SANTA INES DE MONTEPULCIANO,
VIRGEN DE LA ORDEN DE SANTO DOMINGO
Fué esta Santa Inés uno de los más hermosos frutos que
dió el árbol monástico plantado por Santo Domingo en la Iglesia de Dios. Nació en
el año de 1274 en un lugarejo de Toscana, llamado Gracciano Vecchio, poco
distante de la ciudad de Montepulciano. Sus padres eran distinguidos por su
nobleza y bienes de fortuna, virtuosos y muy temerosos de Dios.
Al nacer la niña, llenóse de luz celestial el aposento
donde se hallaba su madre. Parecía que los ángeles saludaban de esta manera a
la enviada del Señor, y que Dios quería mostrar al mundo la vida santa a que destinaba
aquella tierna criatura.
No desmintió Inés las esperanzas que sus padres
concibieron a la vista de aquel prodigio, antes bien, desde la más temprana
edad brotaron ya en su alma gustos y aficiones sobrenaturales. Puede decirse
que los experimentó ella aun antes de que supiese hablar. Cuando pudo ya balbucear,
aprendió el Padrenuestro y el Avemaría, y desde entonces fue su más
deleitoso recreo recogerse en lugar apartado de su casa, y allí juntas las manos
y de rodillas, rezar muchas veces estas dos hermosas oraciones.
Templo y morada del Espíritu Santo era el tierno corazón
de Inés, que este divino Espíritu lleno de gracias y abrasó con incendios de
amor a la pureza. Con eso, aunque jovencita, ponía ya espanto al demonio, como
se verá por lo que sigue: Siendo de nueve años fue cierto día a Montepulciano.
Al pasar cerca de una casa de pecado vio levantarse de un campo vecino una
bandada de cuervos, los cuales volaron sobre su cabeza dando espantosos
graznidos para asustarla, se le echaron encima y abrían sus negros picos como
si pretendieran lastimarla. Con todo eso, no le hicieron daño alguno; pero bien
dieron a entender los demonios, por medio de aquellos siniestros avechuchos, cuanto
les molestaba la sola presencia de la virtuosa doncellita. Andando los años, Inés
convirtió aquella casa en santuario de oración y santidad.
ÁNGEL DEL CONVENTO
Quiso Inés poner a salvo su castidad y defenderla
contra las asechanzas del demonio, por lo cual, pidió licencia a sus padres
para hacerse monja: Habiéndolo logrado partió para Montepulciano y entró en un
convento de monjas Saquinas, así llamadas por ser su hábito de tela burda como
de saco. Allí permaneció quince años, pasados los cuales ingresó en la sagrada
Orden de Santo Domingo.
Aunque joven, se dio con ardor a la práctica de
virtudes que parecían propias de personas más adelantadas que ella en edad y perfección.
Mortificaba su cuerpo con ayunos, vigilias y otras austeridades y con sumo empeño
crucificaba su voluntad por medio de la obediencia exacta y puntualísima a las órdenes
de su priora, aun en cosas al parecer insignificantes.
Pero señalábase sobre todo por su encendida piedad y
por el amor grande que tenía a la oración y a la lectura de libros santos y
devotos. La inclinación a las cosas sobrenaturales que tuvo desde jovencita se manifestó
más al paso que crecía en edad. No corre el sediento ciervo a la fuente de
aguas vivas con más ardor que Inés cuando acudía a la oración y trato con Dios.
Pasaba los ratos libres en amorosos coloquios con su divino Esposo Jesús. No
es, pues, de maravillar que en muy breve tiempo hiciera grandes progresos en el
camino de la virtud y de la perfecta oración.
Muchas veces, mientras oraba, la vieron sus hermanas
elevarse en el aire y acercarse poco a poco al Santo Cristo, hasta poder besar
sus sagradas llagas.
Al ver las virtudes de Inés y las admirables prendas
naturales y sobrenaturales con que el Señor la había favorecido, las monjas solían
llamarla ≪el
ángel del convento≫.
ABADESA A LOS DIECIOCHO AÑOS POR VOLUNTAD DE DIOS
Una
noche, mientras oraba, apareciósele la Virgen María y le entrego tres hermosísimas
y muy brillantes perlas, diciéndole: —Hija, te encargo que edifiques una
iglesia y un monasterio en mi honor, y es mi deseo que los dediques a la Santísima
Trinidad, significada por estas tres perlas.
Santa Inés tenía por entonces solo dieciocho años.
A los pocos días determinaron los habitantes de
Proceno, del condado de Orvieto, edificar en su ciudad un monasterio donde
educar a sus hijos. Estando en esto, oyeron ponderar las virtudes de Santa Inés
y empezaron a dar pasos para lograr que la Santa se encargase de dirigir la
nueva fundación. Tales instancias hicieron a la superiora de las Saquinas que
al fin accedió a ello. El Señor, que había inspirado aquella determinación a
los de Proceno, quiso que llegase a feliz término. Inés bajó la cabeza y partió
para aquella ciudad en compañía de la maestra de novicias. Ella misma, a pesar de
sus pocos años, dirigió la construcción del convento y, cuando ya estuvo acabado,
instalo en él una comunidad de monjas.
Noticíose el papa Nicolás IV de la santidad de vida y
admirable prudencia de Inés, le confirió la dignidad abacial por Breve de la
Secretaria apostólica. Aceptó la Santa aquella nueva carga con humilde resignación
y esforzado ánimo, y bajo su dirección —lo refiere el cronista— llegó a ser un paraíso
el monasterio de Proceno, porque la influencia de Inés era extraordinaria y a
cuantos se le acercaban sabia comunicarles algo de su fervor y virtud excelentísima.
VIRTUDES DE SANTA INÉS
No cabían
en sí de gozo los de Proceno al ver que no en balde habían llevado adelante el
negocio del monasterio; pero mayor que su alegría era la aflicción de la joven
abadesa al verse encargada de dirigir las almas de los demás, siendo ella tan
moza en los años. Tenía mucha cuenta con la responsabilidad de su cargo y por
eso suplicaba al Señor con gran fervor y lágrimas que le diese luz y fuerza
para desempeñarlo con la debida perfección. Llevaba vida muy austera y
penitente. Durante los quince años que permaneció en Proceno no tuvo más cama
que el duro suelo y ayuno cada día a pan y agua.
A pesar de su fuerte inclinación a la vida solitaria y
contemplativa dábase totalmente a las obligaciones de su cargo. Tanto sentía
tener que dejar la oración, que derramaba lágrimas cuando había de
interrumpirla para atender a otros negocios; con todo eso, no vacilaba en
dejarla generosamente, porque sabía ser voluntad de Dios que ante todas las
cosas cumplamos las obligaciones del propio estado.
Plugo al Señor manifestar en varias ocasiones cuanto le
agradaba el proceder de su sierva; porque muchas veces vieron las monjas a su
santa Madre salir de la oración con el manto cubierto de maná celestial, blanquísimo
como la nieve; y otras veces, donde había estado arrodillada brotaban sin saber
cómo olorosas violetas y otras flores muy fragantes.
También la Virgen nuestra Señora favoreció a su devota
sierva con gracias extraordinarias. Una vez, la víspera de la Asunción, Inés
estaba velando y orando para disponerse dignamente a la fiesta, cuando de
repente vió aparecer en medio de grandes resplandores a la Reina de los Ángeles
con el Niño Jesús en sus brazos. La bondadosa Virgen se acercó a la Santa, la
cual no cabía en sí de gozo. Llena de confianza, pidió entonces a la Madre de
Dios que se dignase darle el divino Niño para que lo tuviese un rato en sus
brazos. La Virgen accedió a ello gustosísima y así pudo Inés gustar unos
instantes las celestiales alegrías. Al devolver el Divino Niño, sintió la Santa
indecible desconsuelo, pareciéndole que, al separarse de ella Jesús, se le iba su
propia vida. Llevaba el Divino Infante colgado en el cuello un Santo Cristo preciosísimo,
pendiente de un cordón de seda. Inés devolvió el Niño pero se quedó con el
Santo Cristo. Desapareció entonces la visión y la Santa permaneció un buen rato
como fuera de sí con el alma inundada a un mismo tiempo de gozo y de tristeza.
ENFERMEDAD DE SANTA INÉS
Obligación
de la joven abadesa era sin duda llevar la dirección espiritual de su
comunidad, pero también tenía que proveer al sustento corporal de las monjas.
No fue esto siempre cosa fácil, porque el monasterio de Proceno era tan pobre
que a veces faltó lo más necesario, como pan, aceite y dinero para comprarlo;
en estos aprietos acudía la santa Madre al Señor y la divina Providencia la socorrió
siempre muy oportunamente.
Por el mucho trabajo que le daba la dirección del
monasterio, vino a enfermar gravemente de una dolencia que le duro una buena
temporada, pero la Virgen María la consoló y alentó, apareciéndosele muchas
veces.
Mandáronle los médicos que comiese carne, que no había
probado en su vida por haber hecho promesa de guardar abstinencia de este
manjar hasta su muerte. Quedó muy desconsolada y afligida al oír esa prescripción
médica, pero el Señor acudió en su auxilio de un modo prodigioso. Trajerónle un
poquito de carne y con solo hacer la Santa sobre el plato la señal de la cruz, convirtió
aquel manjar en dos hermosos peces. Inés dio gracias a Dios por el milagro y,
de allí adelante, los médicos la dejaron libre de cumplir su promesa.
GRATITUD DE INES A LOS BIENHECHORES
La santa
abadesa se mostraba sumamente agradecida con los bienhechores del monasterio.
Como no podía pagarles tantos favores con bienes temporales, hacíalo con
oraciones y santas palabras, pidiendo al Señor la salvación de sus almas.
Una noche vióse Inés trasladada en sueños a un lugar
tenebroso, donde el aire era abrasador y estaba poblado de horribles fantasmas
que gritaban y se lamentaban con voces muy lastimeras; aquello era horroroso y parecía
el mismo infierno. En el centro de aquel lugar de penas y tormentos unos cuantos
demonios estaban disponiendo como una silla de fuego para algún condenado.
Quedo la Santa pasmada y como muerta con aquella terrorífica visión; pero aun
tuvo aliento para preguntar quién se sentaría en aquella silla que ponía
espanto. ≪Es
uno de los bienhechores de tu monasterio, por quien tanto rezas para que se
salve —le respondieron los demonios con risa burlona—; pero aquí vendrá a
parar, porque hace ya treinta años que se confiesa mal y calla pecados que no
se atreve a declarar.≫
Despertóse en esto la Santa y, muy afligida y
acongojada con lo que había visto y oído, mando llamar al punto a aquel
bienhechor para contarle la visión. Por los consejos de la santa abadesa, el
pecador lloró su mala vida; murió al poco tiempo y el Señor permitió que Inés
viese el alma de su bienhechor subir al cielo sin pasar por las llamas del
purgatorio.
FUNDA UN CONVENTO DE DOMINICAS
La Virgen, Catalina de Siena, Rosa de Lima e Inés |
Inmediatamente Inés llevo a cabo todos los preparativos
para dar cumplimiento al mandato celestial. Nombró nueva priora del monasterio
de Proceno y ella partió con algunas compañeras. Merced al concurso y buena
voluntad de los de Montepulciano, Inés pudo alojarse muy presto en el nuevo convento
con otras veinte monjas, a las que dio al principio la regla de San Agustín y,
al poco tiempo, para obedecer el mandato celestial y con licencia del Papa, añadió
las Constituciones de Santo Domingo.
La antigua mansión de los demonios se trocó en lugar
santo, adonde los ángeles del Señor acudían con gran frecuencia. Muchas
personas santas vieron una escala luminosa que llegaba desde el coro del
convento hasta el cielo, y por ella los ángeles, medianeros celestiales entre
Dios y los hombres, llevaban las súplicas de las santas monjas hasta el trono
del Altísimo y en retorno bajaban del cielo gracias abundantísimas para
repartirlas a los mortales; por donde se echa de ver que las personas que se
acogen al retiro del claustro, no lo hacen por desamor a la sociedad, sino para
ser de mayor provecho a los hombres, y en particular a los pobres pecadores,
con sus oraciones y penitencias.
Apartaba Inés con sumo cuidado a sus hijas espirituales
de las ocasiones de pecar. Una de ellas, al caerse, se hirió gravemente en la
cabeza. Los médicos no vieron otro remedio que llevarla a un hospital de la
ciudad para operarla; pero la santa Madre, temerosa de que aquella hermana
perdiese la inocencia viviendo fuera del convento, pidió a Dios que la sanase,
y con solo hacer la señal de la cruz sobre la herida, quedó curada.
Una noche, estaba la Santa orando y desvelándose como solía,
y de repente vio entrar en el dormitorio de la comunidad unos diablejos feísimos.
Espantada con esta visión, corrió a despertar a las monjas y las juntó para el capítulo
de culpas, y después de imponerles fuertes penitencias, las envió otra vez a
dormir.
También le otorgo el Señor el don de leer en los
corazones, y de él se servía para amonestar o alentar a sus hijas, según fuesen
las disposiciones que en ellas veía.
Un domingo, al amanecer, fue a rezar junto a un olivo
de la huerta y, estando en oración, quedo arrobada en éxtasis y no volvió en si
hasta las cinco de la tarde. Afligióse en extremo de no haber oído misa ni comulgado
y, mientras estaba lamentándose de ello, apareciósele un ángel y le dio la Sagrada
Comunión. Este divino manjar le infundio tal fortaleza y consuelo que ni pensó
en tomar alimento alguno, y así en ayunas prosiguió largas horas su oración.
Bien hubiera querido visitar los Santos Lugares de Jerusalén,
pero la clausura era muy rigurosa, de suerte que no pudo Inés hacer esa peregrinación.
Para resarcirla de algún modo, créese que el Señor mandó a un ángel que trajese
a la Santa un poco de tierra empapada en la preciosísima sangre del Redentor.
También es de maravillar como logró tener algunos
trocitos de los vestidos de San Pedro y San Pablo: Siendo todavía abadesa del
convento de Proceno, tuvo ocasión de ir a Roma para pedir al Papa que
confirmase los privilegios de aquel monasterio y, como deseaba con grandes
ansias tener alguna reliquia de los dos príncipes de la Iglesia, mientras oraba
con lagrimas cabe el sepulcro de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, de los
vestidos que cubrían los sagrados huesos se desprendieron dos pedacitos que cayeron
sobre sus rodillas. Recogéoslo ella con mucho respeto y devoción y los llevo
muy gozosa al convento.
GLORIOSO TRÁNSITO DE SANTA INÉS
Un día,
extenuada de cansancio, fue a descansar un rato en su aposento. Tuvo entonces
una visión, en la que le pareció que un ángel la tomaba de la mano y la llevaba
junto a un olivo del huerto y, presentándole una copa llena de bebida amarguísima,
le decía:
—Bebe, santa esposa de Cristo; bebe en memoria y honra
de Aquel que bebió por ti el cáliz de su Pasión.
A los pocos días enfermo de grave dolencia. Bebió con
gran fervor el cáliz que el Señor le enviaba y mostro en medio de sus
padecimientos inalterable paciencia. Los médicos le recetaron baños y ella obedeció,
a pesar de que tenía muy poca confianza en los remedios humanos. Estando en el
balneario, sano a muchos enfermos e hizo brotar otra fuente, cuyas aguas obraron
innumerables milagros; pero ella volvió a Montepulciano sin haber logrado
alivio alguno.
El Señor le reveló por entonces el día y hora en que su
alma, libre ya de los lazos de la carne, iría a gozar del sempiterno descanso.
Con vivísimas ansias aguardó aquel feliz instante. Lamentábanse las monjas al
ver que su santa Madre tenía tan grandes deseos de morir y dejarlas para
siempre; pero Inés las consolaba con dulces y esperanzadoras palabras.
Cuerpo incorrupto de la Santa |
Tan grande era el amor que tenía a sus hijas, que aun
las escasas fuerzas y los últimos instantes de vida que le quedaban empleábalos
en su provecho.
Finalmente, estando en amorosos coloquios con el Señor,
abrió los ojos para mirar al cielo y dio apaciblemente su alma a los santos ángeles
para que la llevasen a la gloria. Sucedió su muerte a los 20 de abril del año
de 1317.
En el instante en que murió Santa Inés todos los niños
y niñas de Montepulciano y de los alrededores se despertaron de improviso, como
sacudidos en sus camas por una fuerza sobrenatural y, echándose en brazos de
sus padres, decían a voz en grito:
—Sor Inés ha muerto y está ya en el cielo.
Con este portentoso prodigio se divulgó por toda la
comarca la noticia de la muerte de tan admirable sierva del Señor. La misma
Santa se apareció a muchas personas para anunciarles que subía a la feliz
morada de los justos.
De su sagrado cadáver salió suavísima fragancia que
llenó el ambiente del convento y de los alrededores. Las monjas mandaron traer
de Génova lo necesario para embalsamar el cuerpo de su Madre y fundadora; pero
el Señor manifestó con otro prodigio que no han menester de aromas materiales aquellos
que Él ha ungido con el suavísimo bálsamo de su divina gracia. Porque del
rostro y de las manos de la Santa Virgen empezó a manar un sudor muy fragante
con tanta abundancia, que empapó todos sus vestidos; ese bálsamo celestial siguió
manando por espacio de varios años y de él se llenaron algunos grandes vasos de
cristal.
El papa Clemente VIII beatificó a la virgen de Montepulciano,
y Benedicto XIII la canonizó muy solemnemente en San Pedro de Roma a los 10 de diciembre
del año 1726.
Fuente: Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis
Vives, Zaragoza, vol. II, 1947, pp. 513 y ss.
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