lino usado por
San Vicente de Paul. Esa noche Catalina cortó la mitad y se lo tragó,
durmiéndose con el pensamiento de que San Vicente le obtendría la gracia
de ver a la Virgen.
Cerca de medianoche “oí que me llamaban
por el nombre: ‘!Hermana mía! ¡Hermana mía!’ Despertando, corro la
cortina y veo un niño de cuatro a cinco años, vestido de blanco, que me
dice: ‘Ven a la capilla, la Santísima Virgen te espera’.
“Me
vestí de prisa y me dirigí hacia el niño, que permanecía de pie. Yo le
seguí, siempre a mi izquierda. Por todos los lugares donde pasábamos,
las luces estaban encendidas, lo que me sorprendía mucho. Sin embargo,
quedé mucho más asombrada cuando entré en la Capilla: la puerta se abrió
apenas el niño la hubo tocado con la punta del dedo. Y mi sorpresa fue
aún más completa cuando vi todas las velas y candelabros encendidos, lo
que me recordaba la Misa de medianoche.
“Por fin llegó la hora. El niño me previno: ‘He aquí la santísima Virgen: ¡aquí está Ella!’.
“Oí como un ligero frufrú de la seda de un vestido, que venía del lado del presbiterio, cerca del cuadro de San José, y que se deslizaba sobre los escalones del altar del lado del Evangelio, en una silla igual a la de Santa Ana.
“Oí como un ligero frufrú de la seda de un vestido, que venía del lado del presbiterio, cerca del cuadro de San José, y que se deslizaba sobre los escalones del altar del lado del Evangelio, en una silla igual a la de Santa Ana.
“En ese momento, mirando hacia la Santísima
Virgen dí un salto hacia Ella, poniéndome de rodillas sobre los
escalones del altar y con las manos apoyadas sobre las rodillas de la
Santísima Virgen.
“Fue el momento más dulce de mi vida
—afirma la santa—. Me sería imposible expresar todo lo que sentí.
Nuestra Señora me dijo: (...) ‘Hija mía, el buen Dios quiere encargarte
una misión. Tendrás mucho que sufrir, pero superarás estos sufrimientos
pensando que lo haces para la gloria del buen Dios. Serás contradecida,
pero tendrás la gracia: no temas. Serás inspirada en tus oraciones.
Nuestra
Señora prosiguió: “ ‘Los tiempos son muy malos: calamidades vendrán a
precipitarse sobre Francia. El trono será derribado. El mundo entero
será trastornado por males de todo orden (al decir esto, la Santísima
Virgen tenía un aire muy contristado). Pero ven al pie de este altar.
Aquí las gracias serán derramadas ... sobre todas las personas, grandes y
pequeñas, particularmente sobre aquellas que las pidan. El peligro será
grande. Sin embargo, no temas: el buen Dios y San Vicente protegerán la
comunidad’”.
Contexto histórico: Carlos X, Luis Felipe, Napoleón III
- Carlos X, Rey de Francia (1824-1830)
¿A
qué peligro se refería la Virgen? Apenas una semana después, todo
quedaría claro: estalla la revolución de julio de 1830, atestiguando el
carácter profético de las revelaciones a Santa Catalina. Era una nueva
explosión revolucionaria, que continuaba la obra destructora de la
Revolución Francesa, interrumpida en 1815 con la caída de Napoleón y la
Restauración de los Borbones. París fue una vez más teatro de cruentos
motines, con escenas de impiedad y anticlericalismo: iglesias
profanadas, cruces derribadas, comunidades religiosas invadidas y
dispersadas, sacerdotes perseguidos y maltratados. No obstante, y tal
como lo prometiera Nuestra Señora, los lazaristas y las Hijas de la
Caridad, ambos fundados por San Vicente de Paul, atavesaron incólumes
ese turbulento período.
El 2 de agosto de 1830 abdica el rey
Carlos X, hermano menor de Luis XVI. Para no chocar de frente con el
fuerte sentimiento monárquico del pueblo, los sectarios colocaron en el
poder otro rey, pero ilegítimo, el príncipe Luis Felipe de Orleans, hijo
del tristemente célebre regicida “Felipe Igualdad”. Su régimen iniciado
el 7 de agosto trajo una aparente estabilidad, bajo la forma de una
especie de “república coronada” que duraría 18 años, hasta que en 1848
fue derribada por un nuevo remezón revolucionario que proclamó la “II
República” francesa. Pero la duración de esta sería efímera: en 1851, un
golpe de Estado la sustituyó por la seudo-monarquía de Luis Napoleón,
que se proclama emperador con el título de Napoleón III.
Advertencia de grandes tribulaciones, promesa de grandes gracias
En
ese contexto se comprende cómo prosigue Santa Catalina su relato de esa
primera aparición en la Rue du Bac. La Virgen le advierte sobre el
relajamiento en la observancia de las Reglas en las Hijas de la Caridad y
los Lazaristas, y le manda avisar al Superior que “debe hacer todo
lo que le sea posible para volver a poner la Regla en vigor. Dile de mi
parte que vigile las malas lecturas, las pérdidas de tiempo y las
visitas...” (cómo esto se aplica a tanta comunidad ‘posconciliar’ de hoy...). Nuestra Señora le prometió también la protección de Dios y de San Vicente a ambas comunidades, pero avisa que “no
se dará lo mismo con otras congregaciones. ‘Habrá víctimas (al decir
esto la Santísima Virgen tenía lágrimas en los ojos). En el clero de
París habrá víctimas: Monseñor, el Arzobispo... (a estas palabras,
lágrimas de nuevo). ... La Cruz será despreciada y echada por tierra. La
sangre correrá. Se abrirá de nuevo el costado de Nuestro Señor. Las
calles estarán llenas de sangre. Monseñor, al Arzobispo, será despojado
de sus vestiduras’ (aquí la Santísima Virgen ya no podía hablar más: el
sufrimiento estaba estampado en su rostro). ‘Hija mía, me decía, todo el
mundo estará sumido en la tristeza’. A estas palabras pensé cuándo se
daría esto. Lo comprendí muy bien: treinta años”.
La guerra franco-prusiana y la Comuna de París
En realidad la
profecía se confirmaría cuarenta años después. En 1870 Francia y Prusia entran
en guerra, y el 2 de septiembre Napoleón III, derrotado completamente en Sedán,
firma una humillante capitulación. El desconcierto se apodera de Francia, y es
aprovechado por los revolucionarios para proclamar nuevamente la república. Uno
de los jefes republicanos, León Gambetta, no disimula su espíritu sectario: “el
clericalismo, he ahí el enemigo”. Pero seis meses después estalla en París otra revolución aún
más radical, de carácter anarquista, conocida como la Comuna. El gobierno
republicano es obligado a dejar la capital y trasladarse a Versailles. París
vive entonces setenta días de terror anarquista.
El
18 de mayo la histórica basílica-santuario de Nuestra Señora de las
Victorias es invadida por un batallón de comuneros denominado
“Vengadores de la República”, que allí practicaron sacrilegios
inauditos. Santa Catalina declara entonces: “Han tocado Nuestra Señora de las Victorias. ¡Pues bien! Es su derrota. No irán más lejos”.
Efectivamente tres días después el Ejército regular entra en París.
Pero dominar la situación le tomó varios días —conocidos como la “Semana
Sangrienta”— durante los cuales el Comité Ejecutivo de la Comuna hizo
fusilar en la cárcel al Arzobispo de París, Mons. Darboy, a veinte
religiosos dominicos, y a otros rehenes eclesiásticos y militares. Se
cumplió así la predicción de Nuestra Señora, al igual que su promesa de
protección a los lazaristas y las Hijas de la Caridad, que pudieiron
atravesar indemnes la tragedia.
En esos días de calamidad las
religiosas vicentinas estaban tomadas de pavor por los insultos y
amenazas que recibían. Sólo Santa Catalina se mantenía serena: “La Virgen velará por nosotros. No nos ocurrirá ningún mal”.
Los anarquistas invadieron el convento y expulsaron a las religiosas,
pero Catalina previó que en un mes estarían de vuelta, y le aseguró a la
Superiora que la misma Virgen les guardaría intacta la casa. Al
retirarse tomó la corona de la imagen del jardín, para preservarla de
profanación, diciéndole: “Volveré para coronarte el día 31 de mayo”
(fiesta de la realeza de Nuestra Señora). Estas y otras previsiones
relativas a los setenta días de la Comuna se cumplieron con rigurosa
exactitud.
Aplastada la asonada anarquista, la llamada III
República se afirmó precariamente. A lo largo de cuarenta años se habían
realizado, por etapas, todas las previsiones que en 1830 el corazón de
San Vicente, Jesucristo Hostia y la Santísima Virgen habían comunicado a
Santa Catalina.
Segunda aparición: Nuestra Señora de las Gracias y la Medalla Milagrosa
Pasados
cuatro meses de la aparición de Nuestra Señora, Catalina experimentaba
una profunda añoranza y un inmenso deseo de volver a verla. Fue entonces
que ocurrió la segunda aparición, el 27 de noviembre de 1830. Ese día,
narra la novicia, vio a la Madre de Dios “de pie, vestida con un
traje de seda blanco aurora, ... con mangas lisas y un velo blanco que
le cubría la cabeza y descendía de cada lado hasta abajo. Bajo el velo
vi sus cabellos lisos separados en el medio, y por encima un bordado de
más o menos tres centímetros de altura, sin flecos, esto es, apoyado
ligeramente sobre los cabellos. El rostro bastante descubierto, los pies
apoyados sobre media esfera, y teniendo en las manos una esfera de oro
que representaba el Globo [terrestre].... Su rostro era magníficamente
bello. Yo no sabría describirlo... Y poco después, de repente percibí,
en esos dedos, anillos con piedras, unas más bellas que las otras, unas
mayores y otras menores, que lanzaban rayos, a cual más bello. De las
piedras mayores partían los más bellos rayos, siembre ensanchándose
hacia los extremos, llenando toda la parte de abajo. Yo no veía más sus
pies... En ese momento en que la estaba contemplando, la Santísima
Virgen bajó los ojos, mirándome fijamente. Una voz se hizo oír,
diciéndome estas palabras: ‘La esfera que ves representa el mundo
entero, especialmente Francia... y cada persona en particular’ ‘Es el
símbolo de las gracias que derramo sobre las personas que me las piden’”. Por eso quedó conocida como Nuestra Señora de las Gracias.
Extasiada con la visión, Catalina comprendió de repente cuánto la Nuestra Señora “es
generosa con las personas que le rezan: cuántas gracias concede a las
personas que le ruegan; qué alegría siente concediéndolas... En ese
momento se formó un cuadro alrededor de la Santísima Virgen, un poco
ovalado, donde había en lo alto estas palabras: ‘Oh María sin pecado
concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos’, escritas en letras
de oro”. Y oyó entonces una voz que le decía: “ ‘Haz acuñar una medalla
con este modelo. Todas las personas que usen recibirán grandes gracias,
llevándola en el cuello. Las gracias serán abundantes para las personas
que la usen con confianza’”. En ese instante el cuadro pareció
girar, y la joven novicia vio la “M” encimada por una Cruz que sale de
ella, y debajo los Corazones de Jesús y María.
Tercera aparición y reconfortante despedida
Algunos
días después, en diciembre de 1830, fue la tercera y última aparición.
Catalina ve otra vez a la la Virgen sosteniendo el globo de oro rematado
por una pequeña cruz. De los anillos de sus dedos irradiaba la misma
luz anterior. “Es imposible expresar lo que sentí y todo cuanto
comprendí en el momento en que la Santísima Virgen ofrecía el Globo a
Nuestro Señor... una voz se hizo oír en el fondo de mi corazón: ‘Estos
rayos son el símbolo de las gracias que la Santísima Virgen obtiene para
las personas que se las piden. Esas líneas deben ser colocadas como
leyenda debajo de la Santísima Virgen’”. Después la visión fue
desapareciendo suavemente “como algo que se apaga”. Así concluía el
ciclo de las apariciones, pero Catalina pudo recibir un consolador
mensaje: “Hija mía, de ahora en adelante no me verás más. Sin embargo, oirás mi voz durante tus oraciones”.
Las primeras medallas: milagros en serie, propagación fulgurante
Entretanto
su confesor, el P. Aladel, continuaba incrédulo, considerando a la
joven una soñadora alucinada, y durante dos años no quiso hacer acuñar
las medallas. Pero al final consultó el caso al Arzobispo de París,
Mons. De Quélen, quien lo animó a llevar adelante la empresa, y entonces
encargó las primeras veinte mil medallas, en 1832.
Justo en marzo
de ese año estalló en París una epidemia de cólera, que dejó más de 20
mil muertos. Las descripciones de la época son aterradoras: en pocas
horas el cuerpo de un hombre en prefecta salud se reducía al estado casi esquelético. En un solo día hubo en la ciudad 861 víctimas fatales. A
fines de mayo la epidemia parecía amainar, pero en la segunda quincena
de junio recrudeció con virulencia. Toda Francia estaba en pánico.
El
30 de junio de 1832 las Hijas de la Caridad reciben del fabricante, la
Casa Vachette, las primeras 1500 medallas y comienzan a distribuirlas;
comienzan también las curaciones prodigiosas, inaugurando un ciclo
inagotable de gracias y milagros.
Por ejemplo, en la escuela de la
plaza del Louvre, la pequeña Caroline Nenain (ocho años), de la
parroquia de Saint Germain l’Auxerrois, única en su clase que no llevaba
la Medalla Milagrosa, fue precisamente la única alcanzada por el
cólera. Pero al día siguiente recibó con gran piedad la Medalla
Milagrosa, quedó curada y pudo volver a clase.
En la diócesis de
Meaux, una señora atacada por el cólera, ya desahuciada, y en vísperas
de dar a luz, recibe una Medalla Milagrosa: nace una bella y saludable
niña, y la madre queda totalmente curada.
En Alençon, un militar
enfermo terminal respondía con blasfemias e insultos a todas las
exhortaciones a la conversión que le hacían el capellán y las
religiosas: “A vuestro Dios no le gustan los franceses: decís que El
es bueno y me ama, pero si así fuese ¿cómo me dejaría sufrir de este
modo? No necesito de vuestros consejos, ni de vuestros sermones”. A
medida que se aproximaba la muerte, se multiplicaban las imprecaciones.
Cuando nadie ya esperaba su conversión, seis días después de que una
monja le hubiese prendido en el lecho —sin que él se diera cuenta—, una
Medalla Milagrosa, el militar declara: “No quiero morir en el estado en que me encuentro; pidan al sacerdote el favor de oírme en confesión”.
Pese a los tormentos de la enfermedad murió serenamente, afirmando: “Lo
que me pesa es haber amado tan tarde, y no amar mucho más”.
La
epidemia finalmente cesó, y la fama de la Medalla se propagó como una
exhalación por Francia y por todo el mundo. A los siete años de acuñada
por primera vez, en 1839, ya se habían difundido más de diez millones de
Medallas por los cinco continentes, y de todas partes llegaban
ininterrumpidamente los relatos de milagros.
“Ella no me dijo nada, pero comprendí todo”
Alfonso María Ratisbona joven, poco después de ingresar al noviciado |
Hasta
que en 1842, una noticia corre Europa como un reguero de pólvora: un
joven banquero francés, judío de raza y religión, yendo a Roma con ojos
críticos en relación al Catolicismo, se ha convertido súbitamente en la
Iglesia de San Andrea delle Fratte. La Santísima Virgen se le apareció
exactamente con las mismas características de la Medalla Milagrosa: “Ella no me dijo nada, pero yo lo comprendí todo”
, declaró Alfonso Tobías Ratisbona, quien poco después se bautizó con
el nombre de Alfonso María, y más tarde sería sacerdote y fundador de
una Congregación para la conversión de sus hermanos de raza.
¿Qué había sucedido? Cuatro días antes, a instancias de su amigo el Barón de Bussières, muy a contragusto y sólo por complacerlo, Ratisbona había prometido rezar todos los días el “Acordaos” de San Bernardo, y aceptado llevar al cuello una Medalla Milagrosa. Cuando la Santísima Virgen se le apareció, llevaba la medalla puesta.
¿Qué había sucedido? Cuatro días antes, a instancias de su amigo el Barón de Bussières, muy a contragusto y sólo por complacerlo, Ratisbona había prometido rezar todos los días el “Acordaos” de San Bernardo, y aceptado llevar al cuello una Medalla Milagrosa. Cuando la Santísima Virgen se le apareció, llevaba la medalla puesta.
Como Alfonso era
emparentado al célebre financista barón de Rotschild, su espectacular
conversión conmovió a toda la aristocracia europea y tuvo repercusión
mundial, haciendo aún más conocida, buscada y venerada la Medalla
Milagrosa. Entretanto, nadie, ni siquiera la Superiora de la Rue du Bac,
ni siquiera el Papa, sabían quién era la religiosa por Nuestra Señora
escogida para canal del tantas gracias. Excepto el P. Aladel, que todo
lo envolvía en el anonimato... Santa Catalina, por humildad, mantuvo
durante toda su vida una absoluta discreción, jamás dejando trasparecer
el celeste privilegio del que fuera objeto.
Cuerpo incorrupto de Santa Catalina, en la capilla de la Rue de Bac |
Predicciones del Reino de María
La santa recibió también luces proféticas sobre un futuro gran triunfo de la Iglesia: “¡Oh!, cómo será bello oír decir: María es la Reina del Universo, particularmente de Francia. Y los hijos, con transbordes de alegría, gritarán: ¡Y de cada persona en particular! Este será un tiempo de paz, de alegría y de felicidad, que será largo. La Santísima Virgen será portada en estandarte, y dará la vuelta alrededor del mundo.”
Un mes antes de fallecer, anunció: "Vendrán
grandes catástrofes (...) la sangre correrá por las calles. Por un
momento se creerá todo perdido. Pero todo será ganado. La Santísima
Virgen es quien nos salvará. Si, cuando esta Virgen, ofreciendo el mundo
al Padre Eterno, sea honrada, tendremos la paz”.
Como se ve,
las apariciones de Nuestra Señora de las Gracias en 1830, como las
anteriores de San Luis Grignion de Monfort y las posteriores de La
Salette (1846), Lourdes (1858) y Fátima (1917), abren una espléndida
perspectiva marial para el futuro, más allá de las calamidades que vive
el mundo actual. A ese propósito señala Plinio Corrêa de Oliveira: “Más
allá de la tristeza y de los castigos supremamente probables hacia los
cuales caminamos, tenemos delante de nosotros las claridades sacrales de
la aurora del Reino de María: ‘Por fin Mi Inmaculado Corazón
triunfará’. Es una perspectiva grandiosa de la victoria universal del
Corazón regio y maternal de la Santísima Virgen. Es una promesa
apaciguadora, atrayente y sobre todo, majestuosa y entusiasmante”
OBRAS CONSULTADAS
- P. Thomas de Saint Laurent, El Libro de la Confianza, Tradición Familia Propiedad, Lima, 1998.
- P. René Laurentin, 1) Vie de Catherine Labouré - Récit, Desclée, París, 1980; 2) Vie de Catherine Labouré - Preuves, Desclée, París, 1980 ; 3) Catherine Labouré et la Médaille Miraculeuse – Procès de Catherine, Lethielleux, París, 1979.
- Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, Tradición y Acción por un Perú Mayor, Lima, 2005; cfr. Fátima, numa visão de conjunto, “Catolicismo”, N° 197, mayo de 1967.
- San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, in Obras de San Luis María Grignion de Montfort, B.A.C., Madrid, 1954, pp. 413 a 595.
- Juan Bautista Weiss, Historia Universal, vols. 20 y 24, Tipografía de la Educación, Barcelona, 1933.
- La Medalla Milagrosa - su origen, historia, difusión y resultados, edición revisada y aumentada a la del P. Aladel, por un religioso de la Congregación de la Misión, Imprenta Comercial, Porto Alegre, 1884.
fuente: http://www.tradicionyaccion.org.pe/tya/spip.php?article167 |
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