SAN PEDRO GONZALEZ "TELMO"
DOMINICO (1190 - 1246)
San Pedro
González, llamado vulgarmente San Telmo, ha sido siempre gran
favorecedor de cuantos le han invocado en los peligros. Los marineros todos de
España y Portugal le nombran y le invocan cuando aparece ese fenómeno natural
llamado "Fuego de San Telmo", llamitas que brillan a veces en lo
alto de los mástiles o en las ondas del mar y que, según creencia popular, los
libran de naufragio o presagian el fin de la tormenta.
"Fuego de San Telmo" |
Galicia,
sobre todo, siente por este Santo especial veneración: después del Apóstol
Santiago parece ser el santo, preferido por todos aquellos sencillos
habitantes. Pero esta devoción no es exclusiva de España; también invocan
fervorosamente a San Telmo los marineros bretones y los normandos y los
marselleses y los genoveses y los sicilianos, y hasta los americanos.
Hay
planteado a propósito de ese nombre un problema hagiográfico muy curioso, y que
podemos resumir en pocas palabras. ¿Cómo y por qué razón ha sido invocado Pedro
González con nombre distinto del suyo? Explican algunos esta anomalía porque,
según parece, no lejos del lugar de su nacimiento vivió una familia de ese
nombre; pero los del Acta Sanctorum, siguiendo paso a paso los rastros
de esa apelación, han podido demostrar que en todos los textos anteriores al
fin del siglo XV se nombra al santo dominico con su verdadero nombre: el nombre
de “Sant Elmo” o por corrupción “San Telmo” se conocía mucho antes en el reino
de Nápoles porque era el de un castillo feudal, el Castel Sant’Elmo, llamado
también Sant'Eramo; en España, cerca de San Sebastián, tenían los
Dominicos un convento, cuya iglesia, anterior al establecimiento de dichos
religiosos en la citada ciudad, llevaba ya el nombre de San Telmo. Creen, pues,
los Bolandistas que el verdadero San Telmo, es decir el primero, es
verdaderamente San Erasmo, obispo y mártir cuyo cuerpo se conserva en la ciudad
marítima de Gaeta, y que fue muy honrado en los siglos pasados entre los
catorce o quince Santos que más se invocaban en trances de peligro. Los
marineros de diversos países tenían desde remota fecha la costumbre de invocar
a "Sant Elmo". Es de creer que con el tiempo los marineros españoles y portugueses,
fueron sustituyendo —sin cambiar el nombre ya formado— a un santo por otro.
EL ESTUDIANTE — UN CANÓNIGO JOVENCITO
Pedro
González nació probablemente en Astorga, y según otros en Frómista, a pocas
leguas de Patencia. Pertenecía a muy ilustre familia: su padre había luchado
heroicamente contra los moros, y su madre, emparentada con los reyes de León,
era hermana del celebre don Tello muy conocido en nuestra historia patria y que
gobernó como obispo la diócesis de Palencia desde 1212 a 1246.
El niño
paso los primeros años en casa de sus padres; pero desde que llego a la edad de
la razón, se hizo cargo de él su ilustre tío, con quien fue a Palencia.
Existía
entonces en aquella ciudad una célebre universidad donde ensenaban afamados
maestros. Allí afluía la juventud de toda España. Don Tello, que era el alma de
aquella institución, a la que consagraba por entero sus preclaras dotes, tuvo
particular esmero en ordenar sus estudios y obtener para el cuerpo docente, con
la protección del rey de Castilla, gran número de privilegios.
En medio de
aquella agitación y bullicio estudiantil, llevo Pedro González una vida pura y
arreglada. Dotado de inteligencia extraordinaria, de espíritu vivo y perspicaz,
pronto se hizo notar por su gran aprovechamiento. Ese gusto acentuado para el
estudio y las esperanzas que despertaron sus triunfos universitarios, fueron
sin duda los motivos que le apartaron de la carrera de las armas que con tanta
gloria había seguido su padre. A estos motivos humanos se añadía una fe viva,
aunque no lo bastante purificada para retener al joven en el camino de la perfección.
Los cargos eclesiásticos no eran a sus ojos más que un excelente medio para
llegar a una brillante situación, y la protección de su tío, la nobleza y la
riqueza de su familia, no menos que sus cualidades personales, le prometían rápidos
adelantos en su carrera.
Y, en
efecto, apenas termino los estudios obtuvo una canonjía y, como quedara vacante
la dignidad de deán del Cabildo, el obispo logró que Roma se la diese a su
sobrino. Fue, pues, en sus años mozos elevado a la primera dignidad de su diócesis.
CONVERSIÓN DE UN CANÓNIGO MUNDANO
La ambición
de Pedro se hallaba plenamente satisfecha; pero Dios con su misericordia iba a
salvar un alma que, sin caer en faltas graves, andaba lejos de la perfección
sacerdotal.
Habíase
decidido que el nuevo deán del Cabildo tomara posesión de su cargo el día de
Navidad. Vistióse nuestro Pedro para aquel dia con las galas de noble rico y,
montado en un brioso caballo magníficamente enjaezado, atravesó las calles de
la ciudad, con gran escándalo del pueblo. Cuando llego a la plaza Mayor de
Patencia, quiso hacer caracolear a su caballo para excitar más la admiración pública
y ganar sus aplausos. Lo lanzó, pues, a toda brida; pero el caballo se
encabrito en medio de su carrera, dio un paso en falso y tiro al jinete en un
lodazal. Los espectadores celebraron la caída con gritos y burlas. El joven y
elegante deán quedó de momento corrido y avergonzado. No se atrevía a levantar
los ojos. Pero aquella caída y aquellas burlas le salvaron. Porque reacciono súbitamente
y exclamo con voz potente de modo que todos pudieran oírle:
— ¡Cómo! ¿Ese
mismo mundo a quien yo pretendía agradar se burla de mí? Pues bien; yo me
burlare también de él, y desde ahora le vuelvo la espalda para llevar vida
mejor. Así se determinó a servir a Dios con tanta y más atención que antes había
servido a su vanidad, dejando de un golpe y por junto todo lo que el mundo le podía
dar. Puso los ojos Pedro González en la religión de Santo Domingo. Había
admirado en los Hermanos Predicadores la santidad de vida, que ofrecía raro
contraste con la más o menos mundana de muchos eclesiásticos. Aquella virtud le
atraía; pero hasta entonces no se había sentido con fuerzas para seguir tal vocación.
La gracia pudo lo que parecía imposible a la naturaleza y, ya resueltamente
convertido, obtuvo su admisión en la Orden. El apuesto caballero don Pedro González
cedía el puesto al humilde fray Pedro, pobre y humilde religioso y discípulo
ferviente de Jesucristo.
PRIMEROS TRABAJOS APOSTÓLICOS Y PRIMEROS PRODIGIOS
Pasados tres años
de vida ejemplar en el convento de Falencia, se hallaba fray Pedro preparado
para afrontar los duros trabajos del apostolado. Atendiendo a los felices éxitos
logrados en otros tiempos, parecía que su puesto era el de profesor de filosofía
en la Universidad, y tal había sido la primera intención de los superiores;
pero por el penoso recuerdo de su vida pasada anhelaba el digno religioso mayor
apartamiento de los lugares donde había transcurrido su juventud y pidió que le
dedicasen al apostolado de los pobres.
Viendo en
ese deseo la voluntad del cielo, el prior le dio un compañero y le mando a
predicar por las más apartadas regiones de Castilla y León. Durante ocho años recorrió
incansable las provincias del norte de España, anunciando en todas partes el
Evangelio, y yendo de aldea en aldea a la conquista de almas. Esa existencia
casi nómada tuvo un corto intervalo cuando fue nombrado prior del convento de
Guimaraes, en el distrito de Braga (Portugal), donde tuvo el consuelo de
recibir en la Orden a San Gonzalo de Amarante. Volvió luego a sus correrías apostólicas
por Asturias, Aragón y Galicia. En ese inmenso campo de acción abierto a su apostólico
celo, las almas rudas, pero buenas, ávidas de verdad, acudían a él con presura
extraordinaria.
Y los
milagros confirmaban las verdades que predicaba. En la orilla del mar dirigía
un día su palabra llena de unción a un pueblo de pescadores que en gran número habían
acudido para oírle, cuando repentinamente estallo violenta tempestad. El
espanto se apodero de aquella gente, que empezó a huir para ponerse en salvo;
pero el predicador los tranquilizo, hizo en el aire la señal de la cruz e
inmediatamente se alejó la tormenta, quedando el cielo despejado y sereno por
encima de aquel pueblo fiel, mientras los alrededores sufrían los devastadores
efectos del huracán.
Gustábale
sobre todo el pueblo gallego, fiel y noble, en el que reconocía su propia
naturaleza ennoblecida y no destruida por la gracia. Un día que predicaba en el
valle del Miño vio gran número de aldeanos que vadeaban el río con gran
dificultad y con inminente peligro de la vida; este peligro se renovaba
diariamente porque las necesidades de la vida los forzaba a aquellos trabajos.
Lleno de compasión, resolvió emprender la construcción de un puente. Difícil
era la empresa y habría parecido imposible a cualquiera otro que no fuera del
temple de fray Pedro; pero él, convencido de que no le faltaría el socorro del
cielo, puso manos a la obra resueltamente. Obtuvo la ayuda del rey y de varios
magnates, y logro que al cabo de poco tiempo quedase terminado el puente y
pudiesen los habitantes del pueblecito de Castrillo, en los llanos de
Ribadavia, atravesar el río sin peligro.
CAPELLÁN DEL REY SAN FERNANDO
Más tarde hizo
construir el mismo Padre otro puente en Ramollosa. El primero ya no existe
desde hace muchos años; pero el segundo, aunque ya en estado ruinoso, sigue
siendo magnifico testimonio de la caridad del Santo y de su tesón y firmeza de carácter.
San Femando
reinaba entonces en Castilla. Habíase enterado de la conversión del deán de
Palencia, de su ingreso en la Orden Dominicana y del resultado de las misiones
que la obediencia le había encomendado. Iba a emprender una cruzada contra los
moros y creyó que en aquella empresa le serian de gran utilidad los consejos y
la dirección espiritual de tan esclarecido apóstol. Pensó, además, que la
presencia del Santo en medio de sus tropas traería las bendiciones del cielo
sobre aquella expedición, cuya finalidad era humillar a la media luna y lograr
el triunfo de la cruz.
Obediente a
los deseos del soberano, fray Pedro González dejó sus queridos campos de
Galicia para unirse al ejército expedicionario. Sin descuidar los deberes de la
capellanía, halló nuevo campo para dar pábulo a su celo entre los soldados. Con
ellos vivía, con ellos soportaba sacrificios y privaciones, y todo su afán era
el darles a conocer a Jesucristo y excitarlos a que amasen a Aquel por cuya
causa peleaban. Los soldados, conquistados por su caridad, aficionábanse a su capellán,
amaban a aquel religioso cuya palabra ardiente, al mismo tiempo que los sostenía
en las dificultades, imponía en sus filas el orden y la paz. Parecíales que su
presencia en el ejército era prenda segura de victoria. Hasta los moros, por
cierta creencia supersticiosa, atribuían sus derrotas a la influencia del
Padre.
Nuestro
Santo aprovecho de la confianza con que le honraba el rey San Fernando para
reformar la corte. Diariamente distribuía a los príncipes y señores el pan de
la palabra divina y les reprendía sus vicios y defectos. Los ejemplos daban
autoridad poderosa a sus exhortaciones, porque vivía en medio del tumulto de la
magnificencia de la corte con la misma regularidad y austeridad que en el
claustro. Entonces permitió el Señor que su virtud fuese sometida a una
terrible prueba de la que salió más brillante y acrisolada.
Algunos señores
viciosos veían con envidia el favor que ante el rey gozaba el santo religioso y
buscaron un medio de perderlo o al menos desprestigiarlo. Prometieron una gran
suma de dinero a una miserable para que lo sedujera. Acercóse la tentadora al
misionero y le dijo que tenía que hablarle en secreto. Retirado que se hubo la
gente, se hinco de rodillas y empezó la confesión de sus culpas derramando
abundantes lágrimas y exhalando suspiros y gemidos para captarse la bondad y
favor del religioso. Cuando lo creyó enternecido, arrojando la máscara, le
declaro sus perversas intenciones. El Padre le contesto que iba a prepararse en
una habitación vecina para mejor recibirla. Retirase, enciende un gran fuego y
se pone en medio. La mala mujer entra en ese momento y, a la vista del
prodigio, se acuerda de las penas del infierno y, llena de arrepentimiento, cae
de rodillas y pide perdón a Dios y a su ministro. Los señores, autores del
criminal enredo, quedaron tan impresionados por el milagro que se convirtieron
y llevaron vida edificante.
La fama de
tal victoria se extendió pronto por todo el ejército y aumento la veneración de
los soldados a su capellán. En adelante su celo no había de temer ningún obstáculo.
Poco después, el ejército cristiano entraba victorioso en Córdoba. Pedro González
estaba allí no lejos del cortejo real, saludado y aclamado por la multitud, que
atribuía a las oraciones del humilde religioso el brillante remate que coronaba
la empresa.
SAN PEDRO ABANDONA LA CORTE — NUEVO PRODIGIO
Ya llevaba
tres años en el ejército, cuando el rey San Femando se lo llevo consigo al
volver a Castilla, después de la toma de Córdoba. Pero el apóstol permaneció
poco tiempo en la corte: echaba de menos su ministerio entre los soldados,
ministerio que sin hacerle olvidar a los pobres de Galicia, ofrecía amplio
campo de acción a su celo.
Fuera de
esto, los favores del monarca eran una mortificación para su humildad, y todo
aquel fausto le recordaba demasiado el tiempo de su juventud. Instó, pues, al
rey para que le permitiese retirarse; y después de una entrevista afectuosísima,
los dos siervos de Dios se separaron. Fernando marcho a Palencia y Pedro González
a Compostela.
Permaneció
poco tiempo en esa ciudad, porque al obtener licencia para reanudar sus
antiguas correrías apostólicas, marcho por los pueblos de Galicia con el mismo
Hermano que ya había sido compañero suyo en aquellos trabajos. La vuelta del
misionero colmó de gozo a aquellas buenas gentes, que no se habían olvidado de
su bienhechor, y sus apostólicos trabajos siguieron obteniendo los mismos
felices resultados a lo largo del Miño.
Y
continuaron también los prodigios confirmando sus palabras. Estaba un día
predicando en un pueblo de la diócesis de Tuy, cuando le notificaron que un
sacerdote amigo suyo, que vivía bastante lejos de aquel lugar, estaba a punto
de morir. Púsose al instante en camino, acompañado de un guía y de su joven y
habitual compañero, el Hermano de las Marinas. A las pocas horas de marcha,
llegaron a la cima de un monte, y los dos compañeros del Santo sentían tan
fuertemente los estímulos del hambre y de la sed que llegaron a murmurar contra
él. El Hermano dijo al guía:
—Este buen
padre es tan viejo que con un poco de alimento le basta y no siente las
molestias de los otros. Piensa sin duda tratarnos como trata a su cuerpo; pero
eso no conviene de ningún modo a nuestro estomago vacío.
El siervo
de Dios, que caminaba bastante más adelante, no podía oír tales quejas; las conoció,
sin embargo, y, volviéndose hacia ellos, les mostró una roca a unos pasos del camino
y les dijo:
—Si tenéis
hambre, llegaos a aquella peña —y se la mostro con el dedo—, y allí hallareis
que comer por esta vez.
—No se lo
hicieron repetir los dos viajeros: fueron y hallaron dos panes blanquísimos,
envueltos en una servilleta, y un jarro de muy buen vino.
SU SANTA MUERTE — CULTO Y RELIQUIAS
Aunque el
misionero dominico se hallaba aun en el vigor de la edad, pues solo contaba
cincuenta y seis años, resentíase su salud de las largas y fatigosas correrías,
de las continuas predicaciones y de las muy rigurosas austeridades.
Imagen de San Telmo en su pueblo natal |
Desde su
vuelta a Galicia, habían ido agrupándose en tomo suyo muchas de aquellas gentes
a quienes había evangelizado: seguíanle gozosas de un pueblo a otro, ávidas de oír
su palabra. Entre aquella multitud había un grupo selecto de fervorosos y
entusiastas, los cuales mas íntimamente se adhirieron a su persona. Previendo
cuan dolorosa seria para aquellos amigos tan adictos la última separación, que parecía
no muy lejana, quiso prepararlos para esa prueba. Predicando en, la iglesia de
San Benito, cerca de Tuy, sobre la festividad del día, que era Domingo de
Ramos, interrumpió de repente la explicación doctrinal y dijo a su auditorio
que había tenido revelación de su próxima muerte y ordenaba a todos los
ancianos y enfermos que le seguían que se retirasen a sus casas. Termino
pidiendo rogaran a Dios por el después de su muerte.
A tales
palabras contesto la multitud con sollozos; un grupo de los más adictos y
fieles se le junto para acompañarle a Tuy, donde debía predicar durante la
Semana Santa. Sus exhortaciones fueron aún más vehementes que de costumbre. Insistió
particularmente en la necesidad de la penitencia y en el cumplimiento del deber
pascual: eran los últimos acentos de su corazón de apóstol.
Ese último
esfuerzo agotó sus energías. Se apoderó de él muy recia calentura y el martes
de Pascua quiso ir a Compostela para morir en un convento de su Orden con sus
Hermanos. A pesar de su debilidad, emprendió el viaje con su fiel compañero el
Hermano de las Marinas; pero al llegar al pueblo de Santa Coloma, se sintió sin
fuerzas para seguir adelante.
—Hijo mío
—dijo al compañero—, vamos a Tuy, que allí he de morir.
Regresó a
esa ciudad, se confesó, recibió el santo Viatico con gozo y amor incomparables
y, llamando al dueño de la casa donde estaba albergado, le dijo:
—Amigo mio,
rogaré a Dios por ti; pero como no tengo nada para pagar lo bien que me has
cuidado, te dejo mi correa; día vendrá en que te será de utilidad.
Ese cinturón,
que más tarde fue confiado al clero de la ciudad, debía obrar sorprendentes
curaciones. El Santo entregó su hermosa alma a Dios el domingo de Cuasimodo de
1246, que era el 15 de abril. El obispo de Tuy ordenó solemnísimo entierro en
la catedral. Se obraron muchos prodigios en su tumba, de modo que en 1248, o
sea, dos años después de su muerte, citaba ya el obispo más de cien milagros.
No es extraño,
pues, que el obispo y el clero de Tuy creyesen que podían permitir, o por lo
menos tolerar, manifestaciones de culto público. Algún autor llegó a afirmar
que Inocencio IV había beatificado a Pedro González en 1254, pero faltan
pruebas de ello.
Lo cierto
es que en esa época, el Maestro general de la Orden de Predicadores, Humberto,
encargó a fray Geraldo de Limoges que escribiese la biografía de los más
ilustres religiosos de su Orden, y que ya figuraba entre ellas la de fray Pedro
González, aureolado con buen número de milagros auténticos.
Parroquia de San Pedro González Telmo - Buenos Aires - |
Hiciéronse
gestiones en Roma para obtener la beatificación de Pedro González. El arzobispo
de Lisboa, Miguel de Castro, presentó al papa Clemente VIII, el 2 de agosto de
1592, una memoria postulatoria de marineros portugueses, y algo más tarde, en
1608, el senado de Braga recurrió al papa Paulo V con el mismo fin. El rey de España
Felipe III escribió con idéntico motivo una carta al citado pontífice Paulo V.
Finalmente, el culto de San Pedro González, muy popular por la Península Ibérica
y por Hispanoamérica, fue reconocido oficialmente por el papa Benedicto XIV el
13 de diciembre de 1741. Al mismo tiempo se concedió a la Orden Dominicana y a
las diócesis de Palencia y Tuy autorización para celebrar la misa y los oficios
en honor del Santo.
Fuente: Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis
Vives, Zaragoza, vol. II, 1947, pp. 463 y ss.
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