El Miércoles Santo, es el día por excelencia de la Confesión en la cristiandad:
Un santo -así lo cuenta la leyenda- entró un día de muchos confesiones en una iglesia.
En largas y dobles hileras esperaban los fieles ante los confesonarios. Y vio al diablo que andaba muy atareado de un confesonario al otro.
Sorprendido le preguntó:
-¿Qué has perdido en el templo?
-Propiamente, no he perdido nada aquí –dijo el diablo-; lo que hago es restituir bienes robados.
-¿Bienes robados? ¿Cómo?- preguntó el santo
-Sí- contestó Satanás-, bienes robados.
Robé a esos la vergüenza antes que cometiesen el pecado, y ahora, al tener que confesarse, se la restituyo.
En la confesión no hemos de ser indulgentes o blandos con nosotros mismos; “tuviste el valor de pecar, tenlo ahora de reconocerlo”- Y si ya nos viene muy cuesta arriba, imaginémonos que no vamos a declarar nuestros propios pecados, sino los de una persona completamente extraña; “¿Qué me importa lo que hizo ése (o ésa)”. Además, el confesor está dispuesto a prestar ayuda en casos desesperados. Sin embargo, sólo hay que recurrir a esta ayuda, cuando realmente no nos queda otro remedio. Hemos de acusarnos nosotros mismos y no esperar un interrogatorio. Muchas veces no es más que señal de cobardía el pedir al confesor que vaya preguntándonos.
Fragmento del libro “El Sacramento de la Misericordia” del P. Ricardo Graf pag. 144-145 |
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