También hoy 13 de Diciembre
SANTA OTILIA, VIRGEN Y ABADESA
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Santas Lucía y Otilia: patronas de la vista |
Otilia es la quinta de las Vírgenes prudentes que nos
han de conducir, al fulgor de sus lámparas, hasta la cuna del Cordero, su
Esposo. No dió ésta por El su sangre como Bibiana, Bárbara, Eulalia y Lucia;
únicamente le ofreció sus lágrimas y su amor; pero la blancura de azucena de su
corona forma muy agradable combinación con la púrpura de rosas que ciñe la
frente de sus compañeras. Su nombre es venerado en el Este de Francia: al otro
lado del Rhin su memoria es todavía popular y querida; los doce siglos que han
pasado sobre su glorioso sepulcro no han podido entibiar la tierna veneración
que la profesan, ni disminuir el número de peregrinos que todos los años acuden
en tropel a la cumbre de la sagrada montaña donde reposa su cuerpo. La sangre
de esta ilustre virgen es la misma de los Capetos y de la familia imperial de
los Habsburgos; tantos son los reyes y emperadores que descienden del valiente
duque de Alsacia Adalrico, o Euticón, padre de la dulce Otilia.
Vino al mundo el año 660, privada de la luz de sus
ojos. Al nacer rechazó el padre a aquella niña, que parecía abandonada por la
naturaleza para que resaltara más en ella el poder de la divina gracia. Un
claustro fué el refugio que acogió a la pequeña desterrada, quien había sido arrancada
a los brazos de su madre; y Dios, que quería probar en ella la virtud del
sacramento de la regeneración, permitió que la fuera diferido el bautismo hasta
la edad de trece años. Llegó por fin el momento en que debía Otilia recibir el
sello de los hijos de Dios. Y ¡oh prodigioso! al salir de la fuente bautismal,
la joven alcanzó repentinamente la vista; semejante don no era más que una
débil imagen de la luz de la fe que en aquel momento se había encendido en su
alma. Este milagro devolvió a Otilia a su padre y al mundo; tuvo entonces que
sostener mil combates en defensa de su virginidad, que había consagrado al
celestial Esposo. Las gracias de su persona y el poderío de su padre la
atrajeron los más ilustres pretendientes. Pero ella triunfó; y el mismo
Adalrico construyó sobre las rocas de Hohenburg el monasterio en que Otilia
había de servir al Señor, presidiendo un numeroso enjambre de sagradas
vírgenes, y sirviendo de consuelo a todas las humanas miserias.
Después de una larga vida, enteramente dedicada a la
oración, a la penitencia y a las obras de misericordia, llegó por fin para la
virgen el momento de recoger la palma. Era el 13 de diciembre del año 720,
fiesta de Santa Lucía. Las hermanas de Hohenburg se aglomeraban en torno a su
Santa Abadesa, ansiosas de recoger sus últimas palabras. Un éxtasis le había
privado del sentido de lo terreno. Temerosas de que se fuese al celestial
Esposo sin haber recibido el Santo Viático, que debe conducirnos a la posesión de
nuestro último fin, sus hijas se creyeron en la obligación de despertar a su
madre de aquel místico sueño que parecía hacerla insensible a los deberes de
aquel momento. Volvió en sí Otilia, diciéndolas con ternura: "Queridas madres
y hermanas, ¿por qué me habéis molestado? ¿por qué imponer a mi alma nuevamente
la carga del cuerpo que ya había abandonado? Por gracia de Dios, me hallaba en
compañía de la virgen Lucía, y eran tan grandes las delicias de que gozaba que
ni la lengua sabría referirlas, ni el oído oírlas, ni el ojo humano
contemplarlas".
Apresurarónse a dar a la compañera de Lucía el pan de
vida y el cáliz sagrado. Una vez recibidos, volóse con su celestial hermana, y
el trece de diciembre unió para siempre la memoria de la Abadesa de Hohenburg a
la de la Mártir de Siracusa.
¡Oh
Otilia! admirables fueron en ti los caminos del Señor, pues se dignó mostrar en
tu persona todos los tesoros de su gracia. Al privarte de la vista corporal,
que más tarde había de devolverte, acostumbró a los ojos de tu alma a no mirar
mas que las bellezas divinas, de suerte que cuando la luz sensible volvió a
ellos, ya habías escogido la mejor parte. La dureza del padre te privó de las
inocentes dulzuras de la familia; pero estabas llamada a ser madre espiritual de
muchas nobles hijas, que como tú, supieron despreciar el mundo y sus grandezas.
Tu vida fué humilde, porque supiste comprender las humillaciones de tu
celestial Esposo; tu amor a los pobres y enfermos te hizo semejante a nuestro
divino Salvador que vino a tomar sobre sí todas nuestras miserias. ¿No le
imitaste en los rasgos con que nos va a mostrar su persona, cuando con tierna
compasión acogiste a un pobre leproso rechazado por todos? Estrechástele entre
tus brazos, con valor de madre y llevaste el alimento a su boca desfigurada;
¿no viene a hacer eso mismo con nosotros nuestro Emmanuel, descendido del cielo
para curar nuestras llagas con fraternales abrazos, y para darnos el alimento
divino que en Belén nos prepara? Sintió el leproso que mientras recibía las caricias
de tu caridad, le desaparecía de repente aquella espantosa enfermedad que le
alejaba de los hombres. En lugar de aquella horrible fetidez que exhalaban sus
carnes, se desprendía ahora un suavísimo aroma de sus miembros renovados: ¿no
es también eso mismo lo que Jesús va a realizar en nosotros? También a nosotros
nos cubría la lepra del pecado; su divina gracia la hace desaparecer, y el
hombre regenerado esparce alrededor de sí el buen olor de Cristo. Oh Otilia, en
medio de las alegrías que compartes con Lucía, no te olvides de nosotros. Ya conocemos
tu compasivo corazón. No hemos echado en olvido el poder de tus lágrimas que sacaron
a tu padre del purgatorio, abriendo las puertas de la patria celestial al que
te desterró un día de tu familia terrena. Ahora no puedes ya derramar lágrimas;
tus ojos, abiertos a la luz del cielo contemplan al Esposo en su gloria, y ejerces
un poderoso influjo sobre su corazón.
Acuérdate
que también nosotros somos pobres y enfermos, y cura nuestras enfermedades. El
Emmanuel que va a venir, se presenta a nosotros como médico de las almas. Nos
asegura que "no viene para los sanos, sino para los enfermos".
Suplícale, pues, que nos libre de la lepra del pecado, y que nos haga
semejantes a él. No olvides tampoco a Francia, y ampárala, tú que llevaste en
tus venas la misma sangre que muchos de sus reyes y emperadores; ayúdala a
recuperar su antigua fe y su prístina grandeza. Cuida de los últimos
restos del Sacro Imperio Romano; los miembros de este gran cuerpo han sido disgregados
por la herejía; pero, sin duda volverán a la vida, si se digna el Señor, movido
por tus oraciones, devolver a Alemania a la unidad de la fe, y a la obediencia
de su Santa Iglesia. Ruega para que todo esto se realice en honor de tu
Esposo, y para que las naciones hartas ya del error y de las disensiones, se
unan unas con otras para proclamar el reino de Dios sobre la tierra.
Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero
Guéranguer
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