SAN FELIPE NERI, CONFESOR
LA ALEGRÍA
La alegría es la principal característica del tiempo pascual, alegría sobrenatural por el triunfo de nuestro Emmanuel y por el sentimiento de nuestra liberación de los lazos de la muerte. Ahora bien esta alegría interior reinó de modo particular en el siervo de Dios, cuya fiesta celebramos hoy, y, del que se puede decir con la sagrada Escritura, que "el corazón del justo es como un continuo festín'", ya que su espíritu estuvo siempre lleno de júbilo y entusiasmo por las cosas divinas. Uno de sus últimos, discípulos, el P. Fáber, fiel a las doctrinas de su maestro, enseña en su libro del Progreso Espiritual, que el buen humor es uno de los principales medios para adelantar en la perfección cristiana. Por eso recibiremos con alegría y respeto la radiante y simpática figura de San Felipe Neri, el Apóstol de Roma del siglo XVI.
LA CARIDAD
El rasgo más
característico de su vida fué el amor de Dios, amor ardiente y que comunicaba
invenciblemente a todos cuantos se le acercaban. Todos los santos han amado a
Dios; porque el amor de Dios es el primero y el mayor de los mandamientos; pero
donde se ve realizado, por decirlo así, de modo incomparable y en toda su
plenitud, es en la vida de este santo. Su existencia no fué más que un éxtasis
de amor para con el Señor de todas las cosas, y sin un milagro especial de su
poder y de su bondad este amor tan ardiente del corazón de Felipe hubiera
consumido su vida mucho antes de tiempo. Tenía 29 años, cuando un día en la
octava de Pentecostés, el fuego de caridad abrasó su corazón con tal ímpetu,
que saltaron dos costillas del lugar normal de su pecho, dejando al corazón el
espacio necesario para poder expansionase en adelante, sin peligro, en los
trasportes que le arrebataban. Esta fractura no se compuso nunca y su presencia
se hacía sensible por una prominencia visible a todos y, gracias a este alivio
milagroso, San Felipe pudo vivir cincuenta años más, preso siempre del fuego de
un amor más bien celestial que terreno.
LA SANTIDAD Y EL SERVICIO DE LA IGLESIA
Este serafín en cuerpo
humano fué como una respuesta viva y eficaz a los insultos con que la
pretendida Reforma Protestante perseguía a la Iglesia Católica. Lutero y
Calvino habían llamado a esta Iglesia la infiel y corrompida Babilonia y he
aquí cómo esta Iglesia podía mostrar a amigos y enemigos hijos como éstos:
Teresa en España, y Felipe Neri en Roma. Pero al Protestantismo le preocupaba
mucho la ruptura del yugo y poco el amor. En nombre de la libertad de la fe
oprimía por doquier a los pueblos sumisos en que dominaba y se imponía por la
fuerza allí precisamente donde se le rechazaba. Pero nunca se preocupaba de
reivindicar para Dios el derecho que tiene de ser amado. Por eso se vió
desaparecer de los lugares que invadió, ese amor que engendra el sacrificio por
Dios y por el prójimo. Tuvo que pasar mucho tiempo después de la pretendida
Reforma para que ésta se diera cuenta de que todavía existían infieles sobre la
superficie de la tierra, y si luego, más tarde, ha tomado fastuosamente la obra
de las misiones, todos sabemos muy bien qué apóstoles ha escogido para
enviarlos como órganos de sus extrañas sociedades bíblicas. Sólo tres siglos
después de su existencia fué cuando se dió cuenta de que la Iglesia Católica no
había cesado de producir asociaciones cuya finalidad no era otra que las obras
de caridad. Desconcertada ante tal descubrimiento trató de introducir en
algunos lugares sus diaconías y sus enfermeras. Sea lo que sea sobre el éxito
de un trabajo tan tardío, podemos creer no obstante con razón que no alcanzará
grandes proporciones y podemos pensar que este espíritu de apostolado, que
estuvo adormecido por espacio de tres siglos en el mismo seno del
protestantismo, no es precisamente su carácter esencial, cuando se ha visto
que, en los países invadidos por él, ha desaparecido el espíritu de sacrificio,
suprimiendo voluntariamente la práctica de los consejos evangélicos, cuya existencia
se basa únicamente en el amor de Dios. ¡Gloria, pues, sea dada a San Felipe
Neri, uno de los representantes más dignos del amor de Dios en el siglo XVI!
Gracias a su impulso Roma y muy pronto después toda la cristiandad tomaron
nueva vida con la frecuencia de los sacramentos, suspirando por una piedad más
fervorosa. Su palabra y su sola presencia electrizaba al pueblo cristiano de la
Ciudad Eterna, cuya memoria perdura todavía. Por eso cada año Roma celebra el
26 de mayo el recuerdo de su pacifico reformador. San Felipe se divide con los
príncipes de los Apóstoles el patronato de la ciudad de San Pedro.
EL TAUMATURGO
San Felipe tuvo el
carisma de los milagros, y cuanto más buscaba, por su parte, el desprecio y el
olvido, más se veía seguido de todo el pueblo, que, por su mediación pedía y
obtenía la curación de los males de esta vida terrena a la vez que la
reconciliación de las almas con Dios. La misma muerte obedecía a su imperio
como testigo de ello fué el joven príncipe Pablo Massimo, a quien Felipe
resucitó cuando ya se le estaban preparando las exequias funerarias. En el
mismo momento en que este joven daba su último suspiro, y cuando fueron a
pedirle ayuda para ese último trance, estaba el siervo de Dios celebrando el
santo Sacrificio. Cuando luego más tarde entró ya en el palacio, encuentra por
todas partes las señales del duelo: su padre desolado, sus hermanos llorando
sin consuelo y toda la familia consternada. Tal es el espectáculo que
encuentran sus ojos. El joven había terminado su vida después de sesenta y
cinco días de enfermedad, llevada con asombrosa paciencia. San Felipe se postró
de rodillas y después de una fervorosa plegaria, puso su mano sobre la cabeza
del difunto y le llamó en voz alta por su propio nombre. Ante esta voz poderosa
despertó Pablo del sueño de la muerte, abrió los ojos y respondió con ternura:
"Padre mío." Después añadió solamente: "Deseaba sólo
confesarme." Los asistentes se alejaron un momento y Felipe permaneció
sólo con esta conquista que terminaba de alcanzar de la muerte. Luego fueron
llamados sus parientes y Pablo se estuvo en su presencia, hablando con Felipe
de su madre y de su hermana, a quienes amaba tiernamente y que habían sido
arrebatadas por la muerte. Mientras estaban conversando, el rostro del joven, desfigurado
antes por la fiebre, recobró sus colores y la lozanía de otros tiempos. Nunca
se le había visto tan lleno de vida. Entonces el santo le preguntó si estaba
dispuesto a morir con gusto otra vez. "Oh, sí, respondió el joven, con
mucho gusto; porque entonces vería en el paraíso a mi madre y a mi
hermana." "Marcha, pues, repuso Felipe, marcha al cielo y pide al
Señor por mí." A estas palabras espiró de nuevo el joven y entró en los
gozos de la eternidad, dejando a la concurrencia sobrecogida de dolor y de
admiración.
Tal era este hombre favorecido por el Señor casi continuamente con raptos y éxtasis, dotado del don de profecía, que sabía penetrar con su mirada el interior de las conciencias y que dejaba tras sí un perfume que atraía a las almas con encanto irresistible. La juventud romana de todas las clases sociales se apiñaba en su derredor. A unos les hacía evitar los peligros, a otros les daba la mano para sacarles del naufragio. Los pobres y los enfermos eran siempre el objeto de sus cuidados. Parecía multiplicarse en Roma, empleando todas las formas de celo y dejando tras sí un impulso hacia el bien obrar que todavía no se ha resfriado.
Tal era este hombre favorecido por el Señor casi continuamente con raptos y éxtasis, dotado del don de profecía, que sabía penetrar con su mirada el interior de las conciencias y que dejaba tras sí un perfume que atraía a las almas con encanto irresistible. La juventud romana de todas las clases sociales se apiñaba en su derredor. A unos les hacía evitar los peligros, a otros les daba la mano para sacarles del naufragio. Los pobres y los enfermos eran siempre el objeto de sus cuidados. Parecía multiplicarse en Roma, empleando todas las formas de celo y dejando tras sí un impulso hacia el bien obrar que todavía no se ha resfriado.
EL FUNDADOR
San Felipe había notado que la conservación de las costumbres cristianas dependía principalmente de la buena predicación de la palabra de Dios y nadie trabajó más que él en procurar a los fieles apóstoles capaces de ganarles con su doctrina sólida y atrayente. Para eso fundó con el nombre de Oratorio un Instituto, que existe todavía, y cuya finalidad consiste en animar y mantener la piedad en las ciudades. Esta Institución, que no hay que confundir con el Oratorio de Francia, tiene por objeto aprovechar el celo y las dotes de aquellos sacerdotes que sin ser llamados al claustro por vocación divina, llegan no obstante a producir abundantes frutos de santidad al asociar sus esfuerzos.
Al fundar el Oratorio sin ligar a sus miembros con los votos de la religión, San Felipe se acomodaba al género de vocación que habían recibido del cielo algunos miembros, y por de pronto les aseguraba las ventajas de un reglamento común, con la ayuda del ejemplo, tan eficaz para sostener el alma en el servicio de Dios y en la práctica de las obras de celo. Mas el santo apóstol estaba demasiado apegado a la fe de la Iglesia, para no considerar a la vida religiosa como el estado de perfección. Durante su larga existencia no cesó de dirigir a los claustros a las almas que creía llamadas a la profesión de los votos. Por medio de él se reclutaban muchas órdenes religiosas de gran número de sujetos que seleccionaba y probaba él mismo, de tal suerte que, San Ignacio de Loyola, amigo íntimo y admirador del santo le comparaba jocosamente con la campana que llama los fieles a la Iglesia, por más que siempre se queda ella afuera.
LUCHA CONTRA EL PROTESTANTISMO
La terrible crisis que
conmovió el cristianismo en el siglo XVI y que arrebató al catolicismo tan gran
número de regiones, afectó dolorosamente a San Felipe y sufrió terriblemente al
ver hundirse tantos pueblos unos tras otros en el abismo de herejía. Su corazón
sentía los incesantes golpes que le daba su ardiente celo por reconquistar las
almas seducidas por la pretendida Reforma y seguía con suma atención las
maniobras de que se servía el Protestantismo para mantener en ellas su
influencia. Las Centurias de Magdeburgo, vasta compilación histórica, destinada
a engañar a los lectores con ayuda de pasajes falsificados y de hechos
adulterados e incluso inventados como por ejemplo, que la Iglesia Romana había
abandonado la antigua fe y que había sustituido las prácticas primitivas con
supersticiones; esta obra le pareció ser de tan peligrosa trascendencia, que
únicamente podría asegurar el triunfo de la Iglesia Católica otra obra que la
aventajase en erudición y que tuviese su origen en las verdaderas fuentes.
Mucho tiempo hacía que había adivinado el genio de César Baronio, uno de sus compañeros del Oratorio. Tomando la defensa de la fe, mandó a este gran sabio que entrase en la lucha y que persiguiese al enemigo de la fe auténtica, poniéndose en el mismo campo de la historia. Fruto de este pensamiento genial de San Felipe fueron los Anales Eclesiásticos, según lo atestigua el mismo Baronio al principio del tomo VIII. Cuatro siglos han corrido desde que se compuso esta obra. Con los medios científicos de que hoy disponemos nos es fácil distinguir sus fallos; pero nunca hasta entonces se había escrito la historia de la Iglesia con dignidad, elocuencia e imparcialidad, superiores a las que se ven en este inteligentísimo trabajo que abarca doce siglos.
La herejía sintió muy pronto el golpe; la erudición falsa y perjudicial de los Centuriadores se eclipsó ante esta historia verdadera de los hechos y puede afirmarse que el oleaje creciente del protestantismo se detuvo ante los Anales de Baronio, en donde aparece la Iglesia tal cual fue siempre, es decir, "como columna y sostén de la verdad'". La Santidad de San Felipe y el genio de Baronio decidieron la victoria y fueron muchos los que, vueltos a la fe de la Iglesia Romana, vinieron a consolar a los católicos, tan tristemente diezmados, y si en nuestros días son incontables las abjuraciones de la nueva secta, es justo atribuirlo en gran parte al fruto que produce el método histórico inaugurado con los Anales.Mucho tiempo hacía que había adivinado el genio de César Baronio, uno de sus compañeros del Oratorio. Tomando la defensa de la fe, mandó a este gran sabio que entrase en la lucha y que persiguiese al enemigo de la fe auténtica, poniéndose en el mismo campo de la historia. Fruto de este pensamiento genial de San Felipe fueron los Anales Eclesiásticos, según lo atestigua el mismo Baronio al principio del tomo VIII. Cuatro siglos han corrido desde que se compuso esta obra. Con los medios científicos de que hoy disponemos nos es fácil distinguir sus fallos; pero nunca hasta entonces se había escrito la historia de la Iglesia con dignidad, elocuencia e imparcialidad, superiores a las que se ven en este inteligentísimo trabajo que abarca doce siglos.
Vida
San Felipe nació en
Florencia en 1515. Tras una infancia consagrada a la piedad, pasó a Roma para
estudiar la filosofía y la teología. En 1551 fué ordenado de sacerdote y desde
entonces se entregó por completo al servicio de las almas, y para que su
trabajo fuera más eficaz, fundó la Congregación del Oratorio aprobada por
Gregorio XIII en 1575. Gozaba de una oración tan elevada, que con frecuencia se
levantaba en éxtasis. Poseyó también el don de profecía y de saber leer en las
almas. En 1593 renunció al cargo de Superior del Oratorio y murió el 24 de mayo
de 1602. Fué canonizado veinte años más tarde a la vez que Santa Teresa de
Jesús, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier.
AMOR DE DIOS
¡Oh glorioso San Felipe! Amaste a Jesucristo y tu vida no fué más que un acto continuo de amor. Pero no quisiste gozar exclusivamente de tan soberano bien. Todas tus actividades se encaminaron a hacerle conocer de los hombres a fin de que todos le amasen contigo, y pudieran llegar a su último fin. Durante cuarenta años fuiste el apóstol infatigable de la Ciudad Eterna, sin que nadie pudiera dejar de sentir el ardor del fuego divino que te consumía. Por eso te pedimos que extiendas tus miradas sobre nosotros. Enséñanos a amar a Jesús resucitado. No basta con que nosotros le adoremos y nos regocijemos de su triunfo; necesitamos amarle, porque todos sus misterios, desde su Encarnación hasta su Resurrección, no tienen otro fin que manifestarnos siempre más claramente su infinito amor. Amándole de continuo podremos llegarnos más cerca del gran misterio de su Resurrección, misterio que acaba de revelarnos todas las riquezas de su corazón. Cuanto más se eleva El en la nueva vida que acaba de tomar al salir del sepulcro, mejor se nos muestra lleno de amor hacia nosotros y más nos está solicitando para atraernos a Él. Ruega, oh Felipe, y pide que "nuestro corazón y nuestra carne salten de gozo en el Dios vivo'". Y tras el misterio de Pascua, introdúcenos también en el de la Ascensión; prepara nuestras almas para recibir el Espíritu Santo en Pentecostés y cuando brille a nuestros ojos el misterio de la Eucaristía en la próxima solemnidad, tú que la celebraste por última vez antes de subir a la mansión eterna, en que Jesús se muestra sin velos, dispón nuestras almas para recibir y gustar "este pan vivo que da la vida al mundo". Tu santidad se distinguió por los lances irresistibles de tu alma hacia Dios y cuantos se acercaban a ti sentían muy pronto en sí mismos esta misma disposición, única capaz de corresponder al llamamiento del Redentor. Sabías apoderarte de las almas y llevarlas a la perfección por medio de la confianza y de la generosidad del corazón. En esta gran obra no te apegaste a un método imitando a los Apóstoles y a los antiguos Padres, confiando más en la virtud propia de la palabra de Dios. Para ti el frecuentar los sacramentos con fervor fué siempre la señal más clara de la vida cristiana. Ruega por el pueblo fiel y ayuda a tantas almas que se agitan y se gastan en caminos trazados por manos humanas y que con frecuencia no hacen más que retrasar o impedir la unión íntima de la criatura con el Creador.
AMOR A LA IGLESIA
¡Oh Felipe! amaste ardientemente a la Iglesia, siendo este amor el signo imprescindible de la santidad. Tu alta contemplación no te hacía olvidar la dolorosa suerte de la Esposa de Cristo, tan probada en el siglo en que viniste a este mundo y pasaste a mejor vida. Los esfuerzos de la herejía triunfante en tantas naciones estimulaban el celo de tu corazón. Alcánzanos del Espíritu Santo esta viva simpatía hacia la verdad católica que nos haga sentir sus derrotas y sus victorias. No basta con que salvemos nuestras almas; es necesario que deseemos ardientemente y trabajemos con todas nuestras fuerzas por el acrecentamiento del reino de Dios en la tierra, la extirpación de la herejía y la exaltación de nuestra Santa Madre Iglesia. Sólo así seremos hijos de Dios. Inspíranos, oh San Felipe, con tus ejemplos este ardor con el que debemos unirnos en todo a los intereses sagrados de nuestra Madre común. Ruega también por esta Iglesia militante que siempre te ha contado como uno de los soldados mejores salidos de sus filas. Defiende valiente la causa de Roma que se siente orgullosa al serte deudora de tantos servicios. Tú la santificaste durante tu vida mortal; santifícala y defiéndela todavía más ahora ya desde el cielo.
fuente: Año Litúrgico
de Dom Próspero Guéranguer
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