San Gregorio VII
Celo ardiente por la causa de Dios
Uno de los mayores Papas de la Historia y una de las más
eminentes personalidades que produjeron los siglos, combatió los abusos del
poder temporal y la decadencia del clero
Plinio María Solimeo
San Gregorio VII es una de las figuras más santamente controvertidas de la Historia. Los católicos verdaderamente fieles ven en él a un batallador incansable en la defensa de los derechos de la Iglesia, eximio reformador de las costumbres del clero y gran santo, de los más extraordinarios Papas de la Historia y un hombre que marcó a fondo su época y los siglos posteriores. Los enemigos de la Iglesia, precisamente por esas virtudes, lo abominan, lo cual es para él una gloria más. Historiadores imparciales, incluso no católicos, prestan homenaje a su gran personalidad y fuerza de voluntad, sobre todo a su deseo sincero de hacerlo todo por la exaltación del Papado, y la consiguiente mayor gloria de Dios.
Origen humilde y grande personalidad
El niño Hildebrando, futuro Gregorio VII, nació en Toscana
en la pequeña localidad de Sovana, no lejos de Siena, en una familia modesta.
Su padre fue, según todo indica, carpintero, y nada tuvo que ofrecer a su hijo
sino la protección de un tío materno, Lorenzo, que por sus méritos había sido
nombrado abad del monasterio de Santa María, en el Monte Aventino. Ese tío se
encargó de la educación del niño, de inteligencia privilegiada, que hizo
profundos progresos en los estudios.
Era él, como San Pablo, bajo de estatura y delgado de
cuerpo, pero, como el Apóstol, tenía un alma de fuego. Aún siendo clérigo,
habiendo recibido las órdenes menores, entró al servicio de Juan Graciano, que
había sido su profesor en la escuela lateranense. Éste, apreciador del
extraordinario talento de Hildebrando, afirmaba que nunca había visto
inteligencia igual. Cuando fue elevado al solio pontificio con el nombre de
Gregorio VI, Juan Graciano lo nombró su secretario. Hildebrando, que tenía
apenas 25 años y era aún subdiácono, fue así providencialmente iniciado en los
asuntos de la Iglesia, a la cual más tarde gobernaría con tanta sabiduría y
fortaleza. En esa época, trabó relaciones con otro de los mayores hombres del
tiempo, el cardenal San Pedro Damián.
A pesar de no haber sido aún ordenado sacerdote, era ya un
gran predicador. El emperador Enrique III afirmó que ninguna palabra lo había
conmovido tanto cuanto la de él.
En el año 1045, Gregorio VI fue depuesto por el emperador y
desterrado a Colonia. Renunció al papado e Hildebrando lo siguió al exilio. Con
la muerte del ex Papa al año siguiente, Hildebrando viajó a Francia, donde
visitó la abadía de Cluny, entonces en su apogeo. Encantado con la santidad de
San Hugo y de San Odilón, allí tomó el hábito monástico.
Cardenal-diácono de la Santa Iglesia
Pero no pudo disfrutar por mucho tiempo de su retiro. Bruno,
obispo de Toul, habiendo sido elegido Papa con el nombre de León IX, confió a
Hildebrando la administración temporal de la Iglesia con el título de arcediano,
y también el gobierno del monasterio de San Pablo Extramuros, entonces muy
decadente. Le confirió aún el título de cardenal-diácono. Secundado por
Hildebrando, el nuevo Papa se lanzó con fervor y determinación a la reforma del
clero y el restablecimiento de las leyes de la Iglesia, principalmente de su
libertad contra la ingerencia del poder secular. Para poner en ejecución sus
decretos, convocó a un sínodo, en el cual condenó los dos males más notorios de
la época: la simonía y la incontinencia del clero. En 1054, León IX entregó su
alma a Dios. Muchos milagros suyos, en vida y después de la muerte, hicieron
que su nombre fuese incluido en el Martirologio Romano.
Durante el reinado de los cuatro Papas siguientes,
Hildebrando se destacó de tal manera, que “nada se hizo en aquel tiempo en Roma
sin el consejo y el asentimiento de Hildebrando; él dominaba, con su vasta
capacidad, la corte y las facciones, y todos tributaban respeto y homenaje a su
elevado mérito”.1 Su influencia llegó al apogeo con el Papa Alejandro II
(1061-73), que lo nombró su canciller. Ya entonces desempeñaba funciones como
las de un primer ministro.
“¡San Pedro escogió a Hildebrando!”
Enrique IV permaneció tres días descalzo en la nieve, vestido apenas con un hábito de penitente, implorando perdón |
En 1073 fallecía Alejandro II. E Hildebrando, como
arcediano, presidía los funerales. En medio de la ceremonia, el clero y el
pueblo, hombres y mujeres, prorrumpieron en un grito unánime: “¡Hildebrando,
Papa!” “¡San Pedro escogió a Hildebrando!”
Al recibir entonces la ordenación sacerdotal, el nuevo Papa “estaba
muy versado en la arte de gobernar, era consciente de su misión y tenía una
idea elevadísima de la dignidad pontificia. Su promoción fue providencial. Con
él la reforma comenzó a ser eficaz”. 2
Para obtener de Dios las gracias necesarias para la Iglesia
en aquellos tiempos tan conturbados, San Gregorio VII organizó un sodalicio con
el nombre de Religio Quadrata, agrupando a eclesiásticos y seculares que se
proponían rezar especialmente por la reforma
Aunque se concentrase sobre todo en esa tarea, su
programa era mucho más vasto. Incentivó, en España, la reconquista del
territorio en poder de los moros, bendiciendo a los extranjeros que se
alistasen en esa cruzada; planeaba rescatar los Santos Lugares, acabar con el
cisma griego y centralizar el gobierno eclesiástico. Pero lo que llevaba en lo
más hondo de su corazón era velar por la santidad de la Iglesia, con la
eliminación de la simonía (venta de objetos sagrados) y del nicolaísmo
(violación de la ley del celibato por los clérigos). Estos vicios provenían en
gran parte de la célebre cuestión de las investiduras, es decir, de la venta de
cargos eclesiásticos o prebendas por parte del emperador, de reyes, de nobles y
señores feudales. Los altos dignatarios eclesiásticos, que pagaban caro su
dignidad al rey o a otro señor, procuraban indemnizarse vendiendo a sus
subordinados las funciones menores. Así, ellas no caían en manos de los más
dignos, sino en las de quien podía pagar más. Esta complicada cuestión, que se
extendió hasta el siglo siguiente, consumió gran parte de las energías del
combativo Pontífice. Depuso al arzobispo Godofredo de Milán por simonía, y en
Francia substituyó prácticamente a todo el episcopado. Pero encontró fuerte
oposición en Alemania, sobre todo de la parte del emperador Enrique IV.Preciosa exaltación del primado romano
La mirada de San Gregorio VII no descuidaba ningún rincón de
la Tierra. San Canuto, rey de Dinamarca, le pedía consejos, lo mismo que Olavo,
rey de Noruega. En cambio, Boleslao II de Polonia, desagradado por los avisos
de la Santa Sede, se servía del gobierno solamente para satisfacer sus brutales
pasiones. Llegó a ahorcar, con sus propias manos, a San Estanislao, obispo de
Cracovia, que lo había excomulgado. San Gregorio VII fulminó con el anatema al
rey asesino, lo privó de la realeza, desligó a sus súbditos del juramento de
fidelidad a él, y le retiró el título de rey a los soberanos de Polonia, que
durante mucho tiempo quedaron reducidos a la situación de meros duques.
En 1074 San Gregorio VII renovó los decretos de sus
predecesores contra la simonía y los matrimonios de eclesiásticos. Al año
siguiente, promulgó un decreto contra la investidura, prohibiendo a todo
secular, bajo pena de excomunión, vender los obispados. Una semana después, “Gregorio
redactó su Dictatus papae, colección de 27 tesis en que condensaba de manera
lapidaria su concepción del poder pontificio sobre la base de una exaltación
del primado romano en el aspecto legislativo, judicial, administrativo y
dogmático, con aplicaciones concretas a lo temporal. Las proposiciones más
llamativas eran estas dos: «Que [el Papa] tiene facultad para deponer a los
emperadores» (nº 12); «Que puede desligar a los súbditos del juramento de
fidelidad prestado a los inicuos» (nº 27). [...] [Eso porque] Cristo a nada ni
a nadie ha exceptuado del poder de las llaves. Si la Sede Apostólica tiene
facultad para juzgar de las cosas espirituales, con mayor razón la tendrá sobre
las temporales, que valen menos. Todo lo que hay dentro de la Iglesia, está
debajo del Papa; luego los reyes y emperadores, con todo su poder y autoridad,
están sometidos al Papa; por tanto, éste puede deponerlos”. 3
El emperador Enrique IV en Canossa
Enrique IV, sin embargo, continuó repartiendo obispados a
personas indignas, y entabló negociaciones con los normandos del sur de Italia
para tener al Papa entre dos fuegos. San Gregorio lo amonestó seriamente,
amenazando con excomulgarlo y deponerlo. El emperador convocó una asamblea en
Worms, donde depuso al Papa, declarándolo privado de la dignidad pontificia.
Gregorio convocó un concilio en Roma, en el cual excomulgó y depuso al emperador.
El efecto de la sentencia pontificia fue fulminante, al contrario de la de
Enrique. Inmediatamente todos abandonaran a Enrique IV. Y los príncipes
alemanes, reunidos en Tribur, declararon que, si él no obtenía la absolución de
la sentencia en el plazo de un año, perdería la corona. Sin embargo, debería
vivir como un particular en Espira, licenciar a su ejército y a todos los
consejeros excomulgados, y abstenerse del culto público mientras aguardaba la
decisión del Papa.
El emperador, al
verse perdido, no tuvo otra salida que procurar al Sumo Pontífice y obtener su
perdón. En el invierno de 1076-1077 —el más frío del siglo— atravesó los Alpes
y fue hasta donde estaba San Gregorio VII, en Canossa, Toscana, en la propiedad
de la Condesa Matilde. Allí Enrique permaneció por tres días descalzo en la
nieve, vestido apenas con un hábito de penitente, implorando perdón. Por fin el
Papa, cediendo a las instancias de los que lo rodeaban y a las muestras de
arrepentimiento del emperador, retiró las censuras. Enrique se comprometió a
dar a Gregorio toda la ayuda necesaria para resolver los conflictos de
Alemania. Pero apenas se vio nuevamente en posesión del poder imperial, mandó a
cerrar el paso de los Alpes, para impedir el viaje del Papa a su país.
Durante el sínodo cuaresmal de 1080, Gregorio volvió a
excomulgar y deponer a Enrique IV. Éste emprendió una expedición militar contra
el Papa y sitió Roma durante tres años. Gregorio se refugió en el castillo de
Sant’Angelo. Enrique IV recibió la corona imperial de manos de un antipapa, y
después abandonó a toda prisa la ciudad cuando supo del avance de los
normandos, liderados por Roberto Guiscard, duque de Normandía, que liberó al
Papa. Debido a la fragilidad de la situación, San Gregorio abandonó Roma y se
condujo al destierro, falleciendo en Salerno el día 25 de mayo de 1085. Sus
últimas palabras quedaron célebres y sintetizan su combatividad heroica en
defensa de la Santa Iglesia: “He amado la justicia y odiado la iniquidad; por
eso muero en el destierro”.4
Notas.-
1. Dr. Eduardo María Vilarrasa, San Gregorio VII – La
Leyenda de Oro, L. González y Cía. Editores, Barcelona, 1896, t. II, p. 328.
2. J. Goñi Gaztambide, San Gregorio VII – Gran Enciclopedia Rialp, Ed. Rialp,
Madrid, 1972, t. XI, p. 325.
3. Id., ib.
4. Id., ib.
FUENTE :
http://www.fatima.pe/articulo-480-san-gregorio-vii
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