Cristóbal Magallanes (1869–1927) y compañeros mártires
El reloj, con su cansino y constante paso, está por marcar las siete
de la mañana. La luz tenue del sol se asoma, tímida, en el horizonte,
ahuyentando la niebla, que sacude sus vapores como sábana que se enrolla
sobre el valle. El rocío dejó su huella en los arbustos; el campo está
perfumado y huele a tierra mojada. Hace frío. Algunas aves comienzan a
surcar el cielo, mientras mugen las vacas seguidas de un arriero; el
paisaje se va pintando con la policromía del amanecer mientras se
despierta la pequeña población de Totatiche, Jalisco, en el occidente de
México.
En Totatiche hay una iglesia y en ella vive el párroco, el padre
Cristóbal, quien es muy apreciado entre sus feligreses, por su celo
pastoral: visita a los enfermos, da limosnas, es misionero entre los
indígenas Huicholes de la zona; establece centros de catequesis para
niños y adultos en toda la comarca, talleres de carpintería y zapatería,
escuelas, y sanatorios y hasta una biblioteca. Promueve, además, la
construcción de una presa y los músicos del pueblo le agradecen su
entusiasmo para lograr la formación de su banda. Se deben al padre
Cristóbal la fundación de un hospicio para huérfanos, el asilo para
ancianos y las capillas en los ranchos de su jurisdicción. En Totatiche
todos conocen cómo se gasta el padre Cristóbal en tantas cosas, además
de las confesiones, la celebración de los Sacramentos y la promoción de
vocaciones para el seminario ¡Cuánto puede hacer un buen sacerdote!
Estamos en un día de diciembre de 1926. La persecución religiosa en
México pone los nervios de punta en todos. Unas cuantas mujeres,
envueltas en sus rebozos, apresuran sus pasos hacia una casa. Va a
comenzar la Misa que Cristóbal Magallanes celebra a escondidas, con gran
piedad: —In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. —Et cum Spíritu tuo.
Las respuestas se dicen en voz baja y profunda devoción. Hace cuatro
meses los Obispos mexicanos ha tenido que decretar la suspensión del
culto público como respuesta a la agria persecución que ha desatado el
Gobierno contra la Iglesia Católica. Algunos fieles católicos se
organizan, incluso con las armas, para restaurar la libertad religiosa y
de culto. Los Obispos y la mayoría de los sacerdotes, por su parte, se
oponen a la resistencia violenta y exhortan a acciones pacíficas, aunque
la tropas del Gobierno buscan a sacerdotes entre sus escondrijos, a
veces de casa en casa, para darles muerte. El párroco de Totatiche había
escrito al respecto: “La religión ni se propagó, ni se ha de
conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la
Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia
son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra”.
Durante aquella Misa clandestina, en la penumbra mañanera, los ojos
del padre Cristóbal destilan gruesos lagrimones que corren por su
rostro. Quizá ninguno de los presentes se da cuenta del profundo dolor
que embarga a ese sacerdote enamorado de Dios, pastor celoso. Sufre sólo
de pensar que ese día tendrá que salir huyendo, quizá para siempre, de
su gente. Es consciente de que ya se acerca la hora de dar su vida por
Dios. En las últimas horas han llegado noticias alarmantes en relación a
otros sacerdotes de pueblos vecinos que fueron apresados por el
Ejército Federal.
Luego de celebrar la Santa Misa sale corriendo del pueblo. No es una
huída cobarde. Sabe que en muchos lugares necesitan de su atención
sacerdotal y procura seguir vivo. Comienzan cuatro meses de agotadoras
caminatas entre montañas y barrancas. Se detiene lo indispensable en
algunas casas, donde consuela y anima a todos. Sus compañeros de viaje
son el hambre y el frío. Pasa de un escondite a otro; se disfraza y
actúa con sagacidad, mientras ejerce el ministerio sacerdotal. El 21 de
mayo, cuando montado en mula se dirige a una fiesta religiosa, es
descubierto por el ejército. Un soldado le pregunta: ¿Quién es usted? —Soy el párroco de Totatiche...,
dijo valiente, sin vacilar. —Pues móntese de nuevo y síganos…. Lo
conducen al mismo pueblo donde vivía y lo meten en la cárcel, donde para su sorpresa, encuentra a su vicario, el padre Agustín Caloca,
sacerdote de 29 años de edad, oriundo de un pueblo de Zacatecas. El
pueblo se arremolina en las afueras de la cárcel rogando por la libertad
de los sacerdotes, sin resultado alguno.
La mañana del 25 de mayo, para ocultar su ya muy pronta ejecución,
son conducidos a la casa municipal del pueblo llamado Colotlán. Sabemos
que el señor Cura Cristóbal Magallanes le solicitó a su vicario, el
Padre Agustín, la absolución sacramental, quien la recibió piadosamente
de rodillas. El vicario la recibió luego de su párroco. Cuando Agustín
advierte que llega el momento de morir dice: —Nosotros, por Dios vivimos y por Él morimos. Por su parte, el Padre Cristóbal ante sus verdugos, deja unas últimas palabras: — “Soy
y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a
Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos. Viendo a su Vicario, muy afligido, le dijo: —Padre, sólo un momento y estaremos en el Cielo.
Se oyeron los disparos del pelotón y poco después dos tiros de gracia, a
corta distancia, sobre sus cabezas. La sangre de los dos sacerdotes no
fue derramada en balde.
El 21 de mayo de 2000, en Roma, Juan Pablo II canonizó a Cristóbal
Magallanes y a otros 24 compañeros mártires, sacerdotes y laicos. Las vidas de estos hombres admirables se merece muchas páginas. Sirvan
de estímulo para nosotros algunos hechos, contados por testigos
presenciales, de los momentos últimos de varios de ellos. Quizá hagan en
nosotros el mismo efecto que, muchos siglos antes describía así San
Bernardo de Claraval: “confieso que, cuando pienso en los santos, siento
arder en mí grandes deseos”.
Desayunar en el Cielo
El
teniente coronel Enrique Vera aborrecía al padre David Galván
(1881–1924) especialmente porque, según decía, le había impedido seducir
y raptar a una señorita, a la que el padre le había advertido que el
teniente coronel era casado y no le convenía para esposo. El alto mando
del ejército ordenó que encerraran en un cuarto del cuartel al padre
David Galván y al padre José María Araiza, por odio a la fe y en
venganza por entrometerse en asuntos tan personales. Estuvieron presos
unas dos horas, tiempo que emplearon los dos sacerdotes para hacer,
entre ambos, una confesión sacramental y recibir la absolución.
Al terminar, el padre Araiza le dijo a su compañero de celda que ya
estaba listo para morir, pero que lamentaba … no haber desayunado. El
padre Galván le contestó: “—No importa, dentro de un momento nos vamos a comer con Dios”.
Llegó el padre Galván al paredón, se quitó el sombrero, y sin
permitir que le cubrieran los ojos, les dijo a los verdugos, señalándose
el pecho: “—Peguen aquí”. Los soldados dispararon sus armas.
Ese día los dos sacerdotes entraron al banquete celestial con una
sonrisa de oreja a oreja, y todavía siguen de fiesta.
Yo me muero con mi padrino…..
José Isabel Flores (1866-1927) nació en Zacatecas. Fue aprehendido
por ser sacerdote y condenado a muerte de forma inmediata. Intentaron
ahorcarlo con una soga sobre la rama de un árbol, puesta alrededor de su
cuello. Varios hombres tiraban de ella, hacia arriba y abajo intentando
su muerte por asfixia sin lograrlo. Después de tres o cuatro intentos,
viendo que al sacerdote no le pasaba nada, sacaron la pistola para
dispararle; fue entonces cuando el padre José Isabel, muy sereno, les
dijo a sus verdugos: “—Así no me van a matar, hijos; yo les voy a
decir cómo; pero antes quiero decirles que si alguno recibió de mí algún
sacramento, no se manche las manos”. Uno de los verdugos, el que había sido señalado para matarlo, dijo: “Yo no meto las manos; el padre es mi padrino; él me dio el bautismo”. El jefe, muy indignado, dijo: “Te matamos también a ti”; a lo que el soldado respondió: “—Pues …. no le hace, yo muero junto con mi padrino”.;
Un balazo a corta distancia cortó la vida del soldado. Luego quisieron
matar al padre a balazos, pero las armas, inexplicablemente, no
funcionaron. Uno de los soldados, para quedar bien con el mando, degolló
al sacerdote con un machete. El sacerdote padrino y el que no quiso ser
verdugo, desde el Cielo, piden por aquellos asesinos que no sabían lo
que hacían.
Antes morir que hablar
El padre Mateo Correa (1866-1927), estando preso en la cárcel, poco
antes de su ejecución, recibió una orden del general Ortiz: “Primero va a
confesar a esos bandidos rebeldes que ve ahí, y que van a ser fusilados
en seguida; después ya veremos qué hacemos con usted”. El señor cura
atendió las confesiones… El general le dijo: “Ahora va usted a decirme
lo que esos bandidos le han dicho en confesión”.
—¡Jamás lo haré!”, fue la respuesta. “—¿Cómo que jamás…?” le replicó el general, y le gritó: “—¡Voy a mandar que lo fusilen inmediatamente!” —“Puede hacerlo; pero no ignora usted, general, que un sacerdote debe guardar el secreto de la confesión. Estoy dispuesto a morir”.
Los soldados lo llevaron a un lugar solitario y a balazos le quitaron
la vida, pero nunca pudieron arrebatarle el secreto de la Confesión.
Perdonar siempre
Por su parte, al padre David Uribe (Buenavista, Guerrero, 1888-1927),
cuando iban a darle muerte, le sacaron de la celda y en un carro lo
llevaron al lugar de la ejecución; al descender se arrodilló en el suelo
y pidió a Dios el perdón de sus pecados y la salvación de México y de
su Iglesia. De pie, tranquilo, con palabras amables dijo a los soldados:
“Hermanos, arrodíllense voy a dar la bendición. De corazón los
perdono y sólo les suplico que pidan a Dios por mi alma. Yo, en cambio,
no los olvidaré delante de Él”. Levantó en alto su mano diestra y
trazó en el aire la señal de la cruz; repartió luego a los presentes su
reloj, su rosario, su crucifijo y otros pequeños objetos. Eso es
perdonar.
Dios no muere
El
padre Tranquilino Ubiarco (1899-1928) está a pocos minutos de ser
asesinado. El pelotón le muestra al padre la soga que traían para
ahorcarlo y él con admirable tranquilidad, haciendo honor a su nombre
(Tranquilino), la bendijo. Los verdugos le dijeron: “Ahora vas a morir
aquí muy colgadito”, y el sacerdote les contestó: — “Yo muero, sí, pero Cristo Rey, de quien soy ministro, no muere. Él sigue viviendo y ustedes mismos lo verán un día”.
Le preguntaron si era jefe de los cristeros, nombre que recibían los
que defendían con las armas la libertad de culto, a lo que el padre
respondió: “—Yo soy ministro de Jesucristo, el encargado de esta parroquia”.
El sacerdote regaló su reloj a un soldado. Los verdugos le pusieron la
soga al cuello y ordenaron al soldado designado que estirara la cuerda.
El soldado, se negó dar muerte al sacerdote. El padre Tranquilino,
mirándolo fijamente, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Otros verdugos hicieron la tarea y el sacerdote murió ahorcado. Al
joven soldado que se había negado a ejecutar el ahorcamiento lo
fusilaron el mismo día, a la una de la tarde, en los muros del panteón. Entró al Cielo con todo y reloj…
Comulgar antes de morir
Cristóbal Magallanes (1869–1927) y compañeros mártires
El reloj, con su cansino y constante paso, está por marcar las siete de la mañana. La luz tenue del sol se asoma, tímida, en el horizonte, ahuyentando la niebla, que sacude sus vapores como sábana que se enrolla sobre el valle. El rocío dejó su huella en los arbustos; el campo está perfumado y huele a tierra mojada. Hace frío. Algunas aves comienzan a surcar el cielo, mientras mugen las vacas seguidas de un arriero; el paisaje se va pintando con la policromía del amanecer mientras se despierta la pequeña población de Totatiche, Jalisco, en el occidente de México.
En Totatiche hay una iglesia y en ella vive el párroco, el padre Cristóbal, quien es muy apreciado entre sus feligreses, por su celo pastoral: visita a los enfermos, da limosnas, es misionero entre los indígenas Huicholes de la zona; establece centros de catequesis para niños y adultos en toda la comarca, talleres de carpintería y zapatería, escuelas, y sanatorios y hasta una biblioteca. Promueve, además, la construcción de una presa y los músicos del pueblo le agradecen su entusiasmo para lograr la formación de su banda. Se deben al padre Cristóbal la fundación de un hospicio para huérfanos, el asilo para ancianos y las capillas en los ranchos de su jurisdicción. En Totatiche todos conocen cómo se gasta el padre Cristóbal en tantas cosas, además de las confesiones, la celebración de los Sacramentos y la promoción de vocaciones para el seminario ¡Cuánto puede hacer un buen sacerdote!
Estamos en un día de diciembre de 1926. La persecución religiosa en México pone los nervios de punta en todos. Unas cuantas mujeres, envueltas en sus rebozos, apresuran sus pasos hacia una casa. Va a comenzar la Misa que Cristóbal Magallanes celebra a escondidas, con gran piedad: —In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. —Et cum Spíritu tuo. Las respuestas se dicen en voz baja y profunda devoción. Hace cuatro meses los Obispos mexicanos ha tenido que decretar la suspensión del culto público como respuesta a la agria persecución que ha desatado el Gobierno contra la Iglesia Católica. Algunos fieles católicos se organizan, incluso con las armas, para restaurar la libertad religiosa y de culto. Los Obispos y la mayoría de los sacerdotes, por su parte, se oponen a la resistencia violenta y exhortan a acciones pacíficas, aunque la tropas del Gobierno buscan a sacerdotes entre sus escondrijos, a veces de casa en casa, para darles muerte. El párroco de Totatiche había escrito al respecto: “La religión ni se propagó, ni se ha de conservar por medio de las armas. Ni Jesucristo, ni los Apóstoles, ni la Iglesia han empleado la violencia con ese fin. Las armas de la Iglesia son el convencimiento y la persuasión por medio de la palabra”.
Durante aquella Misa clandestina, en la penumbra mañanera, los ojos del padre Cristóbal destilan gruesos lagrimones que corren por su rostro. Quizá ninguno de los presentes se da cuenta del profundo dolor que embarga a ese sacerdote enamorado de Dios, pastor celoso. Sufre sólo de pensar que ese día tendrá que salir huyendo, quizá para siempre, de su gente. Es consciente de que ya se acerca la hora de dar su vida por Dios. En las últimas horas han llegado noticias alarmantes en relación a otros sacerdotes de pueblos vecinos que fueron apresados por el Ejército Federal.
Luego de celebrar la Santa Misa sale corriendo del pueblo. No es una huída cobarde. Sabe que en muchos lugares necesitan de su atención sacerdotal y procura seguir vivo. Comienzan cuatro meses de agotadoras caminatas entre montañas y barrancas. Se detiene lo indispensable en algunas casas, donde consuela y anima a todos. Sus compañeros de viaje son el hambre y el frío. Pasa de un escondite a otro; se disfraza y actúa con sagacidad, mientras ejerce el ministerio sacerdotal. El 21 de mayo, cuando montado en mula se dirige a una fiesta religiosa, es descubierto por el ejército. Un soldado le pregunta: ¿Quién es usted? —Soy el párroco de Totatiche..., dijo valiente, sin vacilar. —Pues móntese de nuevo y síganos…. Lo conducen al mismo pueblo donde vivía y lo meten en la cárcel, donde para su sorpresa, encuentra a su vicario, el padre Agustín Caloca, sacerdote de 29 años de edad, oriundo de un pueblo de Zacatecas. El pueblo se arremolina en las afueras de la cárcel rogando por la libertad de los sacerdotes, sin resultado alguno.
La mañana del 25 de mayo, para ocultar su ya muy pronta ejecución, son conducidos a la casa municipal del pueblo llamado Colotlán. Sabemos que el señor Cura Cristóbal Magallanes le solicitó a su vicario, el Padre Agustín, la absolución sacramental, quien la recibió piadosamente de rodillas. El vicario la recibió luego de su párroco. Cuando Agustín advierte que llega el momento de morir dice: —Nosotros, por Dios vivimos y por Él morimos. Por su parte, el Padre Cristóbal ante sus verdugos, deja unas últimas palabras: — “Soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos. Viendo a su Vicario, muy afligido, le dijo: —Padre, sólo un momento y estaremos en el Cielo. Se oyeron los disparos del pelotón y poco después dos tiros de gracia, a corta distancia, sobre sus cabezas. La sangre de los dos sacerdotes no fue derramada en balde.
El 21 de mayo de 2000, en Roma, Juan Pablo II canonizó a Cristóbal Magallanes y a otros 24 compañeros mártires, sacerdotes y laicos. Las vidas de estos hombres admirables se merece muchas páginas. Sirvan de estímulo para nosotros algunos hechos, contados por testigos presenciales, de los momentos últimos de varios de ellos. Quizá hagan en nosotros el mismo efecto que, muchos siglos antes describía así San Bernardo de Claraval: “confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos”.
Desayunar en el Cielo
El teniente coronel Enrique Vera aborrecía al padre David Galván (1881–1924) especialmente porque, según decía, le había impedido seducir y raptar a una señorita, a la que el padre le había advertido que el teniente coronel era casado y no le convenía para esposo. El alto mando del ejército ordenó que encerraran en un cuarto del cuartel al padre David Galván y al padre José María Araiza, por odio a la fe y en venganza por entrometerse en asuntos tan personales. Estuvieron presos unas dos horas, tiempo que emplearon los dos sacerdotes para hacer, entre ambos, una confesión sacramental y recibir la absolución.Al terminar, el padre Araiza le dijo a su compañero de celda que ya estaba listo para morir, pero que lamentaba … no haber desayunado. El padre Galván le contestó: “—No importa, dentro de un momento nos vamos a comer con Dios”.Llegó el padre Galván al paredón, se quitó el sombrero, y sin permitir que le cubrieran los ojos, les dijo a los verdugos, señalándose el pecho: “—Peguen aquí”. Los soldados dispararon sus armas. Ese día los dos sacerdotes entraron al banquete celestial con una sonrisa de oreja a oreja, y todavía siguen de fiesta.Yo me muero con mi padrino…..
José Isabel Flores (1866-1927) nació en Zacatecas. Fue aprehendido por ser sacerdote y condenado a muerte de forma inmediata. Intentaron ahorcarlo con una soga sobre la rama de un árbol, puesta alrededor de su cuello. Varios hombres tiraban de ella, hacia arriba y abajo intentando su muerte por asfixia sin lograrlo. Después de tres o cuatro intentos, viendo que al sacerdote no le pasaba nada, sacaron la pistola para dispararle; fue entonces cuando el padre José Isabel, muy sereno, les dijo a sus verdugos: “—Así no me van a matar, hijos; yo les voy a decir cómo; pero antes quiero decirles que si alguno recibió de mí algún sacramento, no se manche las manos”. Uno de los verdugos, el que había sido señalado para matarlo, dijo: “Yo no meto las manos; el padre es mi padrino; él me dio el bautismo”. El jefe, muy indignado, dijo: “Te matamos también a ti”; a lo que el soldado respondió: “—Pues …. no le hace, yo muero junto con mi padrino”.; Un balazo a corta distancia cortó la vida del soldado. Luego quisieron matar al padre a balazos, pero las armas, inexplicablemente, no funcionaron. Uno de los soldados, para quedar bien con el mando, degolló al sacerdote con un machete. El sacerdote padrino y el que no quiso ser verdugo, desde el Cielo, piden por aquellos asesinos que no sabían lo que hacían.Antes morir que hablar
El padre Mateo Correa (1866-1927), estando preso en la cárcel, poco antes de su ejecución, recibió una orden del general Ortiz: “Primero va a confesar a esos bandidos rebeldes que ve ahí, y que van a ser fusilados en seguida; después ya veremos qué hacemos con usted”. El señor cura atendió las confesiones… El general le dijo: “Ahora va usted a decirme lo que esos bandidos le han dicho en confesión”.—¡Jamás lo haré!”, fue la respuesta. “—¿Cómo que jamás…?” le replicó el general, y le gritó: “—¡Voy a mandar que lo fusilen inmediatamente!” —“Puede hacerlo; pero no ignora usted, general, que un sacerdote debe guardar el secreto de la confesión. Estoy dispuesto a morir”. Los soldados lo llevaron a un lugar solitario y a balazos le quitaron la vida, pero nunca pudieron arrebatarle el secreto de la Confesión.Perdonar siempre
Por su parte, al padre David Uribe (Buenavista, Guerrero, 1888-1927), cuando iban a darle muerte, le sacaron de la celda y en un carro lo llevaron al lugar de la ejecución; al descender se arrodilló en el suelo y pidió a Dios el perdón de sus pecados y la salvación de México y de su Iglesia. De pie, tranquilo, con palabras amables dijo a los soldados: “Hermanos, arrodíllense voy a dar la bendición. De corazón los perdono y sólo les suplico que pidan a Dios por mi alma. Yo, en cambio, no los olvidaré delante de Él”. Levantó en alto su mano diestra y trazó en el aire la señal de la cruz; repartió luego a los presentes su reloj, su rosario, su crucifijo y otros pequeños objetos. Eso es perdonar.Dios no muere
El padre Tranquilino Ubiarco (1899-1928) está a pocos minutos de ser asesinado. El pelotón le muestra al padre la soga que traían para ahorcarlo y él con admirable tranquilidad, haciendo honor a su nombre (Tranquilino), la bendijo. Los verdugos le dijeron: “Ahora vas a morir aquí muy colgadito”, y el sacerdote les contestó: — “Yo muero, sí, pero Cristo Rey, de quien soy ministro, no muere. Él sigue viviendo y ustedes mismos lo verán un día”. Le preguntaron si era jefe de los cristeros, nombre que recibían los que defendían con las armas la libertad de culto, a lo que el padre respondió: “—Yo soy ministro de Jesucristo, el encargado de esta parroquia”. El sacerdote regaló su reloj a un soldado. Los verdugos le pusieron la soga al cuello y ordenaron al soldado designado que estirara la cuerda. El soldado, se negó dar muerte al sacerdote. El padre Tranquilino, mirándolo fijamente, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Otros verdugos hicieron la tarea y el sacerdote murió ahorcado. Al joven soldado que se había negado a ejecutar el ahorcamiento lo fusilaron el mismo día, a la una de la tarde, en los muros del panteón. Entró al Cielo con todo y reloj…
Comulgar antes de morir
El párroco Pedro Maldonado vive en Chihuahua. Hasta
esos lejanos lugares del norte de México llegó la persecución contra los
católicos. Era el 10 de febrero de 1937. El padre Pedro muchas veces había
pedido a Dios la gracia de poder comulgar todos los días de su vida, también en
el de su muerte. Un día va por la calle llevando entre sus ropas las Hostias
consagradas para dar la Comunión a los enfermos. Lo descubren y es apresado en
la calle. Con la cacha de un arma le fracturaron el cráneo y lo molieron a patadas.
El sacerdote no opuso resistencia salvo la de abrazar el relicario en el que
llevaba a Jesús Sacramentado. Se lo arrancaron con violencia. Al ver lo que
llevaba en él, uno de los militares, sacó las hostias de forma sacrílega y con
furia se las metió en la boca al sacerdote, mientras le gritó con odio: —Trágate
tu superstición…. Poco después el sacerdote murió reconfortado por la misma
Comunión que iba a llevar a los enfermos y moribundos. Pudo comulgar, de manos
asesinas, el último día de su vida.
El sacerdote no opuso resistencia salvo la de abrazar el relicario en el que llevaba a Jesús Sacramentado. Se lo arrancaron con violencia. Al ver lo que llevaba en él, uno de los militares, sacó las hostias de forma sacrílega y con furia se las metió en la boca al sacerdote, mientras le gritó con odio: —Trágate tu superstición…. Poco después el sacerdote murió reconfortado por la misma Comunión que iba a llevar a los enfermos y moribundos. Pudo comulgar, de manos asesinas, el último día de su vida.
FUENTE: http://encuentra.com/santos_recientes/cristobal_magallanes_navegar_contra_corriente15480/
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