San Bruno de Colonia
Fundador de los Cartujos
Escenas de la vida de san Bruno y de la orden de la Cartuja |
Dotado de una de las más bellas inteligencias de su siglo, aplaudido en toda Europa como Maestro, San Bruno dejó todas las glorias humanas y se encerró en el desierto de la Cartuja, a fin de vivir solamente para Dios.
Plinio María Solimeo
“Grandeza de nacimiento, grandeza de espíritu,
grandeza de fortuna, gracias exteriores, inteligencia clara y vigorosa,
incomparables aptitudes para las ciencias, dones ya magníficos que
hacían brillar al más bello de ellos, la virtud: he ahí en qué medio de
esplendor se desarrollaba aquella joven alma”.1
Es así como un hagiógrafo describe la infancia y adolescencia de San
Bruno de Hartenfaust, nacido en Colonia alrededor del año 1030, cuya
fiesta conmemoramos el día 6 de octubre.
Siendo muy joven fue a complementar su educación en
Reims, atraído por la reputación de su escuela episcopal y de su
director, Heriman.2 Allí brilla, obteniendo
siempre los primeros puestos en todos los estudios. Al graduarse es
nombrado profesor, adquiriendo fama, sobre todo por la solidez y
profundidad de su doctrina. Pero el joven maestro Bruno Gallicus —como
era conocido en los medios universitarios de la Europa de entonces— o
simplemente Maestro Bruno, no se deja ilusionar por el éxito. Desde hace
mucho su noble alma aspiraba a una gloria imperecedera, y a servir a
otro Señor y no al mundo. La corrupción de su época lo entristecía; la
simonía (venta de beneficios eclesiásticos), que entonces se propagaba
en los ambientes del clero, le causaba indignación; la herejía lo
horrorizaba. Quería reformar el mundo, y no ser seducido por él.
Por ello regresó a su Colonia natal y allí se ordenó
sacerdote, entregándose más tarde a la evangelización del pueblo pobre e
ignorante en los lugares más apartados.
Formador de futuros santos
Pero si él huye de la gloria, ésta lo persigue. El
arzobispo de Reims, Gervasio, también quiere reformar su diócesis y
piensa en el joven levita. Y Bruno retoma su cátedra, es nombrado
canciller de la curia, director de estudios e inspector de todas las
escuelas de la diócesis.
Entre sus alumnos de teología, se distinguen dos que
tendrían un gran papel en el futuro: San Hugo, futuro obispo de
Grenoble, y el bienaventurado Urbano II, el Papa de las Cruzadas.
Sin embargo, “Maestro Hugo es un hombre austero y
grave. No sonríe ante los aplausos ni parece tener en gran estima su
renombre de sabio. En su comportamiento y en su palabra hay un qué de
desengaño, que no puede encubrir el brillo de todos sus éxitos. [...]
Entre otras cosas, decía: «Feliz el hombre que tiene su mente fija en el
Cielo y evita el mal con vigilancia continua; feliz también aquel que,
habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero, ¡ay de los
hombres que viven como si la muerte no existiese y como si el infierno
fuese una pura fábula!»”.3
Y el mal se aproxima de él en la persona del nuevo
arzobispo, Manasés, que a fuerza de intrigas había conseguido tomar
posesión de la Sede de Reims. Bruno se levanta contra los escándalos del
nuevo arzobispo y apela al legado del Papa. Un Concilio en Autun, del
cual fue el alma, condena a Manasés, que es obligado a dejar el cargo y
muere en la oscuridad, después de todo el mal que había hecho.
Fundación de la Cartuja: vocación realizada
Vista actual de la Gran Cartuja fundada por San Bruno en 1084, en Grenoble, Francia |
San Hugo revistió a los nuevos solitarios con un hábito de lana blanca y después los llevó hacia el lugar visto en sueños.
Así, San Bruno tomó posesión del desierto de la Cartuja
—que más adelante daría el nombre a su Orden— y comenzó a vivir la vida
que había imaginado para sí y para los suyos.
Austeridad de vida toda vuelta hacia Dios
Lo que el santo anhelaba era vivir en el aislamiento,
del modo más semejante posible al de los primeros eremitas del desierto,
pero teniendo al mismo tiempo los recursos de la vida cenobítica, es
decir, en comunidad. Y fundó así una de las Ordenes más austeras de la
Iglesia. Los cartujos usan “ásperos cilicios, hacen largas vigilias,
ayuno continuo, silencio perpetuo con los hombres y conversación
incesante con Dios. Nunca comen carne, su pan es un pan negro de cebada;
admiten pescado, si se los ofrecen, pero jamás los compran. Únicamente
los jueves y los domingos llegan a su mesa queso y huevos. Los martes y
sábados se alimentan de legumbres cocidas. Los lunes y miércoles ayunan a
pan y agua. No tienen más que una comida diaria. En la puerta de sus
celdas mueren los rumores del mundo externo. Rezan, transcriben códices y
trabajan en el jardincito circundante [...]. Sólo se reúnen en la
iglesia para rezar Maitines, a la medianoche, y durante el día para la
Misa y Vísperas. Fuera de eso viven a solas, «dirigiendo a Dios sus
oraciones, con los ojos fijos en la Tierra y los corazones elevados al
Cielo»”.4
El obispo Hugo dispuso la construcción de una iglesia y
de pequeñas celdas de madera para cada uno de los monjes. De vez en
cuando, iba a pasar períodos de recogimiento entre los monjes, como uno
de ellos
Contra el cisma reinante, al servicio de la Iglesia
El Papa Urbano II y Sn Bruno, su confesor |
El Papa lo recibió con todas las honras y la estima con
que un discípulo recibe a su maestro. Pero las aprehensiones del Santo,
al dejar la Cartuja, se realizaron: sin el maestro y superior, los otros
seis monjes no aguantaron, y terminaron siguiéndolo a Roma. Urbano II
designó un lugar para alojarlos en las Termas de Diocleciano, donde
ellos intentaban llevar la vida contemplativa que seguían en la Cartuja.
Pero no era la misma cosa. Poco a poco, los fugitivos se fueron dando
cuenta de que su lugar era allá en la Cartuja, y no en medio a una
ciudad cosmopolita como Roma. Y, animados por Bruno, emprendieron el
camino de regreso.
Como un buen padre, él mantenía un contacto constante
por carta —tanto cuanto era posible en aquellos tiempos— con sus hijos
espirituales, estimulándolos, instruyéndolos, robusteciéndolos en la
vocación, respondiendo a sus dudas y animándolos a que perseverasen.
Se cuenta que, cierto día en que ellos pasaban por grandes pruebas y a punto de abandonarlo todo, se les apareció un
venerable anciano que les disipó todas las dudas, como apartando con la
mano la tentación, asegurándoles que la Santísima Virgen velaba por
ellos y sería siempre su abogada y protectora. Dicho esto, el anciano
desapareció, por lo que los monjes supusieron que fuera San Pedro,
mandado por Dios para animarlos. Con eso preservaron, y desde entonces
siempre hubo monjes en aquel monasterio hasta 1903, cuando nuevas leyes
persecutorias de la Iglesia en Francia expulsaron a los religiosos del
país, incluso a los cartujos. Pero después de la Segunda Guerra Mundial,
allí estaban ellos de vuelta, y allí permanecen hasta hoy.
Segunda Cartuja, en la Calabria
¿Y San Bruno? En Roma imploraba al Papa, día y noche,
que le permitiese regresar a su querida soledad. El Papa estuvo tentado a
aceptar el pedido de los habitantes de Reggio Calabria, dándoles al
santo por arzobispo. Pero ante la insistencia de Bruno, y juzgando que
tal vez estuviese yendo contra la voluntad de Dios si desatendía sus
justos pedidos, accedió en parte a ellos. Empero, para tenerlo más a
mano en el caso de alguna necesidad, le recomendó que escogiese
cualquier otro lugar solitario más cerca de Roma. Así San Bruno, con
algunos nuevos discípulos, encontró un valle en la Calabria, que fue la
cuna de la segunda Cartuja.
Allí pasó los últimos días de su vida en la
contemplación y escribiendo comentarios a los Salmos y a las Epístolas
de San Pablo. “Sus sentidos no le servían sino para las necesidades
indispensables del cuerpo y para los oficios de piedad. Su conversación
estaba continuamente en el Cielo, y gozaba de una paz y una tranquilidad
de alma tan perfecta, que ya experimentaba, por adelantado, el reposo y
las dulzuras de la eternidad”.5
Al fin llegó para él ese tan esperado tiempo. Y, rodeado
de sus discípulos, entregó su alma a Dios un domingo, 6 de octubre de
1101.
Notas.-
1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, vol. XII, p. 91.
2. Ambrose Mougel, The Catholic Encyclopedia, 1908, vol. III, edición online.
3. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. IV, p. 48.
4. Id., pp. 50-51.
5. Bollandistes, op. cit., p. 98.
2. Ambrose Mougel, The Catholic Encyclopedia, 1908, vol. III, edición online.
3. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. IV, p. 48.
4. Id., pp. 50-51.
5. Bollandistes, op. cit., p. 98.
Fuente: http://www.fatima.pe/articulo-233-san-bruno-de-colonia
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario