La tristeza santa del Divino Crucificado
La tristeza santa del Divino Crucificado
Estando la liturgia católica conmemorando la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, publicamos en este número algunas
fotografías de un magnífico crucifijo barroco, que se veneró por muchos años en
la Sede del Consejo Nacional de la TFP, en São Paulo (Brasil), comentadas por
su recordado presidente. Tales ilustraciones se prestan admirablemente para la
piadosa meditación de los inenarrables sufrimientos de nuestro Redentor.
Plinio Corrêa de Oliveira
Lo que más impresiona en esta obra de
arte es el dolor y la tristeza del divino Crucificado. Contribuyeron para
causar ese dolor los malos tratos infligidos por los verdugos que, sin torpe
ayuda de carácter preternatural, no habrían sido capaces de llevar la crueldad
a tal punto.
El Hombre-Dios sufrió en su naturaleza
humana. Cualquier ser humano, sin un auxilio especial del Padre celestial y de
los ángeles, no sería capaz de soportar tal sufrimiento. Y conviene acentuar
que la tristeza del Redentor se debe más a los pecados de la humanidad,
redimidos por su Pasión y Muerte, que a los tormentos físicos soportados por
Él.
En épocas anteriores, como también en
nuestro días, impresiona sobre todo a las almas fieles considerar a Jesucristo
padeciendo en la Cruz. A pesar de haber ocurrido muchos otros hechos venerables
y conmovedores durante la Pasión —por ejemplo, la Flagelación y la Coronación
de espinas— lo que atrae sobremanera la piedad de los auténticos católicos es
considerar al divino Salvador en el auge de su sufrimiento, clavado en la Cruz.
Esta disposición de
alma se opone diametralmente a la alegría mundana dominada en nuestros días, de
modo especial, por la atmósfera creada por los medios de comunicación social y
por el cine: alegría artificial, agitada, que llega hasta el desvarío, sedienta
de pecado o ya encharcada en él.
Hay quien diga que el
católico debe ostentar siempre una fisonomía jovial y desbordante de
contentamiento, invocando para fundamentar tal posición el pensamiento de San
Francisco de Sales: “Un santo triste es un triste santo”.
Con todo, es
necesario saber discernir entre la tristeza saludable y la malsana. Aquel mismo
santo lo deja claro en su obra Pensamientos consoladores, al invocar la
enseñanza de Santo Tomás de Aquino: “La tristeza puede ser buena o mala,
conforme los efectos que produce en nosotros”.
Así, lo propio del
alma virtuosa puede consistir en experimentar la tristeza buena y hasta dejarla
trasparecer en la fisonomía, pues ella edifica al próximo. Esta tristeza
Nuestro Señor la experimentó y la manifestó en el Huerto de las Olivos, cuando
dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt. 26, 38). Y también
de lo alto de la Cruz, mientras exteriorizaba tristeza y angustia, el Dios
humanado tocó y convirtió almas como las del buen ladrón y la de Longinos.
Igualmente la
tristeza que personas virtuosas dejan trasparecer en el semblante puede atraer
y edificar. Es a esta tristeza que alude el Espíritu Santo: “Con la
tristeza del semblante, se corrige el corazón del pecador” (Ecl. 7, 4).
Así como se pueden
distinguir dos tipos de tristeza, análogamente se puede hablar de una alegría
santa, que edifica, y de una alegría mundana, que escandaliza. Es a esta última
alegría que se refiere el Espíritu Santo, cuando dice: “Porque las risas
del insensato son como el ruido de las espinas, cuando arden debajo de la olla;
y así también esto es vanidad” (Ecl. 7, 7).
Lamentablemente, en
los días de insensatez y de locura en que vivimos, esta falsa alegría predomina
en casi todos los espíritus y ambientes. Época sacudida por una inmensa crisis
de carácter religioso y moral, que ha arrancado lágrimas a varias imágenes de
la Santísima Virgen, en diversas regiones del mundo.
Se comprende, en
vista de ello, que el verdadero católico, aunque pueda sentir y externar una
alegría edificante, no dejará de experimentar especialmente en su alma un toque
de tristeza digna, varonil, propia de quien acompaña la Pasión de Nuestro Señor
hasta lo alto del Calvario. Y aún, más precisamente, adecuada a quien se asocia
a la Sagrada Pasión en nuestros días, a la Pasión de la Iglesia, Cuerpo Místico
de Cristo. ¡Y para todo católico que sufre debido al “misterioso proceso
de autodemolición” de la Iglesia, los dolores estampados en el semblante
tan expresivo de este Crucificado ganan profunda significación!
* * *
1º cliché.-Hay dos
aspectos de la escultura en que el trabajo artístico, y notadamente la
expresión fisonómica, revela su maestría. Primero, son los labios abiertos,
entre los cuales se pueden entrever los dientes. El mentón, ligeramente caído,
da la impresión de tal abandono de fuerzas, que éstas no son suficientes
siquiera para mantener cerrados los labios. Después, los ojos que fijan con
tristeza algo. Sin embargo, paradójicamente, ellos parecen no percibir. La
mirada está distante, como que considerando otra cosa muy distinta, que le
causa desolación.
Pero, a pesar de lo extremo de ese
dolor —de carácter más aún moral que físico— se nota, en el semblante del
Crucificado, una paz, una misericordia, una delicadeza de sentimiento, en que
el furor no está presente. La tristeza, sí, está presente en todo. ¡Pero es tal
la tristeza de este condenado a muerte, es tan sublime su actitud, que ella
transciende, de lejos, la majestad de un rey!
El artista supo muy bien
representar los cabellos de Nuestro Señor. No están peinados ordenadamente,
porque tal no tendría propósito después de todo cuanto Él sufrió. Sin embargo,
están desgreñados lindamente, de manera que forman rizos bellísimos. La barba
es tan pequeña, que difícilmente podría estar revuelta. Ella cae de modo ordenado,
enmarcando el rostro.
Completando el cuadro, sobre la
divina cabeza un resplandor de plata, en el centro del cual cintila un topacio,
con el lenguaje mudo de las piedras preciosas.
Sin el topacio, algo estaría
faltando, que no se sabría enunciar explícitamente. El topacio, piedra dorada,
tal vez afirme que, por detrás del dolor y más alto que él, algo brilla, a
pesar de todo: ¡la gloria!
* * *
2º cliché.-La expresión es,
tal vez, aún más impresionante que la de la foto anterior. Fue ella sacada de
un ángulo en que se tiene casi la impresión que se entrará, de un momento u
otro, en el campo de visión de esa mirada. La nota de tristeza es aún más
tocante. La corona de espinas puede ser vista mejor. Grandes espinas traspasan
la frente de Nuestro Señor. En la frente, arriba del ojo izquierdo, se nota una
llaga pungente. Se tiene la impresión de que una espina perforó aquel lugar,
dejando una herida profunda representada por un rubí. También la sangre, que
corre con cierta delicadeza, desliza por el cuerpo divino de manera que forman
largos hilillos, en las puntas de los cuales una gota es figurada por un rubí.
* * *
3º cliché.-Aunque
en una descripción como ésta entre algo de subjetivo, me parece que la
impresión de desolación y de desamparo es más acentuada aquí que en las fotos
anteriores. Es un dolor que se presenta como irremediable, sin límites,
debiendo inexorablemente acabar en la muerte. Ésta se anuncia, no con las
consolaciones que prenuncian el Cielo, sino envuelta en una profunda
desolación. Porque el Crucificado tiene en vista la maldad de los hombres que
se están lanzando contra Él.
Hay,
por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía
del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el
Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también
estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo
tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el
Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa
satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la
muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es
comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el
fin.
Cáliz de hiel, Él quiso sorberlo todo, y sufrir todo cuanto era posible sufrir. Pero,
al compañero de tormentos, el divino Maestro le quiso conceder una consolación
en la hora del paso final.
Poco después, Él mismo experimentó
la sublime alegría cuando su alma sacrosanta, hipostáticamente unida a la
Santísima Trinidad, se separó del cuerpo y se liberó de los sufrimientos
corporales y espirituales. Consummatum est! — “Todo está
consumado” (Jn. 19, 30). El holocausto, voluntariamente aceptado por nuestro
amor y soportado íntegramente, había llegado a su fin.
* * *
4º cliché.-En esta
foto de perfil, la desolación parece aún más profunda. Se diría que no tardará
en sobrevenir la muerte. Y la desolación moral, causada por los pecados de toda
la humanidad, parece especialmente estampada en esta fisonomía. Los
sufrimientos físicos fueron ampliamente sobrepujados por tal desolación, y la
expresión fisonómica, reflejando cierta perplejidad, comunica una como que muda
lamentación: “¿A este auge llegó la impiedad de los hombres?”.
Revista Catolicismo, nº 423, marzo de 1986
Fuente: http://www.pliniocorreadeoliveira.info/1986_423_CAT_A_tristeza_santa_do_Divino_Crucificado.htm
Estando la liturgia católica conmemorando la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, publicamos en este número algunas
fotografías de un magnífico crucifijo barroco, que se veneró por muchos años en
la Sede del Consejo Nacional de la TFP, en São Paulo (Brasil), comentadas por
su recordado presidente. Tales ilustraciones se prestan admirablemente para la
piadosa meditación de los inenarrables sufrimientos de nuestro Redentor.
Plinio Corrêa de Oliveira
Lo que más impresiona en esta obra de
arte es el dolor y la tristeza del divino Crucificado. Contribuyeron para
causar ese dolor los malos tratos infligidos por los verdugos que, sin torpe
ayuda de carácter preternatural, no habrían sido capaces de llevar la crueldad
a tal punto.
El Hombre-Dios sufrió en su naturaleza
humana. Cualquier ser humano, sin un auxilio especial del Padre celestial y de
los ángeles, no sería capaz de soportar tal sufrimiento. Y conviene acentuar
que la tristeza del Redentor se debe más a los pecados de la humanidad,
redimidos por su Pasión y Muerte, que a los tormentos físicos soportados por
Él.
En épocas anteriores, como también en
nuestro días, impresiona sobre todo a las almas fieles considerar a Jesucristo
padeciendo en la Cruz. A pesar de haber ocurrido muchos otros hechos venerables
y conmovedores durante la Pasión —por ejemplo, la Flagelación y la Coronación
de espinas— lo que atrae sobremanera la piedad de los auténticos católicos es
considerar al divino Salvador en el auge de su sufrimiento, clavado en la Cruz.
Esta disposición de
alma se opone diametralmente a la alegría mundana dominada en nuestros días, de
modo especial, por la atmósfera creada por los medios de comunicación social y
por el cine: alegría artificial, agitada, que llega hasta el desvarío, sedienta
de pecado o ya encharcada en él.
Hay quien diga que el
católico debe ostentar siempre una fisonomía jovial y desbordante de
contentamiento, invocando para fundamentar tal posición el pensamiento de San
Francisco de Sales: “Un santo triste es un triste santo”.
Con todo, es
necesario saber discernir entre la tristeza saludable y la malsana. Aquel mismo
santo lo deja claro en su obra Pensamientos consoladores, al invocar la
enseñanza de Santo Tomás de Aquino: “La tristeza puede ser buena o mala,
conforme los efectos que produce en nosotros”.
Así, lo propio del
alma virtuosa puede consistir en experimentar la tristeza buena y hasta dejarla
trasparecer en la fisonomía, pues ella edifica al próximo. Esta tristeza
Nuestro Señor la experimentó y la manifestó en el Huerto de las Olivos, cuando
dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt. 26, 38). Y también
de lo alto de la Cruz, mientras exteriorizaba tristeza y angustia, el Dios
humanado tocó y convirtió almas como las del buen ladrón y la de Longinos.
Igualmente la
tristeza que personas virtuosas dejan trasparecer en el semblante puede atraer
y edificar. Es a esta tristeza que alude el Espíritu Santo: “Con la
tristeza del semblante, se corrige el corazón del pecador” (Ecl. 7, 4).
Así como se pueden
distinguir dos tipos de tristeza, análogamente se puede hablar de una alegría
santa, que edifica, y de una alegría mundana, que escandaliza. Es a esta última
alegría que se refiere el Espíritu Santo, cuando dice: “Porque las risas
del insensato son como el ruido de las espinas, cuando arden debajo de la olla;
y así también esto es vanidad” (Ecl. 7, 7).
Lamentablemente, en
los días de insensatez y de locura en que vivimos, esta falsa alegría predomina
en casi todos los espíritus y ambientes. Época sacudida por una inmensa crisis
de carácter religioso y moral, que ha arrancado lágrimas a varias imágenes de
la Santísima Virgen, en diversas regiones del mundo.
Se comprende, en
vista de ello, que el verdadero católico, aunque pueda sentir y externar una
alegría edificante, no dejará de experimentar especialmente en su alma un toque
de tristeza digna, varonil, propia de quien acompaña la Pasión de Nuestro Señor
hasta lo alto del Calvario. Y aún, más precisamente, adecuada a quien se asocia
a la Sagrada Pasión en nuestros días, a la Pasión de la Iglesia, Cuerpo Místico
de Cristo. ¡Y para todo católico que sufre debido al “misterioso proceso
de autodemolición” de la Iglesia, los dolores estampados en el semblante
tan expresivo de este Crucificado ganan profunda significación!
* * *
1º cliché.-Hay dos
aspectos de la escultura en que el trabajo artístico, y notadamente la
expresión fisonómica, revela su maestría. Primero, son los labios abiertos,
entre los cuales se pueden entrever los dientes. El mentón, ligeramente caído,
da la impresión de tal abandono de fuerzas, que éstas no son suficientes
siquiera para mantener cerrados los labios. Después, los ojos que fijan con
tristeza algo. Sin embargo, paradójicamente, ellos parecen no percibir. La
mirada está distante, como que considerando otra cosa muy distinta, que le
causa desolación.
Pero, a pesar de lo extremo de ese
dolor —de carácter más aún moral que físico— se nota, en el semblante del
Crucificado, una paz, una misericordia, una delicadeza de sentimiento, en que
el furor no está presente. La tristeza, sí, está presente en todo. ¡Pero es tal
la tristeza de este condenado a muerte, es tan sublime su actitud, que ella
transciende, de lejos, la majestad de un rey!
El artista supo muy bien
representar los cabellos de Nuestro Señor. No están peinados ordenadamente,
porque tal no tendría propósito después de todo cuanto Él sufrió. Sin embargo,
están desgreñados lindamente, de manera que forman rizos bellísimos. La barba
es tan pequeña, que difícilmente podría estar revuelta. Ella cae de modo ordenado,
enmarcando el rostro.
Completando el cuadro, sobre la
divina cabeza un resplandor de plata, en el centro del cual cintila un topacio,
con el lenguaje mudo de las piedras preciosas.
Sin el topacio, algo estaría
faltando, que no se sabría enunciar explícitamente. El topacio, piedra dorada,
tal vez afirme que, por detrás del dolor y más alto que él, algo brilla, a
pesar de todo: ¡la gloria!
* * *
2º cliché.-La expresión es,
tal vez, aún más impresionante que la de la foto anterior. Fue ella sacada de
un ángulo en que se tiene casi la impresión que se entrará, de un momento u
otro, en el campo de visión de esa mirada. La nota de tristeza es aún más
tocante. La corona de espinas puede ser vista mejor. Grandes espinas traspasan
la frente de Nuestro Señor. En la frente, arriba del ojo izquierdo, se nota una
llaga pungente. Se tiene la impresión de que una espina perforó aquel lugar,
dejando una herida profunda representada por un rubí. También la sangre, que
corre con cierta delicadeza, desliza por el cuerpo divino de manera que forman
largos hilillos, en las puntas de los cuales una gota es figurada por un rubí.
* * *
3º cliché.-Aunque
en una descripción como ésta entre algo de subjetivo, me parece que la
impresión de desolación y de desamparo es más acentuada aquí que en las fotos
anteriores. Es un dolor que se presenta como irremediable, sin límites,
debiendo inexorablemente acabar en la muerte. Ésta se anuncia, no con las
consolaciones que prenuncian el Cielo, sino envuelta en una profunda
desolación. Porque el Crucificado tiene en vista la maldad de los hombres que
se están lanzando contra Él.
Hay,
por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía
del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el
Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también
estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo
tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el
Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa
satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la
muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es
comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el
fin.
Cáliz de hiel, Él quiso sorberlo todo, y sufrir todo cuanto era posible sufrir. Pero,
al compañero de tormentos, el divino Maestro le quiso conceder una consolación
en la hora del paso final.
Poco después, Él mismo experimentó
la sublime alegría cuando su alma sacrosanta, hipostáticamente unida a la
Santísima Trinidad, se separó del cuerpo y se liberó de los sufrimientos
corporales y espirituales. Consummatum est! — “Todo está
consumado” (Jn. 19, 30). El holocausto, voluntariamente aceptado por nuestro
amor y soportado íntegramente, había llegado a su fin.
3º cliché.-Aunque
en una descripción como ésta entre algo de subjetivo, me parece que la
impresión de desolación y de desamparo es más acentuada aquí que en las fotos
anteriores. Es un dolor que se presenta como irremediable, sin límites,
debiendo inexorablemente acabar en la muerte. Ésta se anuncia, no con las
consolaciones que prenuncian el Cielo, sino envuelta en una profunda
desolación. Porque el Crucificado tiene en vista la maldad de los hombres que
se están lanzando contra Él.
Hay, por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el fin.
Hay, por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el fin.
Cáliz de hiel, Él quiso sorberlo todo, y sufrir todo cuanto era posible sufrir. Pero,
al compañero de tormentos, el divino Maestro le quiso conceder una consolación
en la hora del paso final.
Poco después, Él mismo experimentó
la sublime alegría cuando su alma sacrosanta, hipostáticamente unida a la
Santísima Trinidad, se separó del cuerpo y se liberó de los sufrimientos
corporales y espirituales. Consummatum est! — “Todo está
consumado” (Jn. 19, 30). El holocausto, voluntariamente aceptado por nuestro
amor y soportado íntegramente, había llegado a su fin.
* * *
4º cliché.-En esta
foto de perfil, la desolación parece aún más profunda. Se diría que no tardará
en sobrevenir la muerte. Y la desolación moral, causada por los pecados de toda
la humanidad, parece especialmente estampada en esta fisonomía. Los
sufrimientos físicos fueron ampliamente sobrepujados por tal desolación, y la
expresión fisonómica, reflejando cierta perplejidad, comunica una como que muda
lamentación: “¿A este auge llegó la impiedad de los hombres?”.
Revista Catolicismo, nº 423, marzo de 1986
Fuente: http://www.pliniocorreadeoliveira.info/1986_423_CAT_A_tristeza_santa_do_Divino_Crucificado.htm
4º cliché.-En esta
foto de perfil, la desolación parece aún más profunda. Se diría que no tardará
en sobrevenir la muerte. Y la desolación moral, causada por los pecados de toda
la humanidad, parece especialmente estampada en esta fisonomía. Los
sufrimientos físicos fueron ampliamente sobrepujados por tal desolación, y la
expresión fisonómica, reflejando cierta perplejidad, comunica una como que muda
lamentación: “¿A este auge llegó la impiedad de los hombres?”.
Revista Catolicismo, nº 423, marzo de 1986
Fuente: http://www.pliniocorreadeoliveira.info/1986_423_CAT_A_tristeza_santa_do_Divino_Crucificado.htm |
No hay comentarios:
Publicar un comentario