viernes, 19 de abril de 2024

S A N T O R A L

SAN VICENTE DE COLIBRE

La ciudad de Colibre es antiquísima, y los historiadores latinos hacen mencion de ella llamándola Cancoliberis. Hallase a corta distancia de Cerbera —diócesis de Perpinan—, en la región donde los Pirineos orientales, con el nombre de montes Alberes, van a perderse en el mar Mediterráneo.
La región del Rosellón se vió hondamente agitada durante la época de la dominación romana y aun en los tiempos de la Edad Media, durante los cuales la ciudad de Colibre, la más importante de la región, era a la vez puerto estratégico y comercial.
Siendo emperadores Diocleciano y Maximiano, se levantó la décima persecución contra la Iglesia, que fue la más sangrienta y cruel de todas.
Fue tan horrible y espantosa, que en el espacio de un mes padecieron por Cristo en diversas provincias más de diecisiete mil mártires, con tan atroces tormentos, que solo el demonio los pudiera inventar. En la provincia de Frigia, pusieron los gentiles fuego a una ciudad entera y quemaron a todos los que estaban en ella, hombres y mujeres, niños y niñas, porque eran cristianos; y en todas las ciudades, villas y aldeas del imperio, no se veía sino tormentos y muertes, y una carnicería y derramamiento de sangre de cristianos.
En las provincias hacían cumplir las órdenes de los emperadores unos funcionarios llamados prefectos o presidentes, que muchas veces se mostraban más tiranos y crueles que los mismos soberanos.
Uno de estos presidentes fue Daciano, nombrado prefecto general de las provincias de España para ejercer en ellas autoridad casi ilimitada. Llegó a Colibre pasando antes por las Galias y la Septimania y en todas partes dejo sangrientas huellas de su inhumana crueldad, porque en todas las ciudades y pueblos persiguió con atrocísimos tormentos a los cristianos. Una de las víctimas de su ferocidad iba a ser en Colibre el gloriosísimo San Vicente, que no hay que confundir con otro San Vicente, diacono de Zaragoza, ni con otros dos santos del mismo nombre martirizados en Ávila y en Gerona.

ORIGEN DE SAN VICENTE


En opinión de algunos historiadores. San Vicente era natural de Colibre, en cuya ciudad vivia cuando vino Daciano a España; pero parece ser más cierto que nació en algún pueblecito poco distante de Colibre, como se deduce de la expresión latina de las Actas de su martirio, la cual se acomoda a esta interpretación.

Mandaría sin duda Daciano explorar los alrededores de la ciudad para aumentar el número de cristianos destinados a los suplicios; pero también podría ser que Vicente se hubiese presentado de por sí al tirano, como solían hacer no pocos soldados de Cristo, para echar en rostro al inicuo presidente, con santa audacia y palabras graves y severas, la crueldad que usaba contra los cristianos, y ver de ganar con su ejemplo algunas almas a la verdadera fe. Y no carece de fundamento el creer que así sucediese, puesto que Vicente era varón muy conocido y gozaba de considerable influencia, según se deduce de los discursos y arengas que dirigió a los fieles y que traen las Actas de su martirio.

También las palabras de Daciano dan pie para opinar que Vicente no era persona de poca monta: Un hombre de tu categoría, de tu calidad, de tu talento..., dísele a menudo el tirano. Por otra parte, aquella insistencia del prefecto para traerle a que renegase de su fe, da a entender que tenía en mucho la apostasía de Vicente, por las consecuencias que de ella se hubieran derivado.

COMPARECE ANTE DACIANO


El furor del presidente Daciano en perseguir a los cristianos era a guisa de un río muy caudaloso y acrecentado con grandes avenidas, que sale de madre y arranca, arrebata y lleva tras sí todo lo que se pone delante, o como un incendio que abrasa y consume todo lo que halla. Como tigre fiero y cruel, gozábase en la sangre que había derramado, y deseaba hartarse de la de todos los demás cristianos, a los que perseguía con saña para martirizarlos con atroces tormentos. Da de ello buen testimonio lo que hizo en la ciudad de Zaragoza, donde mando matar a tantos cristianos, que son llamados los Innumerables Mártires.

Llegado que hubo a Colibre aquel juez tan cruel, mandó comparecer ante su tribunal a Vicente y, como ya estaba enterado del origen de aquel ilustre confesor y de su celo en predicar la religión de Cristo, sin más preámbulos le dijo: Sacrifica a nuestros dioses y obedece los mandatos de los emperadores.

Entendió Vicente que el malvado juez le había dicho aquello con segunda intención, y con mucho tiento y serenidad le replico:

—Quien obedece a la ley de Jesucristo Salvador nuestro, no tiene de que ser censurado ni condenado.

Bastó esa réplica del valeroso confesor para que Daciano entendiese que nada lograría con amedrentarle; por lo cual, mudando de táctica, trató de vencerle con dulces palabras y halagadoras promesas.

—Al aconsejarte eso —le dijo— solo tengo puesta la mirada en tu mayor felicidad y provecho. No seas necio; escoge lo que te ha de ser más ventajoso: abraza nuestra religión; da culto a nuestros dioses y ven a ofrecerles sacrificios. Si eso haces, puedes luego pedirnos cuanto quisieres, que todo te lo daremos. Reflexiona seriamente y considera que partido cuadra mejor con tu noble linaje y con tu ingenio y preclaro talento. No quieras que sobre ti caiga todo el peso de nuestra indignación, ni seas tan insensato que pretendas experimentar en tu cuerpo los graves daños que acarrea la impiedad y el desprecio del culto de los dioses del imperio. Si te empeñas en no querer acatar mis mandatos ni dar oído a mis consejos, entonces, muy a pesar mío, no tendré más remedio que usar contigo de rigor y crueldad, que serán grandes, como lo son ahora mi paciencia y mansedumbre; y no cuentes con arrepentirte luego, porque será ya tarde y nada conseguirás.

Aguantó el Santo con ademán indiferente aquella trivial arenga. Y luego, movido de santo ardor, replicó:

Jesucristo es mi vida y mi tesoro. La muerte padecida por su santa fe, es para mí más grata y estimable que la vida, y aun notable ganancia el morir por Cristo. Por eso los tormentos con que me amenazas pretendiendo amedrentarme, antes me parecen goces y deleites que castigos y penas. Mil vidas diera de muy buena gana, si así pudiese, para salir por los fueros del santísimo nombre de mi Dios. Haz pronto conmigo lo que tienes que hacer y todo cuanto te dicte tu feroz y cruel natural, porque te aseguro que nunca jamás tributare alabanza y adoración a esos vanos simulacros de piedra o de madera.

PRIMEROS TORMENTOS


Al oír las palabras de Vicente, mudó el inicuo juez el tono y el semblante y, dejando su fingida mansedumbre, mandó que le atormentasen.

Empezaron los verdugos dándole de bofetadas, con lo que el rostro de aquel esforzado confesor quedó bañado en sangre. Quitáronle luego los vestidos y le expusieron a la vista del populacho, para que de él se mofasen todos como en otro tiempo del divino Maestro, y mientras tanto arañaron su cuerpo con uñas de hierro.

Al poco tiempo de padecer este tormento cayó el santo mártir al suelo, agotadas sus fuerzas por la pérdida de tanta sangre. Creyó entonces Daciano triunfar de su constancia y le gritó:

—¿Quién podrá librarte de mi enojo, si te empeñas en desobedecer mis mandatos? Sacrifica a los dioses, porque de lo contrario mandaré que despedacen tu cuerpo y sirva de pasto a las bestias fieras. Hora es ya de que adviertas tu locura. ¿No entiendes que es deshonroso para una persona de tu categoría el estar expuesto desnudo a la vista de los demás? Ríndete de una vez y déjate vencer por la bondad de nuestros dioses, que te perdonarán benignos; y yo te soltaré y te encumbraré a los altos puestos y haré que seas galardonado con grandísimos premios.

Irguióse el esforzado mártir sin tener cuenta con los atroces dolores que padecía y , mirando a Daciano con semblante sereno, repúsole con energía y valeroso tesón:

—¿Avergonzarme yo de mi desnudez? Tan lejos estoy de ello, que antes bien me glorió de padecer esta afrenta por Cristo y la tengo en estos instantes por mi mejor ornamento; porque muy en breve, libre ya de este cuerpo vil, seré mudado en otro hombre y resucitaré vestido de justicia y santidad. Me amenazas con la muerte; pero, ¿ignoras por ventura que estoy pronto a padecerla? ¿No recuerdas ya que te dije que mi mayor deseo es morir por Cristo? Manda desmembrar mi cuerpo y con ello aumentarás mi gloria; porque así podré presentar al Señor y Criador mío cada uno de mis miembros adornado con las gloriosas señales del martirio.

Embravecióse el cruel presidente y, fuera de sí de furor, mandó que atasen a Vicente en el ecúleo y le descoyuntasen, desencajando los huesos de sus lugares; mas, como viese que nada quebrantaba su constancia, echó mano de otro género de tormento. Mandó a los verdugos que levantasen en alto al santo mártir ayudándose de unas ruedas y poleas, y luego lo dejasen caer de golpe sobre piedras y cantos agudos, con lo que sus carnes quedaron llagadas y sus miembros destrozados y quebrantados.

Atormentaron al Santo con este atrocísimo género de suplicios no una sino muchísimas veces, sufriéndolo él con suma fortaleza y alegría. Fue luego encerrado en un lóbrego y espantoso calabozo. Allí quería la Divina Providencia sanar las heridas del santo mártir con el bálsamo de su gracia y virtud omnipotente, y concederle algunas horas de tregua y descanso en medio de tantos y tan grandes padecimientos.

Estaba en la cárcel este valeroso y esforzado soldado de Cristo regocijándose en extremo por haber padecido ya algo por su Rey y Señor, y se deshacía en acciones de gracias al Divino Maestro que le había juzgado digno de honra y merced tan grandes. Alabanza y gloria a Ti, Señor y Dios mío —decía—; quienes en Ti confían, nunca jamás quedaran confundidos. Empero, la humildad le hacía desconfiar de sus propias fuerzas y con mucho fervor pedía el divino auxilio para padecer valerosamente nuevos tormentos.

Cuando menos lo pensaba, inundó de repente el calabozo una luz muy resplandeciente y sólo con verla quedó Vicente tan consolado y aliviado, que pudo desde luego levantarse y sentarse. Siguió dando gracias a Dios y al poco tiempo se halló totalmente sano, no quedando en su cuerpo rastro alguno de las heridas, ni la más leve cicatriz.

PROFESIÓN DE FE Y TRIUNFO DEL SANTO


Quiso Daciano partir para Barcelona y, como sabía que nada podrían con los españoles los más atroces tormentos, siendo como son por su naturaleza valientes y muy sufridos, determinó sacar de la cárcel a Vicente, si es que todavía estaba con vida, y traerle a su tribunal para acabar de una vez con él.

Trajéronle, pues, a su presencia; mas fue para vergüenza y confusión de su soberbia, porque, viendo muy sano y robusto al santo mártir, siendo así que la víspera estaba tan lastimado y exhausto de fuerzas, quedo el infame estupefacto y muy corrido y, como era de ánimo cobarde, no se dió por vencido a la vista de aquel prodigio, antes, dejándose vencer de su propia saña y furor, prorrumpió en dicterios contra el glorioso confesor, gritando arrebatado de cólera y como fuera de sí:

—¿Crees por ventura que con las mañas y artificios de la magia vas a conseguir librarte de mis manos? Insensato; renuncia ya a tus locas extravagancias, y ten entendido que si aún estas con vida no es merced a tus artificios, sino a la bondad de nuestros dioses, los cuales quieren que conozcas y abjures tus errores y les des el culto debido.

Descubrió San Vicente en aquellas amenazadoras palabras un anuncio de su próxima muerte y juzgó ser aquella ocasión muy oportuna para hacer pública y solemne confesión de fe. Las Actas de su martirio la traen de esta manera:

—Ignoro los artificios de la magia, oh Daciano; y por lo que toca a vuestros ídolos, guárdeme Dios de adorarlos y reconocer que sean ellos los autores de mi curación. Mi único Dueño y Señor es Jesucristo, Dios y hombre verdadero, el cual bajó del cielo a salvamos, y se encarnó en las purísimas entrañas de María Virgen por obra y gracia del Espíritu Santo, para sanar la ceguera de los hombres, desvanecer las negras sombras en que estaba envuelto el mundo y esparcir por todo el universo los vivísimos resplandores de su divina luz. Ese mismo Señor es quien se ha dignado enviar un rayo de su benéfica lumbre hasta el fondo de mi estrecha cárcel para disipar las tinieblas de mi entendimiento; por ella quedé curado y de ella sacaré nuevas fuerzas y alientos para padecer mayores tormentos. No son, pues, vuestros despreciables ídolos, no, los que me sanaron; sino solamente mi Dios y Señor Jesucristo.

No pudo Daciano contener su enojo al oír esta magnífica profesión de fe y, para acabar con el glorioso mártir, mandó encender una gran hoguera y echar en ella al Santo, atado de pies y manos. Durante el tormento, Vicente cantaba a voz en grito las alabanzas del Señor. El fuego, aunque produjo la muerte del Santo, respetó su cuerpo, que quedo intacto y resplandeciente con celestial hermosura.

Al ver tantas maravillas, muchísimos infieles, obedientes a la voz de la gracia, abrazaron la religión cristiana.

Sucedió todo esto por los años de 303, cuando agonizaba ya el paganismo; porque solo diez años después, con la subida de Constantino al trono, empezó para la Iglesia nueva era de paz.

SAN VICENTE Y LA TRADICIÓN. — SUS RELIQUIAS


A juzgar por una tradición local, afianzada en un manuscrito español del siglo XVIII, San Vicente estaba casado con Santa Eladia. En el retablo del altar de San Vicente de la iglesia parroquial de Colibre, hay un medallón que representa a Santa Eladia, cuya estatua ocupa el nicho más próximo al de San Vicente.

También es tradicional que el Santo fue martirizado en un islote donde hay una ermita dedicada a San Vicente. Dicha ermita fue edificada en el año de 1742, y en el mismo lugar donde hubo otra que un año antes fue destruida por una violenta tempestad.

Los de Colibre guardaron el cuerpo de su santo patrono con mucho cuidado y veneración aun en las épocas de guerra, que fueron frecuentes en la provincia de Rosellón, hasta el siglo XVII. Al ser destruida la iglesia de Colibre en la guerra de 1642, las reliquias del Santo fueron trasladadas a una fortaleza para sustraerlas a las profanaciones. Pasada la guerra y, habiendo la guarnición española desalojado la fortaleza, vinieron a ella los síndicos de Colibre en busca de las reliquias y con gran desconsuelo de ellos y de toda la ciudad vieron que habían desaparecido. Créese que las llevaría consigo un soldado español natural de Concabella, pueblecito de Cataluña. Fundase tal creencia en el testimonio de un padre capuchino, el cual, hallándose de paso en Rosellón por los años 1695 o 1700, aseguró haber dicho misa en un altar donde se veneraban las reliquias de San Vicente de Colibre. Lo cierto es que en esta ciudad solo se hallan dos reliquias llevadas de Roma: un huesecito y una tibia.

LA PROCESION DE SAN VICENTE


Digna de mención es la ceremonia, por demás rara, pero muy suntuosa y grave, con que los de Colibre festejaron la llegada de esas dos reliquias, junto con las de las santas Máxima y Liberata. Cada año celebran el recuerdo de esa llegada con idénticos festejos, siendo el más notable, por lo típico y singular, la grandiosa procesión marítima de San Vicente.

Efectuase el día 16 de agosto, aniversario de la llegada de las reliquias. Al atardecer de ese día, una embarcación ricamente engalanada pasa de la costa al islote de San Vicente, precedida de otras seis barcas. En ella entra el clero y se depositan las sagradas reliquias y luego empieza la procesión por mar hasta Colibre. Centenares de embarcaciones profusamente iluminadas preceden, siguen o escoltan a la que lleva las reliquias. La masa de la población se halla presente y todos a una cantan devotas letrillas, al son de suaves instrumentos que tocan músicos catalanes. La procesión describe un ancho circulo en el mar y luego todas las embarcaciones viran hacia Colibre. Antes de que la nave que lleva las reliquias toque la costa, se paran todas las otras barcas, y, haciendo todos silencio, se entabla el siguiente dialogo en idioma catalán entre el dueño de la nave y el capitán del puertos

— ¿Que barca es esa? [— "Hola! De la barca, qui és aquit?] —grita el capitán.

—La de San Vicente. [— Sant Vicenç gloriós] —responde el patrono.

—¿De dónde viene? [— D'on vé la barca?]

—De la Isla de San Vicente. [— De Sant Vicenç de l'illa.]

—¿Que trae? [— Què porta la barca?]

—Las reliquias de San Vicente, de Santa Máxima y de Santa Liberata. [— Sant Vicenç, santa Màxima i santa Lliberata.]

—¿Lleva pasajeros y tienen pasaporte? [— Los de la barca, ja sou declarats?]

—Sí, los hay y tienen pasaporte. [— Sí, tots los passatgers estan arreglats.]

—¿Que queréis? [— Doncs, què demaneu?]

—Que nos dejéis entrar en el puerto. [— Una bona entrada.]

—En nombre de Dios, entrad [— Al nom de Déu, vagi la barca!] —grita el capitán.


Inmediatamente, un centenar de marineros agarran una larga maroma atada en la roda de la barca, y halan desde la costa corriendo a todo correr, hasta que dejan la embarcación frente a la iglesia parroquial. Prosigue luego la procesión a pie hasta el templo, y todos los fieles entran a venerar y besar las sagradas reliquias.

Por demés pintoresco y maravilloso es aquel desfile de las barcas con sus millares de luminarias, cuyo reflejo en las aguas del mar produce, al vaivén de las ondas, visos y cambiantes caprichosos y sumamente bellos; impresionantes y conmovedores en extremo son el desembarque y la entrada de aquella muchedumbre de fieles en la iglesia clamando a su excelso patrono con invocaciones que les salen del alma: !Viva San Vicente! !Glorioso San Vicente, ruega por nosotros!
Fuente: Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, vol. II, 1947, pp. 499 y ss.

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