SAN
NICOLÁS PICK Y COMPAÑEROS, MÁRTIRES DE GORCUM
Once franciscanos del convento de la pequeña ciudad holandesa de Gorcum, junto con otros ocho sacerdotes y religiosos, fueron martirizados por los calvinistas en Brielle por negarse a apostatar de la fe y, en especial, a retirar su obediencia al Papa en 1572.
La
primera página de la historia de la nacionalidad holandesa está manchada de
sangre. Hoy quisieran borrarla todos los holandeses, aun los protestantes más
reaccionarios. Fueron jornadas inexplicables en un pueblo que pasa como
prototipo de cordura y de sentido de tolerancia.
Para comprender lo que entonces sucedió precisa trasladarse al clima político y religioso, también social, de los Países Bajos de la segunda mitad del siglo XVI, ricos y superpoblados, invadidos por los predicantes calvinistas y alzados en guerra sin cuartel contra el dominio español.
Para comprender lo que entonces sucedió precisa trasladarse al clima político y religioso, también social, de los Países Bajos de la segunda mitad del siglo XVI, ricos y superpoblados, invadidos por los predicantes calvinistas y alzados en guerra sin cuartel contra el dominio español.
El año 1566, con la aparición en escena del partido de los gueux o «mendigos», señala el comienzo de una serie de devastaciones iconoclastas en todo el Flandes español, no sin connivencia de la nobleza. Felipe II envía al duque de Alba. La sola presencia del gran estratega, alma recta y mano dura, impone el orden y el silencio. Silencio rencoroso, precursor de las grandes catástrofes. Guillermo de Nassau saca partido de la situación para levantar la bandera de la independencia. El de Alba le derrota en todos los frentes. Pero allí queda la pesadilla de los «mendigos del mar», guarecidos en las islas que ciñen la costa. Gente desgarrada, rebotada de todos los países, sin otro vínculo que el odio a los papistas y la sed del pillaje. Desde 1571 los manda el conde de la Marck, que ha jurado no raparse la barba ni cortarse las uñas hasta el día en que haya vengado, en los sacerdotes y religiosos, la muerte de los condes de Egmont y de Hornes, ajusticiados por los españoles. Un golpe audaz le ha puesto en posesión de la importante plaza fuerte de Brielle, en la desembocadura del Mosa. Iglesias y conventos son saqueados, quemadas las imágenes, asesinados con crueldad refinada los eclesiásticos que no logran ponerse a salvo.
El grupo más importante
de los refugiados estaba formado por trece franciscanos de la Observancia, que
componían, con algunos más, la comunidad existente en la ciudad. Gobernábala
como guardián un religioso de dotes excepcionales, el padre Nicolás Pieck,
joven de treinta y ocho años, en cuyo semblante se espejaban a la par la
penetración de la mente y la limpidez serena del espíritu. Era su vicario el
padre Jerónimo de Weert, de trato agradable y ejemplar en la guarda de sus
obligaciones religiosas. Venían después los padres Nicasio de Heeze, eximio
director de almas; Teodoro van der Eem, anciano de setenta años que desempeñaba
la capellanía del monasterio de religiosas de la Tercera Orden; Willehald de
Dinamarca, venerable y austero nonagenario, expulsado de su patria por la
persecución protestante; Godofredo de Melveren, asiduo apóstol del
confesonario; Antonio de Weer, Antonio de Hoornaert, el recién ordenado
Francisco van Rooy, y un padre Guillermo, que constituía la nota discordante
del cuadro, pues tenía contristada a la comunidad con su conducta poco
regulada. Completaban la comunidad los hermanos legos fray Pedro de Assche,
fray Cornelio de Wyk-by-Duurnstende y el novicio de dieciocho años fray
Enrique.
Había también un religioso agustino, el padre Juan de Oosterwyk,
capellán del segundo monasterio de religiosas de Gorkum. Las dos comunidades
femeninas habían sido puestas a salvo con anterioridad.
Asimismo habían dejado la ciudad a tiempo los canónigos del Cabildo, a
excepción del doctor Pontus van Huyter, administrador de los bienes
capitulares. Se hallaba con los demás en el castillo.
En la noche del 27 de junio la guarnición tuvo que capitular. Brant juró
respetar la vida y la libertad de todos los defensores y refugiados. Pero
¿podía confiarse en la palabra de aquella gente? Como primera precaución todos
se confesaron y se aprestaron con el Pan de los fuertes para la inmolación.
Las escenas que siguieron vinieron a confirmar
plenamente los presentimientos. Primero el saqueo general. Después el
despojo de los detenidos uno a uno. Los gueux querían dinero, y como los
franciscanos, fieles cumplidores de su regla, no lo llevaban, fueron
maltratados sin piedad. El hallazgo de los cálices y demás vasos sagrados,
ocultados en la torre, dio pie para una orgía sacrílega. Durante ocho días
tuvieron que soportar cuantas burlas y crueldades es capaz de inventar una
soldadesca ebria: parodias litúrgicas, simulacros de ejecución, torturas
inauditas. Al padre Pieck le suspendieron con su propio cordón; éste se rompió,
y el guardián cayó al suelo sin sentido. Los verdugos, para comprobar si había
muerto, aplicáronle una llama a los oídos, a la nariz y en el interior de la
boca.
Para curarle fue preciso llamar un cirujano, que resultó ser su propio cuñado, ardid de que se sirvieron los familiares para ver de libertarlo, como ya se había conseguido con otros dos sacerdotes. El padre Pieck, en efecto, era natural de Gorkum, donde tenía parientes y amigos de influencia. Merced a ellos tuvo desde el primer momento la libertad en su mano. Su respuesta, sin embargo, lo mismo ante el cirujano que ante sus dos hermanos, ladeados ya hacia la herejía y empeñados hasta el trance final en doblegarle con ruegos, persuasiones y amenazas, fue invariablemente la del superior fiel a su puesto: -No aceptaré la libertad si no es juntamente con mis religiosos.
El 7 de julio eran conducidos a Brielle. Los reclamaba el conde de la Marck desde su cuartel general. Y el emisario de confianza fue el canónigo apóstata Juan de Omal, auténtica estampa de renegado. Las befas y malos tratos se multiplicaron durante el trayecto y a la llegada al puerto de Brielle. Medio desnudos y atados de dos en dos fueron conducidos a la ciudad, entre los insultos soeces del populacho, y obligados a parodiar una procesión. El canto escogido por los confesores de la fe fue el Te Deum.
En la inmunda cárcel donde fueron hacinados hallaron a los párrocos Andrés Wouters y Andrés Bonders. Aquel mismo día se les unieron dos religiosos premonstratenses: Jacobo Lacops, que seis años antes había dado el escándalo de hacerse pastor protestante, pero lo había reparado con una vida ejemplar, y Adrián de Hilvarenbeek. Sumaban en total veintitrés los prisioneros.
Era demasiado hermoso. El conde de la Marck y su satélite Juan de Omal buscaban la apostasía. Y se iniciaron taimados interrogatorios, proposiciones, disputas sobre puntos de fe. Fue conmovedora la respuesta en que se cerró el lego fray Cornelio, ante las capciosas argumentaciones: -Yo creo todo lo que cree mi superior.
Hubo defecciones dolorosas. Pontus van Huyter y Andrés Bonders lograron la libertad claudicando. El guardián hubo de sufrir el ataque supremo de los suyos: ¡qué le costaba lograr que sus religiosos, sin negar ningún artículo de la fe, retiraran la obediencia al Papa, al menos fingidamente!
A la una de la mañana del día 9 fue la ejecución. Pieck subió el primero a la horca, sin dejar de animar a los demás. Ante el patíbulo hubo aún otras dos deserciones: la del padre Guillermo, tibio hasta el final, y la del novicio imberbe fray Enrique. Los demás afrontaron la muerte con serenidad, resistiendo hasta el final las insinuaciones de los ministros calvinistas.
Los diecinueve fueron canonizados por Pío IX el 29 de junio de 1867.
Los pormenores del martirio, con las noticias concernientes a cada uno de los santos, constan día a día por las fuentes más veraces que pudieran desearse. El escritor Pontus van Huyter lavó la mancha de su defección escribiendo más tarde el relato verificado de cuanto había presenciado. Hay otros relatos contemporáneos, basados en testigos oculares, entre éstos el mismo novicio fray Enrique, que hizo penitencia, ingresando de nuevo en la Orden. La obra fundamental es la de V. G. Estius (Van Est), Historia Martyrum Gorcomiensium (Douai 1603). El autor conoció personalmente a casi todos los mártires y se informó diligentemente. Modernamente ha hecho el estudio definitivo, en la colección «Les Saints», H. Meuffels, C.M., Les Martyrs de Gorcum (París 1908).
Lázaro Iriarte de Aspurz, O.F.M.Cap., Los Santos Mártires de Gorkum, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 82-85.
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De la historia del martirio de los santos Nicolás Pick, Willaldo y compañeros, escrita por un contemporáneo
Después que los prisioneros fueron sacados de la ciudad, se estuvo
buscando un lugar apto para el suplicio, hasta que llegaron al
monasterio de Rugg, conocido con el nombre de Santa Isabel. Había allí
un local amplio, semejante a un granero, que servía de depósito para
hierba seca, que allí se precisaba en abundancia. Había en este lugar
dos vigas, una larga y otra más corta, que parecieron a los soldados ser
a propósito para colgar de ellas a sus prisioneros.
Los condujeron
a aquel granero, mientras ellos, convencidos de que morirían por
defender su fe católica, mutuamente se confortaban en el espíritu y
oraban al Señor con fervor para que les ayudara en aquel trance
definitivo. Cada uno, según Dios le inspiraba, confortaba a los demás,
animándose con la esperanza de conquistar la retribución imperecedera y
con la posesión definitiva del reino de los cielos, exhortándose también
a soportar con valor cuantos suplicios les esperaban, sin perder el
ánimo y venciendo la muerte corporal. Después los despojaron de sus
vestidos y los dejaron totalmente desnudos.
El padre Guardián fue
escogido el primero para sufrir aquel horrendo suplicio. Abraza y besa a
cada uno, y con palabras graves les exhorta a que permanezcan fieles en
la fe católica; y que mueran con valentía por ella, manteniendo el
espíritu y amor de fraternidad que durante su vida les había unido en la
vida religiosa, permaneciendo fieles hasta la muerte en la misma fe y
en el mismo espíritu, sin perder en aquella hora final el amor que toda
su vida les había mantenido unidos; que tenían ya cercano el premio que
Dios les había prometido y por el que venían luchando toda su vida: la
corona eterna de la felicidad; que preparadas estaban estas coronas,
pendientes de posarse sobre sus cabezas; que por cobardía no las
despreciaran en aquel trance; finalmente, que siguieran su ejemplo con
valor ante el suplicio.
Diciendo estas palabras y otras parecidas,
con intrepidez sube las gradas del patíbulo; con rostro cargado de paz y
de cristiana alegría, avanza y no deja de pronunciar frases de aliento
hasta que su garganta queda atrapada por las cuerdas de la horca. Su
cuerpo pende en el aire. Y el vicario, padre Jerónimo, Ecio Nicasio y
los dos párrocos, Leonardo y Nicolás, se dedican a reafirmar a sus
compañeros, cumpliendo en aquel trance supremo su labor pastoral
definitiva.
Todos fueron colgados de la viga más larga, excepto
cuatro. Tres de éstos pendían en la viga más corta; entre el padre
Guardián y el hermano lego, fray Cornelio, se hallaba Godofredo Duneo;
el último en ser ahorcado fue Jaime, premonstratense, que pendía de una
escalera. Por lo demás, los soldados, con gran sarcasmo, no a todos les
colocaron las cuerdas en el cuello, sino que a unos se las pusieron en
la boca, a modo de mordaza; a otros, en la barbilla; incluso algunos
lazos eran flojos, para prolongar más el suplicio, como el del venerable
Nicasio, que, al clarear el nuevo día, aún no había expirado, por
habérsele prolongado la respiración. Aquellos esbirros emplearon en tan
horrendo crimen dos largas horas, a partir de la media noche.
Acta Sanctorum julii II, París 1867, pp. 798-801; cf. Liturgia de las Horas. Propio de la Familia |
fuente http://www.franciscanos.org/bac/nicolaspick.html
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