San Juan de la Cruz y la sublimidad del sufrimiento
La Providencia
Divina confirmó en gracia y amoldó perfectamente a la Cruz de Cristo a
un religioso escogido para secundar a Santa Teresa de Jesús en la
extraordinaria obra de la Reforma del Carmelo
Plinio María Solimeo
Cierto
día, una imagen de Cristo padeciente habló milagrosamente a fray Juan
de la Cruz, preguntándole qué deseaba en paga de su amor puro y
exclusivo a Dios.
— “Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”, fue la respuesta del heroico carmelita, arquetipo de la reforma carmelitana emprendida por Santa Teresa.
En sus labios, ese dicho no era una figura de retórica, sino que traslucía la extraordinaria generosidad de su alma de fuego.
Infancia atribulada
Su
padre, Gonzalo de Yepes, era de ilustre familia castellana
perteneciente a la aristocracia de la antigua capital de España, Toledo,
con blasón y antepasados notables en las armas y en las ciencias.
Huérfano, criado por un tío eclesiástico, trabajaba en asuntos
administrativos y contables con otros dos tíos, mercaderes de seda.
Un
bello día Gonzalo se enamoró de Catalina Alvarez, joven y bella
tejedora, huérfana como él pero de origen modesto. Y pese a la oposición
de sus tíos, se casó con ella. Airados, los tíos lo expulsaron de la
casa.
Precisamente aquellos años fueron tan estériles que en Castilla “no se halla pan por ningún dinero”. 1
Como no encontraba trabajo en su ramo, Gonzalo se vio obligado a
aprender de su esposa el oficio de tejedor, para sostener el nuevo
hogar.
Los
hijos comenzaron a llegar: Francisco, Luis, Juan... Este último, el
futuro santo, apenas conoció a su padre, pues Gonzalo falleció tras una
dolorosa enfermedad, dejando mujer e hijos en la miseria. Luis, débil y
desnutrido, siguió poco después a su padre a la tumba.
A
fin de ganar el sustento para los suyos, Catalina se vio obligada a
mudarse a Medina del Campo. Francisco, el hijo mayor, ya adolescente,
aprendió el oficio de la madre para auxiliarla. Allí Juan tuvo que
separarse de ellos y fue recibido en el Colegio de la Doctrina, una
especie de orfanato, que además de atender sus necesidades materiales
proporcionaba a los niños formación religiosa y escolar.
Hechos milagrosos surcan la infancia de Juan de Yepes
Cuando
el pequeño andaba por los seis años, jugaba con niños de su edad
introduciendo una varita en una laguna. De repente perdió el equilibrio y
se cayó al agua. Llegó hasta el fondo, y después salió a flote. En ese
momento vio a la Santísima Virgen que le extendía su purísima y blanca
mano. Pero el pequeño, considerando aquella mano tan pura de la Madre de
Dios, se juzgó indigno de tocarla, y encogió la suya. Entró entonces en
escena un labrador, que lo “pescó” del agua.
Convento de los Carmelitas Descalzos en Segovia
Otro
portento se dio cuando la familia se trasladaba hacia Medina del Campo.
A la entrada de la ciudad emergió de un charco un gran monstruo, presto
a devorar al niño. Este hizo la señal de la cruz y el monstruo desapareció en las aguas turbias.
En
otra ocasión Juan, siendo monaguillo en el convento de la Magdalena,
jugaba en el patio con otros niños. Estando cerca de un pozo hondo, un
amigo atolondrado le dio un empujón haciéndolo caer dentro. Cuando todos
pensaban que se había ahogado, lo vieron flotando a flor de agua. Él
mismo pidió una cuerda que ciñó a la cintura, siendo así rescatado. El
niño afirmó a los asombrados testigos que Nuestra Señora lo había
sostenido en el agua.
Ya
adolescente, Juan fue trasladado al Hospital de la Concepción, donde
ejercería tres ocupaciones: ayudante de enfermero, recolector de
limosnas para la institución y, en sus horas libres, estudiante en el
colegio de la Compañía de Jesús.
Su
benefactor deseaba que él se ordenara sacerdote y fuese capellán de la
institución. Pero Juan de Yepes tenía otras aspiraciones. Apenas
concluyó sus estudios a los 21 años, se dirigió furtivamente al convento
carmelita de la ciudad, donde pidió su admisión con el nombre de Juan
de San Matías. Para terminar sus estudios de teología, los superiores lo
enviaron a Salamanca.
En vida, confirmado en gracia
Formado
desde la cuna en la escuela de la pobreza y del sufrimiento, fray Juan
de San Matías estaba preparado para recibir la mayor gracia de su vida.
Ordenado sacerdote, regresó a Medina del Campo para cantar su primera
Misa, preparándose para ella con ayuno y mortificaciones. Cuando la
celebraba con un fervor seráfico, pidió “a su Majestad le concediese
no cometer pecado mortal ninguno con que la ofendiese, y padecer en esta
vida la penitencia de todos los pecados que como hombre flaco pudiera
cometer si su divina Majestad no le tuviera de su mano”.
Años
después, estando una virtuosa religiosa esperando que fray Juan
terminara de atender a otra persona para tratar con él asuntos
espirituales, recogida en oración, “le manifestó el Señor la gran
santidad del santo padre fray Juan, y le reveló que cuando dijo la
primera Misa, le había restituido la inocencia y colocado en el estado
de un niño de dos años, sin doblez ni malicia, confirmándolo en gracia
como los Apóstoles para que no pecase y jamás lo ofendiese gravemente”. 2
Esto
explica el imponderable de candidez y pureza que emanaba de San Juan de
la Cruz, como lo atestiguaron en su proceso de canonización
innumerables testigos.
Dos grandes santos, una gran obra
Fue
justamente poco después de esa gracia que él tuvo el encuentro
providencial con Santa Teresa. Estaba ella en Medina, donde acababa de
fundar un convento reformado de monjas, cuando oyó hablar de él. De
inmediato pensó que podría dar origen a la rama masculina de su reforma,
y suplicó a Dios que le concediera esa gracia. Al día siguiente, fray
Juan explicó a Teresa que quería hacerse monje cartujo —Orden de regla
muy severa— para llevar mejor una vida de contemplación y penitencia.
Pero cuando la gran reformadora le explicó la idea del Carmelo con la
primitiva regla, quedó encantado de secundarla en tal obra.
De
ese modo Juan de San Matías pasó a llamarse Juan de la Cruz, nombre con
el cual se haría mundialmente conocido, siendo el primer fraile en
recibir el hábito de la Reforma carmelitana y el gran apoyo de Santa
Teresa para la consolidación de esa empresa.
Cuando
la gran fundadora fue enviada a su antiguo convento de la Encarnación
como priora, quiso ser auxiliada por fray Juan de la Cruz como confesor
de las monjas.
Mérito y valor del espíritu de Cruz
Fue
allí que Juan se convirtió en la principal víctima de la verdadera
batalla que se desató entonces entre carmelitas calzados y descalzos
acerca de la reforma. Preso por los calzados en la prisión del convento
de Toledo, en una celda fría y sin ventanas, enteramente incomunicado,
ayunando a pan y agua, y siendo flagelado por ellos regular y cruelmente
varias veces por semana durante nueve meses, más tarde él podría
afirmar: “No os espantéis si yo muestro tanto amor por el
sufrimiento; Dios me dio una alta idea de su mérito y valor cuando yo
estaba en la prisión de Toledo”. 3
La ciudad de Segovia, vista desde el Alcázar
En
contrapartida, en ese forzado aislamiento recibió insignes favores
divinos, componiendo allí algunos de sus más notables poemas.
Después
de una fuga dramática —en el curso de la cual tuvo que saltar el alto
muro del convento-prisión— se ocupará de la formación de novicios,
dirección de profesos, y atención espiritual de frailes y religiosas.
Pero siempre ejerciendo en el gobierno de la Orden puestos secundarios,
principalmente después de la muerte de la gran Santa Teresa, en 1582.
Los bolandistas resumen así sus virtudes: “La
simple vista de un crucifijo era suficiente para provocarle éxtasis de
amor y hacerle caer en lágrimas. La Pasión del Señor era el objeto
ordinario de sus meditaciones, y él recomienda fuertemente esa práctica
en sus escritos [...] Afirmaba ser la confianza en Dios el
patrimonio de los pobres, y sobre todo de los religiosos. El fuego del
amor divino hacía de tal manera arder su corazón, que sus palabras
inflamaban a aquellos que las oían [...] Su amor de Dios se manifestaba en ciertas ocasiones, por trazos de luz que brillaban en su rostro [...] Su
corazón era como un inmenso horno de amor que él no podía contener en
sí mismo y que brillaba hacia fuera por señales exteriores de las cuales
él no era señor. No se admiraba menos en él su amor por el prójimo,
sobre todo los pobres, los enfermos y los pecadores. [...] El
profundo sentimiento por la religión del que estaba penetrado le
inspiraba un respeto extremado por todo lo que pertenecía al culto
divino. Por el mismo motivo, él procuraba santificar todas sus acciones”. 4
Debido
a su corta estatura (no llegaba a 1,60 m.) y a sus breves pero siempre
juiciosas palabras, Santa Teresa lo llamaba afectuosamente “mi Senequita”, pues le hacía recordar aquel filósofo de la Antigüedad, coterráneo suyo. A él se refería también como “el santico de fray Juan”, cuyos “huesecillos harán milagros” por ser él “celestial y divino”, y añade: “no encontré otro en toda Castilla como él, ni que tanto enfervorice en el camino del Cielo”. 5
Para morir, se coloca en las manos de uno de sus peores enemigos
En
el capítulo de los Descalzos de 1591, y pese a haber sido el primer
padre de la reforma teresiana, fray Juan se vio privado de todos los
cargos que tenía en la Orden, y reducido a vivir como un religioso más.
Uno de los recientemente electos prometió incluso perseguirlo hasta
verlo expulsado de la Orden. “Fray Juan está experimentando en estos momentos una verdadera y obstinada persecución. El padre Diego Evangelista [su peor opositor] no está aún satisfecho viendo al padre Juan de la Cruz sin oficio alguno. Busca avaramente su humillación”. 6 Y, para ello, comenzó una campaña de calumnias contra el santo.
Fray
Juan pidió permiso para retirarse a un convento aislado, cerca de
Sierra Morena, donde era tratado con consideración y respeto. Por eso,
cuando surgieron los síntomas de su última enfermedad y el superior le
pidió que eligiese un convento con más recursos para tratarse, escogió
el de Úbeda, dirigido por uno de sus más acerbos enemigos, para poder
sufrir hasta el fin.
Éste, a pesar de ver que el santo empeoraba, lo colocó en una celda aislada, prohibiéndole toda visita.
Urna con las reliquias del Santo en Úbeda
Le
surgieron tumores en una pierna, que fueron intoxicando todo el cuerpo.
El cirujano tuvo
que hacer en frío una incisión de arriba a abajo en la
pierna, para extraer la materia purulenta. Cada curación le arrancaba
pedazos de carne con la materia infectada. Empero el enfermo, meditando
los padecimientos de Nuestro Señor en la Pasión, sufría todo como si se
tratase del cuerpo de otro. El médico, admirado de tanta santidad,
guardaba las gasas llenas de sangre y pus, pero que prodigiosamente
desprendían un suave perfume, para aplicarlas en otros enfermos, y de
esa manera obtuvo varias curaciones milagrosas.
El
prior, mientras tanto, se mostraba inflexible, no dando al enfermo ni
lo necesario. Fue necesario que los religiosos mendigasen en las calles
alimentos y remedios para fray Juan. Al llegar el Provincial, reprendió
al prior por su dureza de corazón, y éste reconoció su falta, cambiando
el tratamiento. Pero el santo ya estaba en el fin, habiendo bebido todo
cuanto podía del cáliz del sufrimiento. Entró en agonía el 13 de
diciembre, falleciendo poco después de medianoche.
El
Papa Clemente X lo beatificó en 1675, Benedicto XII lo canonizó el 27
de diciembre de 1726, y Pío XI lo declaró Doctor de la Iglesia
Universal.
Notas.-
1. Fray Crisógono de Jesús, Vida de San Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid, 1982, 11ª edición.
2. Idem, ib., p. 71, nota 19.
3. Les Petites Bollandistes, dáprès le Père Giry, par Mgr. Paul Guérin, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 580.
4. Op. cit., t. XIII, p. 581.
5. P. José Leite S.J., Santos de cada día, Edit. A.O., Braga, p. 441.
6. Fray Crisógono de Jesús, op. cit., p. 371.
San Juan de la Cruz y la sublimidad del sufrimiento
La Providencia
Divina confirmó en gracia y amoldó perfectamente a la Cruz de Cristo a
un religioso escogido para secundar a Santa Teresa de Jesús en la
extraordinaria obra de la Reforma del Carmelo
Plinio María Solimeo
Cierto
día, una imagen de Cristo padeciente habló milagrosamente a fray Juan
de la Cruz, preguntándole qué deseaba en paga de su amor puro y
exclusivo a Dios.
— “Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”, fue la respuesta del heroico carmelita, arquetipo de la reforma carmelitana emprendida por Santa Teresa.
En sus labios, ese dicho no era una figura de retórica, sino que traslucía la extraordinaria generosidad de su alma de fuego.
Infancia atribulada
Su
padre, Gonzalo de Yepes, era de ilustre familia castellana
perteneciente a la aristocracia de la antigua capital de España, Toledo,
con blasón y antepasados notables en las armas y en las ciencias.
Huérfano, criado por un tío eclesiástico, trabajaba en asuntos
administrativos y contables con otros dos tíos, mercaderes de seda.
Un
bello día Gonzalo se enamoró de Catalina Alvarez, joven y bella
tejedora, huérfana como él pero de origen modesto. Y pese a la oposición
de sus tíos, se casó con ella. Airados, los tíos lo expulsaron de la
casa.
Precisamente aquellos años fueron tan estériles que en Castilla “no se halla pan por ningún dinero”. 1
Como no encontraba trabajo en su ramo, Gonzalo se vio obligado a
aprender de su esposa el oficio de tejedor, para sostener el nuevo
hogar.
Los
hijos comenzaron a llegar: Francisco, Luis, Juan... Este último, el
futuro santo, apenas conoció a su padre, pues Gonzalo falleció tras una
dolorosa enfermedad, dejando mujer e hijos en la miseria. Luis, débil y
desnutrido, siguió poco después a su padre a la tumba.
A
fin de ganar el sustento para los suyos, Catalina se vio obligada a
mudarse a Medina del Campo. Francisco, el hijo mayor, ya adolescente,
aprendió el oficio de la madre para auxiliarla. Allí Juan tuvo que
separarse de ellos y fue recibido en el Colegio de la Doctrina, una
especie de orfanato, que además de atender sus necesidades materiales
proporcionaba a los niños formación religiosa y escolar.
Hechos milagrosos surcan la infancia de Juan de Yepes
Cuando
el pequeño andaba por los seis años, jugaba con niños de su edad
introduciendo una varita en una laguna. De repente perdió el equilibrio y
se cayó al agua. Llegó hasta el fondo, y después salió a flote. En ese
momento vio a la Santísima Virgen que le extendía su purísima y blanca
mano. Pero el pequeño, considerando aquella mano tan pura de la Madre de
Dios, se juzgó indigno de tocarla, y encogió la suya. Entró entonces en
escena un labrador, que lo “pescó” del agua.
Convento de los Carmelitas Descalzos en Segovia |
En
otra ocasión Juan, siendo monaguillo en el convento de la Magdalena,
jugaba en el patio con otros niños. Estando cerca de un pozo hondo, un
amigo atolondrado le dio un empujón haciéndolo caer dentro. Cuando todos
pensaban que se había ahogado, lo vieron flotando a flor de agua. Él
mismo pidió una cuerda que ciñó a la cintura, siendo así rescatado. El
niño afirmó a los asombrados testigos que Nuestra Señora lo había
sostenido en el agua.
Ya
adolescente, Juan fue trasladado al Hospital de la Concepción, donde
ejercería tres ocupaciones: ayudante de enfermero, recolector de
limosnas para la institución y, en sus horas libres, estudiante en el
colegio de la Compañía de Jesús.
Su
benefactor deseaba que él se ordenara sacerdote y fuese capellán de la
institución. Pero Juan de Yepes tenía otras aspiraciones. Apenas
concluyó sus estudios a los 21 años, se dirigió furtivamente al convento
carmelita de la ciudad, donde pidió su admisión con el nombre de Juan
de San Matías. Para terminar sus estudios de teología, los superiores lo
enviaron a Salamanca.
En vida, confirmado en gracia
Formado
desde la cuna en la escuela de la pobreza y del sufrimiento, fray Juan
de San Matías estaba preparado para recibir la mayor gracia de su vida.
Ordenado sacerdote, regresó a Medina del Campo para cantar su primera
Misa, preparándose para ella con ayuno y mortificaciones. Cuando la
celebraba con un fervor seráfico, pidió “a su Majestad le concediese
no cometer pecado mortal ninguno con que la ofendiese, y padecer en esta
vida la penitencia de todos los pecados que como hombre flaco pudiera
cometer si su divina Majestad no le tuviera de su mano”.
Años
después, estando una virtuosa religiosa esperando que fray Juan
terminara de atender a otra persona para tratar con él asuntos
espirituales, recogida en oración, “le manifestó el Señor la gran
santidad del santo padre fray Juan, y le reveló que cuando dijo la
primera Misa, le había restituido la inocencia y colocado en el estado
de un niño de dos años, sin doblez ni malicia, confirmándolo en gracia
como los Apóstoles para que no pecase y jamás lo ofendiese gravemente”. 2
Esto
explica el imponderable de candidez y pureza que emanaba de San Juan de
la Cruz, como lo atestiguaron en su proceso de canonización
innumerables testigos.
Dos grandes santos, una gran obra
Fue
justamente poco después de esa gracia que él tuvo el encuentro
providencial con Santa Teresa. Estaba ella en Medina, donde acababa de
fundar un convento reformado de monjas, cuando oyó hablar de él. De
inmediato pensó que podría dar origen a la rama masculina de su reforma,
y suplicó a Dios que le concediera esa gracia. Al día siguiente, fray
Juan explicó a Teresa que quería hacerse monje cartujo —Orden de regla
muy severa— para llevar mejor una vida de contemplación y penitencia.
Pero cuando la gran reformadora le explicó la idea del Carmelo con la
primitiva regla, quedó encantado de secundarla en tal obra.
De
ese modo Juan de San Matías pasó a llamarse Juan de la Cruz, nombre con
el cual se haría mundialmente conocido, siendo el primer fraile en
recibir el hábito de la Reforma carmelitana y el gran apoyo de Santa
Teresa para la consolidación de esa empresa.
Cuando
la gran fundadora fue enviada a su antiguo convento de la Encarnación
como priora, quiso ser auxiliada por fray Juan de la Cruz como confesor
de las monjas.
Mérito y valor del espíritu de Cruz
Fue
allí que Juan se convirtió en la principal víctima de la verdadera
batalla que se desató entonces entre carmelitas calzados y descalzos
acerca de la reforma. Preso por los calzados en la prisión del convento
de Toledo, en una celda fría y sin ventanas, enteramente incomunicado,
ayunando a pan y agua, y siendo flagelado por ellos regular y cruelmente
varias veces por semana durante nueve meses, más tarde él podría
afirmar: “No os espantéis si yo muestro tanto amor por el
sufrimiento; Dios me dio una alta idea de su mérito y valor cuando yo
estaba en la prisión de Toledo”. 3
| ||||
En
contrapartida, en ese forzado aislamiento recibió insignes favores
divinos, componiendo allí algunos de sus más notables poemas.
Después
de una fuga dramática —en el curso de la cual tuvo que saltar el alto
muro del convento-prisión— se ocupará de la formación de novicios,
dirección de profesos, y atención espiritual de frailes y religiosas.
Pero siempre ejerciendo en el gobierno de la Orden puestos secundarios,
principalmente después de la muerte de la gran Santa Teresa, en 1582.
Los bolandistas resumen así sus virtudes: “La
simple vista de un crucifijo era suficiente para provocarle éxtasis de
amor y hacerle caer en lágrimas. La Pasión del Señor era el objeto
ordinario de sus meditaciones, y él recomienda fuertemente esa práctica
en sus escritos [...] Afirmaba ser la confianza en Dios el
patrimonio de los pobres, y sobre todo de los religiosos. El fuego del
amor divino hacía de tal manera arder su corazón, que sus palabras
inflamaban a aquellos que las oían [...] Su amor de Dios se manifestaba en ciertas ocasiones, por trazos de luz que brillaban en su rostro [...] Su
corazón era como un inmenso horno de amor que él no podía contener en
sí mismo y que brillaba hacia fuera por señales exteriores de las cuales
él no era señor. No se admiraba menos en él su amor por el prójimo,
sobre todo los pobres, los enfermos y los pecadores. [...] El
profundo sentimiento por la religión del que estaba penetrado le
inspiraba un respeto extremado por todo lo que pertenecía al culto
divino. Por el mismo motivo, él procuraba santificar todas sus acciones”. 4
Debido
a su corta estatura (no llegaba a 1,60 m.) y a sus breves pero siempre
juiciosas palabras, Santa Teresa lo llamaba afectuosamente “mi Senequita”, pues le hacía recordar aquel filósofo de la Antigüedad, coterráneo suyo. A él se refería también como “el santico de fray Juan”, cuyos “huesecillos harán milagros” por ser él “celestial y divino”, y añade: “no encontré otro en toda Castilla como él, ni que tanto enfervorice en el camino del Cielo”. 5
Para morir, se coloca en las manos de uno de sus peores enemigos
En
el capítulo de los Descalzos de 1591, y pese a haber sido el primer
padre de la reforma teresiana, fray Juan se vio privado de todos los
cargos que tenía en la Orden, y reducido a vivir como un religioso más.
Uno de los recientemente electos prometió incluso perseguirlo hasta
verlo expulsado de la Orden. “Fray Juan está experimentando en estos momentos una verdadera y obstinada persecución. El padre Diego Evangelista [su peor opositor] no está aún satisfecho viendo al padre Juan de la Cruz sin oficio alguno. Busca avaramente su humillación”. 6 Y, para ello, comenzó una campaña de calumnias contra el santo.
Fray
Juan pidió permiso para retirarse a un convento aislado, cerca de
Sierra Morena, donde era tratado con consideración y respeto. Por eso,
cuando surgieron los síntomas de su última enfermedad y el superior le
pidió que eligiese un convento con más recursos para tratarse, escogió
el de Úbeda, dirigido por uno de sus más acerbos enemigos, para poder
sufrir hasta el fin.
Éste, a pesar de ver que el santo empeoraba, lo colocó en una celda aislada, prohibiéndole toda visita.
|
Le
surgieron tumores en una pierna, que fueron intoxicando todo el cuerpo.
El cirujano tuvo
que hacer en frío una incisión de arriba a abajo en la pierna, para extraer la materia purulenta. Cada curación le arrancaba pedazos de carne con la materia infectada. Empero el enfermo, meditando los padecimientos de Nuestro Señor en la Pasión, sufría todo como si se tratase del cuerpo de otro. El médico, admirado de tanta santidad, guardaba las gasas llenas de sangre y pus, pero que prodigiosamente desprendían un suave perfume, para aplicarlas en otros enfermos, y de esa manera obtuvo varias curaciones milagrosas.
que hacer en frío una incisión de arriba a abajo en la pierna, para extraer la materia purulenta. Cada curación le arrancaba pedazos de carne con la materia infectada. Empero el enfermo, meditando los padecimientos de Nuestro Señor en la Pasión, sufría todo como si se tratase del cuerpo de otro. El médico, admirado de tanta santidad, guardaba las gasas llenas de sangre y pus, pero que prodigiosamente desprendían un suave perfume, para aplicarlas en otros enfermos, y de esa manera obtuvo varias curaciones milagrosas.
El
prior, mientras tanto, se mostraba inflexible, no dando al enfermo ni
lo necesario. Fue necesario que los religiosos mendigasen en las calles
alimentos y remedios para fray Juan. Al llegar el Provincial, reprendió
al prior por su dureza de corazón, y éste reconoció su falta, cambiando
el tratamiento. Pero el santo ya estaba en el fin, habiendo bebido todo
cuanto podía del cáliz del sufrimiento. Entró en agonía el 13 de
diciembre, falleciendo poco después de medianoche.
El
Papa Clemente X lo beatificó en 1675, Benedicto XII lo canonizó el 27
de diciembre de 1726, y Pío XI lo declaró Doctor de la Iglesia
Universal.
Notas.-
1. Fray Crisógono de Jesús, Vida de San Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid, 1982, 11ª edición.
2. Idem, ib., p. 71, nota 19.
3. Les Petites Bollandistes, dáprès le Père Giry, par Mgr. Paul Guérin, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 580.
4. Op. cit., t. XIII, p. 581.
5. P. José Leite S.J., Santos de cada día, Edit. A.O., Braga, p. 441.
6. Fray Crisógono de Jesús, op. cit., p. 371.
2. Idem, ib., p. 71, nota 19.
3. Les Petites Bollandistes, dáprès le Père Giry, par Mgr. Paul Guérin, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 580.
4. Op. cit., t. XIII, p. 581.
5. P. José Leite S.J., Santos de cada día, Edit. A.O., Braga, p. 441.
6. Fray Crisógono de Jesús, op. cit., p. 371.
Fuente: http://www.fatima.pe/articulo-595-san-juan-de-la-cruz
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