domingo, 8 de octubre de 2023

S A N T O R A L


SANTA PELAGIA, PENITENTE


Celebrándose en la ciudad de Antioquía un concilio de ocho obispos en la iglesia de San Julián, mártir, y estando predicando Nono, obispo de Edesa, que era uno de ellos, varón perfectísimo, y de admirable santidad, pasó á deshora delante de la puerta de la iglesia donde estaban sentados los obispos, una famosa ramera, llamada Pelagia, con gran ruido y aparato. Iba sobre un jumento al uso de la tierra, acompañada de gran número de criados y criadas, y ella tan compuesta y ataviada, que no solamente las ropas que llevaba encima, eran galanas y ricas, y cubiertas de oro, sino que el tocado y el calzado iban sembrados de perlas y piedras de gran valor. Llevaba descubierta la cabeza y los pechos, y al cuello ricos collares de oro: volvía los ojos lascivos, mirando á una parte y á otra: su hermosura era tan grande, que los hombres carnales no se hartaban de verla: iba tan llena de olores, que cuando llegó cerca de la puerta dé la iglesia, todos los que allí estaban sintieron una fragancia y olor suavísimo. Ofendió este espectáculo sobre manera á los obispos que estaban en el concilio: los cuales, dando algunos gemidos dolorosos, volvieron su rostro por no ver a la que con tan grande desenvoltura y desvergüenza se les presentaba: solo Nono fijó los ojos en la triste mujer, y la miró atentamente, y no dejó de mirarla todo el tiempo que la pudo ver; y después que pasó, volviéndose á los obispos con muchas lágrimas y suspiros, les preguntó si se habían deleitado en ver aquella mujer: y callando ellos, él dijo: Pues á mi grandemente me deleitó, porque creo que Dios ha de tomar á esta mujer, en el día de su tremendo juicio, por medio para juzgarnos á nosotros y pedirnos cuenta de nuestro oficio y ministerio: y fué declarando la solicitud, y cuidado, y tiempo que ponía aquella mujer en afeitarse, engalanarse, componerse, y por agradar á los ojos de los hombres, que hoy son, y mañana no; y el descuido con que nosotros vivimos, sin limpiar y adornar nuestras almas, para que parezcan bien á aquel Señor, que es Rey del cielo y de la tierra, y paga con galardón eterno á todos los que le sirven.

Acabado su razonamiento, se fué á su aposento, y se derribó en el suelo, dándose golpes en los pechos, y derramando muchas lágrimas, pedía perdón á Dios de sus pecados y de la negligencia con que le servía siendo sacerdote y obispo, y participando cada día de sus divinos misterios, y estando obligado á dar ejemplo á los demás, y viendo que el trabajo que un solo día tomaba en aderezarse aquella desventurada pecadora, excedía al que en toda la vida él tomaba en componer su alma: y no se hartaba de llorar, ni de lamentarse de sí mismo, cotejando por una parte, quién era aquella mujer, y quiénes eran los hombres, y lo que hacía por parecerles bien; y por otra, quién era él, y quién es Dios, y lo poco que hacía por agradarle. Vino el domingo: y estando todos los obispos en la Iglesia, acabado de decir el santo evangelio, el patriarca de Antioquía dio el libro á Nono, rogándole que predicase al pueblo. Él lo hizo, descubriendo el tesoro escondido de sabiduría y espíritu divino que el Señor había encerrado en su pecho. Usaba de palabras no pulidas, ni elegantes, ni de razones sutiles y filosóficas, ni de arte de retórica y elocuencia, sino de unas sentencias macizas y verdaderas, envueltas con el espíritu de Dios, agudas y eficaces para quebrantar y ablandar los corazones endurecidos. Comenzó á reprender los vicios, y á poner delante el tremendo juicio de Dios, el castigo de los malos, y el premio de los buenos, con tanto fervor, que oyendo las palabras del santo obispo, todo el auditorio se movió y compungió y lloró muchas lágrimas. Hallóse presente á este sermón aquella mujer pecadora y profana que dijimos arriba: la cual, aunque no era cristiana, ni solía oír sermones, ni tener cuenta con su conciencia, ni venir á la iglesia; mas aquella vez vino por ordenación de Dios, que por este medio la quería salvar. Fué tanto lo que las palabras de Nono obraron en ella, y lo que el Señor enterneció su corazón, que despidiendo de sus ojos muchas lágrimas, acabado el sermón, y sabiendo que el predicador estaba en su celda, le envió con dos criados suyos una carta en que decía estas palabras: «Al santo discípulo de Cristo, la pecadora y discípula del demonio. Oído he de tú Dios, que descendió de los cielos á la tierra por la salud de los hombres, y que aquel, á quien los querubines no osan mirar, conversó con publicanos y pecadores, y no se desdeñó de hablar con una mujer Samaritana y pecadora. Pues siendo tú discípulo de este Señor, no es justo que menosprecies á una pecadora como yo, negándome tu habla, por medio de la cual deseo ver á Jesucristo».
Turbóse con esta carta san Nono, temiendo que el demonio no le quisiese armar algún lazo por medio de aquella deshonesta y atrevida mujer; y respondióle, que bien sabia Jesucristo, quién ella era, y la intención que tenía: que no le tentase; porque era hombre y pecador, y que en ninguna manera consentiría que le hablase sino delante de los otros obispos. Ella se contentó con esta respuesta, y con grande alegría se fué á la iglesia del bienaventurado mártir san Julián, donde estaba san Nono delante de los otros obispos, y se postró delante de ellos en el suelo, y abrazándose con los pies de Nono, con los ojos como dos fuentes de lágrimas, le comenzó á suplicar que imitase á su maestro Jesucristo, y la bautizase é hiciese cristiana; porque era un piélago de torpezas, y un abismo de maldades. Y como el santo obispo le dijese, que los sagrados cánones vedaban bautizar á ninguna mujer públicamente mala, si no daba fianzas de no volver á su mal estado; ella con gran fervor le replicó, deshaciéndose en lágrimas, y lavando con ellas los pies del obispo, que mirase lo que hacía; porque él había de dar cuenta á Dios de su alma y de todos sus pecados, y que Dios se la pediría, si dilatase el bautizarla y limpiar su alma de las manchas de ellos: y que rogaba á Dios, que no tuviese parte en él con sus santos, y que fuese juzgado como si le negase, si aquel día no la hiciese esposa de Cristo, y no la ofreciese pura y sin mácula en su presencia. A todos los obispos convencieron las palabras tan ardientes y fervorosas, y más los sollozos y lágrimas de aquella pública pecadora, y dieron aviso al patriarca de lo que pasaba, rogándole que les envíase una mujer de buena vida y ejemplo; y así lo hizo mandando ir á la iglesia á una señora, llamada Romana, que tenía el primer lugar entra las mujeres dedicadas á Dios. Vino Romana a la iglesia, y halló á la pecadora abrazada con la tierra; y apenas la pudo persuadir que se levantase de ella: y el santo obispo le preguntó, cómo se llamaba; y ella respondió, que sus padres le habían puesto por nombre Pelagia, aunque los ciudadanos de Antioquía le llamaban Margarita, por las muchas margaritas y perlas preciosas que traía en sus vestidos y galas, siendo para muchas almas lazo de Satanás. Con esto el santo obispo la bautizó con nombre de Pelagia: y hechas las de más ceremonias, le dio el santísimo sacramento del cuerpo de Jesucristo, y la entregó á Romana para que la instruyese y enseñase en las cosas de la fé.
Gran regocijo hubo en la ciudad de Antioquía, por ver la conversión de una pecadora tan pública y famosa, especialmente los obispos se alegraron por extremo é hicieron gracias al Señor; pero el que más demostración hizo, fué el santo obispo Nono, que la celebró con los ángeles del cielo, é hizo fiesta aquel día, echando aceite en la comida y bebiendo vino por haber ganado aquella mujer para Dios: más al tiempo que comía, se oyeron unas voces lamentables y unos alaridos espantosos como de persona que se quejaba y á quien se hacía alguna fuerza; y era el demonio que se lamentaba por haber perdido aquella lloradora, en quien como en cebo sabroso picaban tantas almas, y tragaban el anzuelo de su condenación. Oyóse que decía: ¡Ay de mi miserable, cómo es grande el mal que padezco por este viejo decrépito! ¿No le bastara que me quitó de las manos treinta mil sarracenos que bautizó y ofreció á Dios? ¿No se contentara con que quitó de mi jurisdicción á la ciudad de Heliópolis, donde yo era adorado y reverenciado, y la restituyó á su Dios? Ahora me ha quitado mi esperanza: ya esto no se puede sufrir. O hombre maldito, ¡cuánto padezco por tí! Maldito sea el día en que naciste; pues me haces tan cruel guerra. Estas voces daba el demonio, oyéndolas los que allí estallan; pero como eran sin provecho, acometió luego á la nueva cristiana: quejóse de ella, porque le había hecho traición y vendido como Judas, habiéndola él enriquecido y honrado tanto. Oyendo Nono lo que el demonio decía á Pelagia, porque estaba cerca; le dijo que se armase con la señal de la cruz. Ella lo hizo, y el demonio huyó, y la dejó por entonces: aunque dos días después, estando durmiendo una noche, le apareció y le dio nuevas quejas; más ella con las mismas armas se defendió y se libró de sus manos. Pues ¿quién no ve en estas quejas de Satanás la parte que él tiene en las mujeres, que son el tropiezo y escándalo de la república, y que se sirve de ellas como de red, para pescar y coger las almas de la gente liviana y deshonesta? ¿Quién por aquí no entiende cuan acepto y agradable servicio hace á Dios, el que se emplea en convertir los pecadores y librarlos del cautiverio del demonio, y traerlos al conocimiento y amor del Señor; y la rabia y saña que tiene el común enemigo, contra los que le hacen este género de guerra? Mas al tercero día después del bautismo, mandó Pelagia á un criado suyo que hiciese inventarío de todos sus bienes, y que le trajese toda la plata, oro, joyas y piedras preciosas y vestidos ricos que tenía; y traído, lo entregó todo en manos del obispo Nono, para que dispusiese de ello á su voluntad: y él mandó al mayordomo de la iglesia, que todo lo repartiese á las viudas, huérfanos y pobres, sin que cosa alguna de ello quedase á la iglesia; y así se hizo.
Llamó después Pelagia á sus esclavos y esclavas, y dióles libertad con algunas joyas que para ello había guardado, exhortándoles á mirar por sí y liberarse de la tiranía y vanidad del siglo. A los ocho días, cuando los nuevamente bautizados dejaban la vestidura blanca que recibían en el bautismo, ella se la desnudó y se vistió de un áspero cilicio; y sin decir nada á nadie, secretamente una noche se partió de Antioquía, dejando á Romana, su maestra, muy desconsolada por no saber a dónde Pelagia se hubiese ido; más el obispo Nono la consoló, diciéndole que Pelagia había escogido la mejor parte como María Magdalena, y era guiada de Dios; que no tuviese pena. Ella se fué á Jerusalén, y en el monte Olívete edificó una celda y se encerró en ella vestida de hombre, y con nombre de Pelagio. De allí á tres á cuatro años, yendo á Jerusalén por su devoción un diácono del santo obispo Nono, que se llamaba Jacobo (que es el que como testigo de vista escribe esta historia), el obispo lo mandó que en Jerusalén preguntase por un monje llamado Pelagio, que había vivido algunos años solo y encerrado, y que de su parte le visitase. Hízolo así el diácono: hallóle en la celda del monte Olivete que he dicho, que tenia una sola ventanilla, á la cual se asomó Pelagio: y aunque conoció al diácono, no fué de él conocido; porque con los ayunos y penitencias estaba muy desfigurado y flaco, el color pálido, los ojos hundidos, y como un vivo retrato de la muerte.
Dióle el diácono el recado de su obispo; y él le respondió que era varón santo, y que rogase á Dios por él, y cerró su ventanilla. Volvió otras veces el diácono para saludarle, y llamó á la ventana dos y tres días: y como ninguno respondiese, mirando por la ventana lo mejor que pudo, vio que estaba muerto el monje Pelagio. Dio nueva de su muerte á otros santos monjes, entre los cuales tenia gran fama de santidad. Juntáronse muchos y fueron á la celda de Pelagio, y sacando el santo cuerpo, y queriéndole ungir con mirra (como entonces se usaba), hallaron que era mujer; y á una levantaron la voz alabando al Señor, y dijeron: Bendito seáis vos, Dios nuestro, que tenéis tantos tesoros escondidos en la tierra, no solo entre los hombres, sino entre las mujeres. Divulgóse el caso por toda aquella tierra, y vinieron de los monasterios de mujeres, que estaban en Jericó y en el Jordán, muchas de ellas con cirios y lumbres, y fué su santo cuerpo sepultado. Esta fué la vida de Pelagia pecadora: esta fué su conversión. El Martirologio romano y el de Usuardo ponen su muerte á 8 de octubre; y á lo que se puede entender de Niceforo y del cardenal Baronio en sus anotaciones sobre el Martirologio, fué su muerte, siendo emperador Teodosio el menor. También hace mención el Martirologio romano de Nono, obispo de Edesa, en 2 de diciembre, que fué el que la convirtió.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc.

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