domingo, 6 de octubre de 2024

S A N T O R A L

San Bruno de Colonia

Fundador de los Cartujos

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Escenas de la vida de san Bruno y de la orden de la Cartuja


Dotado de una de las más bellas inteligencias de su siglo, aplaudido en toda Europa como Maestro, San Bruno dejó todas las glorias humanas y se encerró en el desierto de la Cartuja, a fin de vivir solamente para Dios.

Plinio María Solimeo

“Grandeza de nacimiento, grandeza de espíritu, grandeza de fortuna, gracias exteriores, inteligencia clara y vigorosa, incomparables aptitudes para las ciencias, dones ya magníficos que hacían brillar al más bello de ellos, la virtud: he ahí en qué medio de esplendor se desarrollaba aquella joven alma”.1 Es así como un hagiógrafo describe la infancia y adolescencia de San Bruno de Hartenfaust, nacido en Colonia alrededor del año 1030, cuya fiesta conmemoramos el día 6 de octubre.
Siendo muy joven fue a complementar su educación en Reims, atraído por la reputación de su escuela episcopal y de su director, Heriman.2 Allí brilla, obteniendo siempre los primeros puestos en todos los estudios. Al graduarse es nombrado profesor, adquiriendo fama, sobre todo por la solidez y profundidad de su doctrina. Pero el joven maestro Bruno Gallicus —como era conocido en los medios universitarios de la Europa de entonces— o simplemente Maestro Bruno, no se deja ilusionar por el éxito. Desde hace mucho su noble alma aspiraba a una gloria imperecedera, y a servir a otro Señor y no al mundo. La corrupción de su época lo entristecía; la simonía (venta de beneficios eclesiásticos), que entonces se propagaba en los ambientes del clero, le causaba indignación; la herejía lo horrorizaba. Quería reformar el mundo, y no ser seducido por él.
Por ello regresó a su Colonia natal y allí se ordenó sacerdote, entregándose más tarde a la evangelización del pueblo pobre e ignorante en los lugares más apartados.

Formador de futuros santos

Pero si él huye de la gloria, ésta lo persigue. El arzobispo de Reims, Gervasio, también quiere reformar su diócesis y piensa en el joven levita. Y Bruno retoma su cátedra, es nombrado canciller de la curia, director de estudios e inspector de todas las escuelas de la diócesis.
Entre sus alumnos de teología, se distinguen dos que tendrían un gran papel en el futuro: San Hugo, futuro obispo de Grenoble, y el bienaventurado Urbano II, el Papa de las Cruzadas.
Sin embargo, “Maestro Hugo es un hombre austero y grave. No sonríe ante los aplausos ni parece tener en gran estima su renombre de sabio. En su comportamiento y en su palabra hay un qué de desengaño, que no puede encubrir el brillo de todos sus éxitos. [...] Entre otras cosas, decía: «Feliz el hombre que tiene su mente fija en el Cielo y evita el mal con vigilancia continua; feliz también aquel que, habiendo pecado, llora su crimen con arrepentimiento. Pero, ¡ay de los hombres que viven como si la muerte no existiese y como si el infierno fuese una pura fábula!»”.3
Y el mal se aproxima de él en la persona del nuevo arzobispo, Manasés, que a fuerza de intrigas había conseguido tomar posesión de la Sede de Reims. Bruno se levanta contra los escándalos del nuevo arzobispo y apela al legado del Papa. Un Concilio en Autun, del cual fue el alma, condena a Manasés, que es obligado a dejar el cargo y muere en la oscuridad, después de todo el mal que había hecho.


Fundación de la Cartuja: vocación realizada

Vista actual de la Gran Cartuja fundada  por
 San Bruno en 1084, en Grenoble, Francia
Esa misma noche, durante el sueño, aquellos tres ángeles se le aparecieron a San Hugo, en Grenoble, anunciándole la próxima venida de su amigo y compañeros. El prelado fue transportado aún en sueños hasta un lugar eriazo y agreste de su diócesis, donde vio erguirse un templo y bajar sobre él a siete estrellas del cielo. Representaban a San Bruno y sus seis compañeros.

San Hugo revistió a los nuevos solitarios con un hábito de lana blanca y después los llevó hacia el lugar visto en sueños.
Así, San Bruno tomó posesión del desierto de la Cartuja —que más adelante daría el nombre a su Orden— y comenzó a vivir la vida que había imaginado para sí y para los suyos.

Austeridad de vida toda vuelta hacia Dios

Lo que el santo anhelaba era vivir en el aislamiento, del modo más semejante posible al de los primeros eremitas del desierto, pero teniendo al mismo tiempo los recursos de la vida cenobítica, es decir, en comunidad. Y fundó así una de las Ordenes más austeras de la Iglesia. Los cartujos usan “ásperos cilicios, hacen largas vigilias, ayuno continuo, silencio perpetuo con los hombres y conversación incesante con Dios. Nunca comen carne, su pan es un pan negro de cebada; admiten pescado, si se los ofrecen, pero jamás los compran. Únicamente los jueves y los domingos llegan a su mesa queso y huevos. Los martes y sábados se alimentan de legumbres cocidas. Los lunes y miércoles ayunan a pan y agua. No tienen más que una comida diaria. En la puerta de sus celdas mueren los rumores del mundo externo. Rezan, transcriben códices y trabajan en el jardincito circundante [...]. Sólo se reúnen en la iglesia para rezar Maitines, a la medianoche, y durante el día para la Misa y Vísperas. Fuera de eso viven a solas, «dirigiendo a Dios sus oraciones, con los ojos fijos en la Tierra y los corazones elevados al Cielo»”.4
El obispo Hugo dispuso la construcción de una iglesia y de pequeñas celdas de madera para cada uno de los monjes. De vez en cuando, iba a pasar períodos de recogimiento entre los monjes, como uno de ellos

Contra el cisma reinante, al servicio de la Iglesia

El Papa Urbano II y Sn Bruno, su confesor
Los 
primeros años de la recién fundada Cartuja pasaron rápidamente en el fervor de la contemplación y de la oración. Pero la Tierra no es Cielo, y la felicidad perfecta tiene su límite. Cierto día, Bruno recibió un correo urgente de su ex-discípulo y entonces Padre de la Cristiandad, el Papa Urbano II: el Emperador Enrique IV no había aprobado su elección al Solio Pontificio y provocaba un cisma en la Iglesia al elegir un antipapa, Guiberto. El verdadero Papa, necesitado de los consejos y de las luces de San Bruno, lo llamaba a Roma. Éste, lleno de tristeza por el futuro incierto de su obra, designó a Landuino como superior en lugar suyo y partió hacia la Ciudad Eterna.
El Papa lo recibió con todas las honras y la estima con que un discípulo recibe a su maestro. Pero las aprehensiones del Santo, al dejar la Cartuja, se realizaron: sin el maestro y superior, los otros seis monjes no aguantaron, y terminaron siguiéndolo a Roma. Urbano II designó un lugar para alojarlos en las Termas de Diocleciano, donde ellos intentaban llevar la vida contemplativa que seguían en la Cartuja. Pero no era la misma cosa. Poco a poco, los fugitivos se fueron dando cuenta de que su lugar era allá en la Cartuja, y no en medio a una ciudad cosmopolita como Roma. Y, animados por Bruno, emprendieron el camino de regreso.
Como un buen padre, él mantenía un contacto constante por carta —tanto cuanto era posible en aquellos tiempos— con sus hijos espirituales, estimulándolos, instruyéndolos, robusteciéndolos en la vocación, respondiendo a sus dudas y animándolos a que perseverasen.
Se cuenta que, cierto día en que ellos pasaban por grandes pruebas y a punto de abandonarlo todo, se les apareció un venerable anciano que les disipó todas las dudas, como apartando con la mano la tentación, asegurándoles que la Santísima Virgen velaba por ellos y sería siempre su abogada y protectora. Dicho esto, el anciano desapareció, por lo que los monjes supusieron que fuera San Pedro, mandado por Dios para animarlos. Con eso preservaron, y desde entonces siempre hubo monjes en aquel monasterio hasta 1903, cuando nuevas leyes persecutorias de la Iglesia en Francia expulsaron a los religiosos del país, incluso a los cartujos. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, allí estaban ellos de vuelta, y allí permanecen hasta hoy.

Segunda Cartuja, en la Calabria

¿Y San Bruno? En Roma imploraba al Papa, día y noche, que le permitiese regresar a su querida soledad. El Papa estuvo tentado a aceptar el pedido de los habitantes de Reggio Calabria, dándoles al santo por arzobispo. Pero ante la insistencia de Bruno, y juzgando que tal vez estuviese yendo contra la voluntad de Dios si desatendía sus justos pedidos, accedió en parte a ellos. Empero, para tenerlo más a mano en el caso de alguna necesidad, le recomendó que escogiese cualquier otro lugar solitario más cerca de Roma. Así San Bruno, con algunos nuevos discípulos, encontró un valle en la Calabria, que fue la cuna de la segunda Cartuja.
Allí pasó los últimos días de su vida en la contemplación y escribiendo comentarios a los Salmos y a las Epístolas de San Pablo. “Sus sentidos no le servían sino para las necesidades indispensables del cuerpo y para los oficios de piedad. Su conversación estaba continuamente en el Cielo, y gozaba de una paz y una tranquilidad de alma tan perfecta, que ya experimentaba, por adelantado, el reposo y las dulzuras de la eternidad”.5
Al fin llegó para él ese tan esperado tiempo. Y, rodeado de sus discípulos, entregó su alma a Dios un domingo, 6 de octubre de 1101.
Notas.-
1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, vol. XII, p. 91.
2. Ambrose Mougel, The Catholic Encyclopedia, 1908, vol. III, edición online.
3. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. IV, p. 48.
4. Id., pp. 50-51.
5. Bollandistes, op. cit., p. 98.

 Fuente: http://www.fatima.pe/articulo-233-san-bruno-de-colonia

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