Nuestra Señora del Milagro
Madonna del Miracolo
El «Acordaos» y la Madonna del Miracolo
El día 20 de enero de 1842, el joven y elegante judío
—de raza y de religión— Alfonso Tobías Ratisbona fue prácticamente arrastrado
por su amigo el barón de Bussières hacia el interior de la iglesia de Sant’
Andrea delle Fratte en Roma. El Barón se dirigía al templo para tratar
de las exequias del conde Augusto de la Ferronnays, ex embajador de Francia en
Roma, fallecido dos días antes.
El diplomático había conocido a Ratisbona justo el día
anterior a su fallecimiento, y se había dispuesto a rezar para que el joven
judío abrazase el cristianismo. Al día siguiente, durante la Misa a la que
asistió en la pequeña iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, rezó más
de cien Memorares [Acordaos] por esa intención. Aquella noche
falleció repentinamente, y hay quien supone que el veterano embajador haya
ofrecido su vida para obtener tal gracia.
Una conversión histórica
La Medalla Milagrosa que Ratisbonne llevaba
cuando la Virgen se le apareció
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Ya en la iglesia, el barón de Bussières entra en la
sacristía para tratar del asunto que ahí lo había llevado. Cuando vuelve, no
encuentra al judío en el lugar donde lo había dejado. La nave central estaba
obstruida por las grandes piezas de madera del catafalco que estaba siendo
montado para las exequias del Conde, que se deberían realizar al día siguiente.
Con esfuerzo descubre al joven judío de rodillas, en llanto, frente al altar
lateral izquierdo.
La Santísima Virgen se le había aparecido
En el momento en que Bussières lo dejó para ir a la
sacristía, Ratisbona comenzó a deambular desinteresado por el corredor lateral
hasta el altar derecho de la iglesia. De repente, todo el edificio sagrado
desaparece de sus ojos. La capilla simétrica, del lado izquierdo, se ilumina
con una albura resplandeciente. Al centro él ve, de pie, una Mujer admirable,
grande, brillante, llena de majestad y de dulzura, semejante a la Virgen de la
Medalla que llevaba al cuello. Una fuerza irresistible lo atrae hacia Ella.
Ningún recuerdo le queda de aquel trayecto imposible recorrido en un instante.
Está ante una presencia inefable. Ella se mueve, se inclina, le hace con la
mano una señal para que se arrodille, y con otra señal le expresa claramente:
“¡No te resistas!”. Él se prosterna delante de Ella en la completa obediencia
de su ser totalmente conmovido. La mano parece decirle: “Así está bien”.
Con el espíritu subyugado por el respeto, toca con la
frente el suelo. Pero temeroso de perder esta belleza celestial, levanta la
cabeza para admirarla una vez más. Sin embargo, el fulgor es tan grande, y la
veneración que siente tan pungente, tan pavoroso es el sentimiento del pecado
en que vivió hasta ahora, que, aplastado, no osa más levantar los ojos hacia
esta pureza. Apenas se permite contemplar aquellas manos benditas, donde lee
claramente la expresión de perdón y de misericordia. La enormidad del pecado
(del que adquiere súbitamente conciencia), le inspira vergüenza y horror
indescriptibles. Sus lágrimas corren. En un solo instante, sin preparación, sin
catecismo, sin discusiones, sin argucias, por una clara visión milagrosa, acaba
de conocer la magnificencia de la Iglesia Católica.
“Ella no dijo nada, pero yo comprendí
todo”, observa Ratisbona.
El brillo se extingue, Nuestra Señora desaparece, la
capilla lateral retoma su aspecto semi-oscuro. Al fondo se nota un cuadro
ennegrecido representando al Ángel que apareció al joven israelita del cual
Ratisbona lleva su nombre: Tobías.
* * *
La conversión de Alfonso Tobías Ratisbona tuvo una
repercusión mundial. En Roma, en París, en Alsacia donde vive su familia, en
toda Alemania, donde se extienden sus relaciones, no se habla sino de este
golpe fulminante de la gracia que trajo al seno de la Iglesia a un judío tan
poco dispuesto a volverse católico, que había cortado su relación con un
hermano convertido al catolicismo.
En toda la aristocracia se hace esta pregunta: “¿Qué
ocurrió precisamente?” Los mejor informados responden: —“Fue la medalla”.
—“¿Qué medalla?” —“La Medalla Milagrosa, que tanto rumor causa desde hace diez
años, y que un amigo lo había forzado a llevar al cuello”.
El milagro más fulgurante de la Medalla Milagrosa
acababa de ocurrir. La Madonna del Miracolo —como la llaman
los italianos— había convertido al futuro Padre Alfonso Ratisbona, hermano del
Padre Teodoro Ratisbona, fundador de la Congregación de Nuestra Señora de Sión,
consagrada especialmente a la conversión de los judíos.
La vidente desconocida
En 1842, cuando alguien quería saber el origen de la Medalla Milagrosa, la respuesta que obtenía era que la Santísima Virgen la había revelado a una joven religiosa del noviciado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, de la Rue du Bac en París. Nadie, sin embargo, a no ser su confesor, sabía quién era la religiosa. El arzobispo de la capital francesa, Mons. De Quélen, decidido patrocinador de la medalla desde el primer momento, no llegó a conocer a la vidente. El mismo Papa Gregorio XVI, habiendo manifestado tal deseo, no se vio atendido. El confesor de la religiosa se juzgaba vinculado por el secreto de confesión, y en consecuencia impedido en conciencia de revelar su nombre. Con qué meticulosidad el Padre Aladel procuró mantener apartada de las miradas humanas a esta alma privilegiada de la Madre de Dios.
Sin embargo, seis meses antes de su muerte, la
religiosa, impedida de ver a su confesor (que ya por entonces no era más el
Padre Aladel), recibió de la voz interior que la dirigía, la autorización —y
sin duda la orden— de franquearse con su superiora. Pero fue sólo después de su
muerte, ocurrida el día 31 de diciembre de 1876, a los 70 años, que las
religiosas de la Congregación supieron que la hermana Catalina Labouré, aquella
monja ejemplarmente discreta y recogida con quien habían convivido durante más
de cuarenta años, era la feliz vidente a quien la Virgen escogió para propagar
la mundialmente famosa medalla.
Antonio A. Borelli
Fuente: http://www.fatima.org.pe/articulo-312-el-acordaos-y-la-madonna-del-miracolo
MEMORARE
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir
acudido a vuestra protección,
implorando vuestro auxilio,
haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos acudo,
oh Madre, Virgen de las vírgenes ,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados,
me atrevo a comparecer ante Vos.
Oh madre de Dios, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente.
Amén
Amén