martes, 30 de julio de 2024

S A N T O R A L

SAN PEDRO CRISÓLOGO, ARZOBISPO Y CONFESOR

San Pedro, arzobispo de Ravena, llamado por su gran elocuencia Crisólogo, nació en Imola, ciudad principal de la provincia de Romania, en Italia. Fué diácono de Cornelio, obispo de lmola, el cual le llevó consigo, yendo á Roma, en compañía de algunos embajadores de la ciudad de Ravena, para suplicar al papa Sixto III de este nombre, que les diese obispo en lugar de Juan, ya difunto, y confirmase al que el clero y pueblo de Ravena habían elegido. Al tiempo que llegó esta embajada, había tenido el papa una revelación de San Pedro, apóstol, y de San Apolinar, su discípulo, obispo de Ravena, en que le mandaban que no confirmase por obispo al que venía nombrado de Ravena, sino á otro que traían consigo los embajadores, y venia en medio de ellos, y se le mostraron allí. Oyó el papa la petición de los de Ravena, y no quiso confirmar al que ellos traían nombrado, sino á Pedro, que venía con el obispo de Imola; porque cuando le vio, conoció que era el mismo que en aquella visión de San Pedro, y de San Apolinar le había sido mostrado, y en las costumbres y en la doctrina era varón tan eminente, que excedía á todos los demás. Mucho sintieron los embajadores de Ravena que el papa hubiese desechado al que ellos habían elegido; pero cuando entendieron del mismo santo pontífice lo que le había movido y la revelación que había tenido, abrazaron con gran voluntad á Pedro Crisólogo, como persona escogida de la mano de Dios, y dándosele por la de su vicario, y comenzaron á estimarle y reverenciarle como á varón de Dios. Con la misma alegría y aplauso fué recibido de toda la ciudad de Ravena, y especialmente del emperador Valentiniano, el III, y de Gala Placidia, su madre, que á la sazón estaban en Ravena. 
Y el santo prelado pidió á todos, que pues la carga de obispo era tan pesada, y casi intolerable, y Dios se la había impuesto sobre sus hombros contra su voluntad, que le ayudasen con obedecer á sus amonestaciones y consejos, y en guardar perfectamente los mandamientos y ley de Dios. 
Esto hecho, comenzó á edificar una obra insigne, que después sus sucesores la acabaron, para los sacerdotes de cierto templo, y consagró otro que la emperatriz Placidia había mandado labrar á honra de San Juan Bautista, y en este templo, junto al altar mayor, sepultó á San Barbaciano, varón perfecto y de santísima vida, por quien Dios en aquel mismo tiempo obró muchos milagros: y andando el tiempo, hizo otra iglesia y la dedicó á San Andrés, apóstol, y otros edificios para comodidad de la república.
Entre las otras excelencias que tuvo San Pedro, fué una la de su rara doctrina, acompañada con una singular elocuencia y elegancia, y copia de palabras propias y graves, de que Dios nuestro Señor le había adornado. Habíanse levantado en las partes de Oriente algunos herejes y hombres pestilentes, que sembraban la cizaña en la Iglesia, y perniciosos errores contra la verdad de la encarnación de Cristo nuestro Salvador, confundiendo las dos naturalezas divina y humana, y poniendo dos personas en Cristo. Para atajar este fuego, y arrancar de raíz tan mala semilla, mandó San León, papa, el Magno y I de este nombre, que había sucedido á Sixto III, juntar en Calcedonia el gran concilio de seiscientos y treinta obispos, en que fueron condenados Eutiques y Dióscero, y los otros monstruos y furias infernales, sus secuaces; y también mandó á San Pedro de Ravena, que escribiese al concilio todo lo que acerca de aquellas materias que se habían de tratar se le ofreciese; y él lo hizo con admirable y divina sabiduría y elocuencia.
Siendo San Pedro arzobispo, vino á Ravena San Germán, obispo antisiodorense para tratar con el emperador Valentiniano y con su madre algunos negocios graves y del servicio de Dios: tuvo con él nuestro Pedro estrecha amistad, porque ambos eran santos y amigos de Dios, y unidos con el mismo vinculo y caridad de Jesucristo. Mas estando allí San Germán, habiendo tenido revelación antes de su dichoso tránsito, dio su espíritu al Señor; y San Pedro compuso su sagrado cuerpo con extraordinario sentimiento, y dio orden que fuese llevado á Francia (como el mismo San Germán lo había mandado), y tomó la cogulla y el cilicio del santo, y le guardó y estimó, como un precioso y riquísimo tesoro, todos los días de su vida. Mas en lo que San Pedro principalmente se ocupaba, era en desarraigar los vicios de su pueblo y los malos usos que todavía quedaban de la gentilidad, especialmente el 1° día de enero y del año, solían hacer muchos juegos y fiestas delante de un ídolo; y San Pedro con sus sermones y continuas exhortaciones procuró que se desterrase de la ciudad aquel uso sacrílego y profano.
Habiendo, pues, sido diez años obispo de Ravena, y estando en Imola, su patria; entendiendo que Dios nuestro Señor le llamaba para sí, se fué al templo de San Casiano, mártir, y postrado delante de su sagrado cuerpo, ofreciólo muchos dones y le suplicó que le favoreciese en aquel trance, y presentase su alma delante del acatamiento del Señor: y habiendo exhortado á los de Ravena que le habían acompañado, que no se apartasen jamás de los mandamientos de Dios, y que eligiesen por sucesor suyo y pastor persona digna de tan alto grado, acabó el curso de su peregrinación, y falleció á los 2 de diciembre, por los años del Señor de 440. Fué sepultado en la misma iglesia, junto al altar de San Casiano, mártir: aunque la iglesia de Ravena tiene un brazo suyo ricamente adornado, y le reverencia con suma veneración. Dejó San Pedro entre otras obras muchas homilías y sermones muy elegantes y graves. 
Su vida escribió Gerónimo Rubio, historiador de las cosas de Ravena, y está en el VII tomo del padre Mosandro, añadido á seis tomos de Fr. Lorenzo Surio. Hacen mención de él el Martirologio romano á los 2 de diciembre (luego trasladado al 30 de julio), y Constancio en la vida de San Germán, obispo antisiodorense, y Pedro Damián en el sermón de San Barbaciano, y César Baronío en sus anotaciones.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc.




La Oración Dominical

Sermón 67 de San Pedro Crisólogo


       Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe; escuchad ahora la oración dominical. Cristo nos enseñó a rezar brevemente, porque desea concedernos enseguida lo que pedios. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?

       Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración al cielo y turbación a la tierra. Supera tanto las fuerzas humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.

       ¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo? ¿que se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad? ¿que asuma Él la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte? ¿que nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos? ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede. Mas como el tema de hoy no se refiere al que enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que debemos tratar.

      Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre desea ser amado y no temido.

      Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las virtudes divinas.

       Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2:24).

       Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que, reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios, perezca el demonio, desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida eterna.

       Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15:28).

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      El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos? Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice: no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn 6:41). Él es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y puesto en los altares para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.

 
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si tú, hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.
       Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación la vida del hombre (Job 7:1). Pidamos, pues, que no nos abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guie con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida con moderación celestial.

    Mas Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si no, no podremos gozar del bien.

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