Nuestra Señora de los Dolores
Los siete dolores de la Virgen, que comúnmente considera la devoción, y
representa en las imágenes de nuestra Señora de los Dolores con siete agudas
espadas que atraviesan su corazón, son los que se siguen: El primer dolor fué
el que padeció María Santísima, cuando llevando á su Hijo á presentar al templo
de Jerusalén, el santo viejo Simeón, con espíritu profético, le dijo: «que
aquel niño estaba puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y por
señal, á quien se había de contradecir; y que su misma alma había de ser
atravesada con una espada»: aludiendo á lo mucho que había de padecer en la
pasión y muerte de su Hijo. El segundo dolor, cuando mandó el ángel á san José
que huyese con la madre y con el niño á Egipto; porque Herodes había de buscar
al niño para quitarle la vida; y vio María cuan mal recibido era su Hijo, e
Hijo de Dios, de los hombres: pues apenas había entrado en el mundo, para
traerle la vida; cuando el mundo le buscaba para darle la muerte.
El tercer dolor, cuando subiendo María y José con Jesús, niño de doce años,
al templo de Jerusalén, le perdieron por tres días, sin saber dónde estaba,
quedando la Madre sin consuelo porque le fallaba el Hijo, que era toda su
alegría; y siendo combatida de diversos cuidados de dónde estaría, qué haría y
padecería el niño tierno fuera de su casa, patria y parientes. El cuarto
dolor, cuando llegándose la pasión de su Hijo, le encontró en las calles de
Jerusalén que llevaba sobre sus hombros la cruz en que había de ser
crucificado. El quinto, cuando le vio crucificar. El sexto, cuando se le
bajaron de la cruz los dos piadosos varones José y Nicodemus, y le tuvo en sus
brazos, contemplando cual le habían puesto sus enemigos y nuestros pecados. El
séptimo, cuando le quitaron de los brazos á su Hijo para sepultarle, y quedó en
una total y tristísima soledad, ocupando los ojos solamente en llorar; pues no
tenían ya en la tierra qué ver.
Pero entre tantos dolores, y penas, estaba María Santísima, como una
firme columna, combatida de diversos vientos, ó como una fuerte roca en un mar
de amarguras, asaltada de diversas olas de tribulaciones, sin que pudiesen
todas, no solo derribar, pero ni aun descantillar su constancia, y fortaleza
invencible: lo cual declara san Juan, diciendo: Stabat iuxtà crucem
Jesus Mater ejus: Estaba en pié junto á la cruz de Jesús su Madre;
mostrando en la postura del cuerpo la inflexibilidad de su espíritu, y que era,
como una generosa palma, que se levanta más con el mayor peso, que cargan sobre
ella; y así no se ha de entender, que la Virgen padeció en la pasión, y muerte
de su Hijo desmayo, ni enajenación de sentido, ni hizo otra demostración, de
las que suelen hacer las otras mujeres en la muerte de sus hijos; porque todo
esto repugna á la gran fortaleza, y grandeza de María Santísima, como lo
pondera san Anselmo por estas palabras: «Estaba María en la fé de su Hijo
constantísima: porque habiendo huido los discípulos, y ausentándose los
conocidos: ella sola, para gloria de todo el género de la mujeres, estaba firme
en la fé de Jesús, entre tantas tormentas, y torbellinos: y así con gran
hermosura se dice, que estaba en pié, como convenía a la pureza virginal.
No se mesaba en tanta hermosura, no maldecía, no murmuraba, no pedía á
Dios venganza de los enemigos; sino estaba en pié, como virgen honesta, bien
disciplinaba, y pacientísima, aunque llena de lágrimas, y rodeada de dolores». No
huía María de la cruz, en que estaba su Hijo clavado; antes se acercaba á ella,
aunque veía, cuántos dolores le ocasionaba su cercanía, deseando padecer más, y
morir, por quien tanto padecía por ella. Siendo su dolor inmenso, era mayor su
conformidad con la voluntad de Dios; y así no pedía, que se acabasen sus penas,
ni que cesase la causa de ellas, que era la pasión del Hijo; mas decía con él
animosamente: «No se haga, Señor, mi voluntad, sino la vuestra»: y
ofreció á su Hijo benignísimo para ser sacrificado en la cruz con mayor fé, que
Abraham ofreció á su hijo Isaac para ser sacrificado sobre la leña, y con mayor
constancia, que la madre de los Macabeos en la ley antigua, y santa Felicitas
en la ley de gracia, ofrecieron siete hijos al martirio. Pero María Santísima
ofrecía su Hijo á la muerte, no solo por el amor de Dios, cuya voluntad conocía
ser, que su Hijo padeciese; mas también por el amor de los hombres, que sabía,
habían de ser redimidos con la pasión, y sangre de su Hijo; y de esta manera
mereció el título de «Reparadora de los hombres», que le da san Anselmo;
ó el de «Autora de la salud de los hombres», con que la llama san
Gerónimo; ó el de «Salvadora del mundo», con que la nombra el Cartujano:
nó porque necesite Cristo de quien le ayude á redimir, y salvarlos hombres,
cuando él es suficiente, y superabundante, y único Redentor nuestro; sino
porque quiso Dios con sapientísima providencia, que fuese la reparación del
mundo, como había sido la creación del hombre: y así como tuvo Adán la compañía
de Eva, así en la reformación de ese mismo hombre tuviese Cristo la compañía de
María: con esta diferencia, que Eva fué formada de la costilla de Adán, para
ser madre de los vivientes; y Cristo fué formado de la carne de María, para ser
Redentor de los mortales: y como Adán perdió al mundo junto al árbol vedado,
cuya fruta comieron él y Eva; así Cristo ganó al mundo en el árbol de la cruz,
cuyos dolores participaron Él y María: y como la transgresión de Eva no fué la
causa de la redención del mundo; pero cooperó á ella de alguna manera; porque
fuera de haber dado á Cristo el cuerpo en que padeció, y la sangre, que derramó
por nosotros, con los dolores de su compasión mereció, como dice Dionisio
Cartujano, que por sus ruegos, y merecimientos, se logre en los hombres la
virtud, y mérito de la pasión de su Hijo.
Al pié de la cruz fué hecha María Santísima nuestra madre, para que
solicitase nuestra salud, como de hijos suyos: al pié de la cruz nos parió con
los dolores que padecía por la muerte de su Hijo, como dice el eruditísimo
padre Alonso Salmerón, y todos fuimos dados á María por hijos de Juan: de
manera, que cuando la dijo Cristo, señalando á Juan: Mulier, ecce
Filius tuus: Mujer, ese es tu hijo; no se ha de entender, que dio á María
solamente por hijo á Juan, su amado discípulo; mas también á todos los
discípulos que ya tenía, y había de tener hasta el fin del mundo: porque todos
los discípulos que tenía ya, y había de tener hasta el fin del mundo, todos son
hijos de María; y por eso se llama María «Madre de los creyentes». Y para que
Juan tomase la posesión de hijo en nombre de todos, le dijo Cristo: Ecce
Mater tua: Esta es tu Madre: María es tu Madre: á ella has de acudir como á
Madre, con la confianza de hijo. Y es muy de notar, que Cristo la llama en esta
ocasión «Mujer», y nó «Madre»: nó «Madre suya», sino «Madre nuestra»; porque
nos mire como á hijos, viendo, que su Hijo en aquella última hora le conmutó el
título de Madre suya en el de Madre nuestra. Los dolores que no padeció en
el parto de su Hijo natural Jesucristo, los padeció al pié de la cruz en el
parto de sus hijos espirituales; porque suelen las madres amar mucho á los
hijos, que les costaron más dolores: y quiso Cristo, que costase muchos dolores
á su Madre el ser Madre nuestra, para que ya que faltaban méritos en nosotros
para merecer su amor, hubiese dolores en ella, que despertasen su cariño. Esta
es la mejor ocasión de tomar á María por Madre, cuando la muerte le ha quitado
el Hijo, y el Hijo le ha negado el nombre de Madre; porque ahora nos admitirá
de buena gana María por hijos, cuando carece de su Hijo, y ahora nos podernos
atrever á llamarla Madre, cuando su Hijo la llama Mujer. ¿Quién se atrevería á
llamar Madre á María, si Cristo no la llamara Mujer, para que nosotros la
llamemos Madre? O ¿cómo admitiera otros hijos la Madre de Dios, si llamándola
su Hijo Mujer, no mostrara, que gustaba de que tenga por hijos á los hombres?
Juan, luego que Cristo le dio por Madre á María, la miró como á tal, para
servirla y acompañarla en su soledad: imitemos nosotros á Juan, y tomémosla por
Madre, para acompañarla en sus penas, y servirla como verdaderos hijos,
considerando, lo que nos pide el título de hijos de María, que es ser muy
semejantes á nuestra Madre en todas las virtudes, y especialmente en la pureza
y castidad: porque ¿cómo han de llamarse hijos de una Virgen, los que
fueren deshonestos? ¿Cómo han de llamarse hijos de la que no tuvo culpa, los
que estuvieren llenos de pecados? ¿Cómo han de llamarse hijos de la Madre de
Dios, los que fueren enemigos del mismo Dios?
Particularmente hemos de acompañar á la Virgen en sus penas, con la consideración y meditación de ellas, ponderando lo mucho que padeció en la pasión de su Hijo, agradeciéndola, que quisiese padecer tanto por nuestro amor, y porque nosotros fuésemos redimidos; y compadeciéndonos de sus dolores: que son los fines porque se ha instituido esta fiesta.
Particularmente hemos de acompañar á la Virgen en sus penas, con la consideración y meditación de ellas, ponderando lo mucho que padeció en la pasión de su Hijo, agradeciéndola, que quisiese padecer tanto por nuestro amor, y porque nosotros fuésemos redimidos; y compadeciéndonos de sus dolores: que son los fines porque se ha instituido esta fiesta.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del
año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que
comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset,
Butler, Godescard, etc.
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