SAN LUIS, REY DE FRANCIA, CONFESOR
"Escuchad, oh reyes, y entended;
aprended, gobernadores de los confines de la tierra. Prestad atención los que
imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las
naciones. Porque el poder os fué dado por el Señor y la soberanía por el
Altísimo, que examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos... A
vosotros, pues, reyes, se dirigen mis palabras, para que aprendáis la sabiduría
y no pequéis. Pues los que guardan santamente las cosas santas, serán
santificados, y los que hubieren aprendido, sabrán cómo responder. Ansiad,
pues, mis palabras: amadlas e instruíos. La sabiduría es luminosa e
incorruptible y se deja fácilmente contemplar de los que la aman, y encontrar
de los que la buscan. Y aun se anticipa a darse a conocer a los que la
desean...".
OFICIO DE LA AUTORIDAD
La fe del cristiano fué lo que
constituyó en Luis IX la grandeza del príncipe. Meditó mucho tiempo estas
palabras del libro de la Sabiduría, que la Iglesia nos hace leer en el oficio de
los Maitines de hoy y que propone también a la imitación de todos los que
tienen que ejercer el cargo tremendo de la autoridad. San Luis comprendió que
una misma ley une con Dios al súbdito y al príncipe; porque tienen el mismo
nacimiento y el mismo destino.
Al venir al mundo
Cristo, que es quien posee la realeza por derecho de nacimiento, podía haber
despojado a los reyes de sus prerrogativas. Pero no quiso reinar al modo de los
reyes de la tierra, sólo exigió que la autoridad de los reyes se inclinase ante
la suya. "Soy rey porque lo quiere mi Padre, le hace decir San Agustín; no
os entristezcáis como si con eso se os despojase de un bien que fuese vuestro,
antes bien, reconociendo que os conviene estar sumisos al que os da seguridad
en la luz, servid al Señor de todos; con temor y gozaos en Él".
ENSEÑANZA DE LA IGLESIA
Esta seguridad que
proviene de la luz, la Iglesia continúa dispensándola a los reyes. La Iglesia,
sin meterse en el campo de los príncipes, está por encima de ellos, como madre
de los pueblos, como juez de las conciencias, y como guía única de todos los
hombres. Oigamos al Papa León XIII, cuyas enseñanzas se distinguen por la
exactitud y perfección: "Como hay en el mundo dos grandes sociedades,
la una civil, cuyo fin próximo es procurar al género humano el bien temporal y
terreno; la otra religiosa, que tiene por objeto llevar a los hombres a la
felicidad del cielo para la cual han sido creados, así hay dos poderes entre
los cuales Dios ha dividido el gobierno de este mundo. Cada uno en su género
goza de soberanía; y cada cual está ceñido a límites determinados y trazados
conforme a su naturaleza y a su fin especial. El fundador de la Iglesia,
Jesucristo, quiso que fuesen distintos el uno del otro y que los dos fuesen
libres en el cumplimiento de su misión propia; pero con la condición de que, en
las cosas que dependen a la vez de la jurisdicción y del juicio de uno y de
otro bien que a título diferente, el poder encargado de los intereses
temporales sería dependiente, como conviene, del que tiene que vigiar por los
intereses del cielo Fuera de esto sometidos ambos a la ley eterna y natural,
deben ponerse recíprocamente de acuerdo en las cosas que se refieren al orden y
al gobierno de cada uno dando lugar a una serie de relaciones que con razón se
puede comparar a la que proviene en el hombre de la unión del alma y del cuerpo".
En la esfera de los
intereses eternos, de los que nadie puede legítimamente desentenderse en este
mundo, los príncipes han de procurar mantener debajo de la dependencia de la
Iglesia y de Dios, no sólo a sus pueblos, sino también sus propias personas.
Porque "no dependiendo menos de Dios los hombres unidos por los lazos de
una sociedad común que tomados aisladamente, las sociedades políticas, de igual
modo que los particulares, no pueden sin pecado proceder como si no existiese
Dios, ni prescindir de la religión como de algo extraño, ni dispensarse de
seguir en esta religión las reglas conforme a las que Dios mismo ha declarado
que quiere se le honre. Por consiguiente, los Jefes de Estado en cuanto tales,
deben tener como santo el nombre de Dios, considerar como uno de sus
principales deberes el amparar la religión con la autoridad de las leyes y no
determinar ni ordenar nada que sea contrario a su pureza".
FELICIDAD DE LOS REYES
Monumento a San Luis Rey de Francia Ciudad de San Luis - Argentina |
SAN LUIS
De este modo quiso
obrar siempre el noble rey que Dios concedió a Francia. Conforme a la palabra
de la Escritura "había hecho pacto con el Señor de guardar sus mandamientos
y hacerlos guardar a todos". Dios fué el blanco de su vida, la fe su guía:
aquí se halla el secreto de su política y el de su santidad.
Como cristiano,
servidor de Cristo; como príncipe, su lugarteniente; entre las aspiraciones del
cristiano y las del príncipe quedó indivisible su alma; esta unidad hizo su
fuerza, como ahora es su gloria, y Cristo, que reinó sólo en él y por él en
Francia, le hace reinar consigo en los cielos para siempre. Hay en toda su vida
un reflejo de graciosa sencillez que da particular realce a su heroísmo y
grandeza; parece que, en su reinado admirable, aun los desastres aumentaron su
gloria.
La humildad de los
reyes santos no es olvido de la grandeza del oficio que cumplen en nombre de
Dios; su abnegación no puede consistir tampoco en la negligencia de unos
derechos que son deberes también; como la caridad no es impedimento en ellos
para la justicia, así el amor a la paz tampoco es en ellos contrario a las
virtudes guerreras. San Luis sin ejército no dejaba de tratar con toda la
nobleza de su alma con el infiel vencedor; en Occidente, además, pronto se supo
y a medida que con los años crecía su santidad se llegó a saber mejor: este
rey, que gastaba las noches en rogar a Dios y los días en servir a los pobres,
no pensaba ceder a nadie las prerrogativas de la corona que había heredado de
sus padres. En Francia no hay más que un rey, dijo un día el justiciero del
bosque de Vicennes, anulando una sentencia de su hermanos Carlos de Anjou; y
los barones en el castillo de Belléme, y los ingleses en Taillebourg no
hubieron de esperar tanto tiempo para saberlo. Tampoco Federico II, el cual
amenazaba con aplastar a la Iglesia y buscaba cómplices en Francia; a sus
explicaciones hipócritas se las dió esta respuesta: No está tan debilitado aún
el reino de Francia, que se deje guiar por vuestras espuelas.
LA MUERTE
La muerte de San Luis
fué sencilla y grave, como había sido su vida. Dios le llamó para sí en
circunstancias dolorosas y tristes, lejos de la patria, en aquel suelo africano
donde en otra ocasión tanto tuvo que padecer espinas santificadoras que debían
recordar al príncipe cruzado su joya predilecta, la corona sagrada que supo
conseguir para el tesoro de Francia. Movido por la esperanza de convertir
al cristianismo al rey de Túnez, llegó a sus costas, donde le esperaba el
combate supremo, más como apóstol que como soldado. Os comunico el bando de
Nuestro Señor Jesucristo y de su ministro Luis, Rey de Francia: reto sublime
lanzado a la ciudad infiel, muy digno de poner fin a tal vida.
VIDA
San Luis nació el 25 de abril de 1214 y fué bautizado en la iglesia de Poissy. El 8 de noviembre de 1226, al morir su padre, empezó a ser rey de Francia. La reina Blanca de Castilla al momento le hizo consagrar en Reims, y se ocupó de darle una educación regia y, sobre todo, sumamente piadosa. Tomó las riendas del poder a los veinte años y cayó gravemente enfermo. Prometió entonces, si curaba, emprender una cruzada en pro de la libertad de los Santos Lugares Llegó a Egipto en 1248 y derrotó a los sarracenos, pero la peste diezmó su ejército; fué vencido después y hecho prisionero.
Puesto en libertad San
Luis, pasó cinco años en Oriente reedificando las ciudades y castillos de los
cristianos, libertando esclavos y convirtiendo infieles.
La muerte de su madre
le hizo volver a Francia. Gobernó sabiamente el reino y dió a sus súbditos el
ejemplo de las más sublimes virtudes. El 2 de julio de 1270 emprendió de nuevo
la cruzada, desembarcaba en Túnez, a cuyo rey esperaba convertir. Pero otra vez
la peste se declaró en su campo y el rey murió el 25 de agosto no sin antes dar
sus consejos a su hijo Felipe. Trasladóse su cuerpo a San Dionisio en Francia v
los milagros obrados junto a su tumba movieron al papa Bonifacio VIII a ponerle
en el número de los Santos.
SÚPLICA
"Ten a bien
escuchar nuestra oración tú, que, llevando la corona real antes de recibir de
Roma el nimbo de santidad, autorizaste a todos tus súbditos a llegar hasta ti,
ya fuese en tu palacio de París, ya en tus viajes a través de tus provincias,
ya debajo del roble de Vincennes, y siendo preferidos los más humildes y los
más desheredados.
"Tú, que
gobernaste a Francia para darle la paz, la justicia y el amor, ven hoy en su
ayuda a restaurar las ruinas de la guerra, a restablecer en ella la equidad y
darle la unidad, la concordia y la amistad de unos con otros.
"Tú, que
abarcaste en tu solicitud a toda la cristiandad, salva a Europa, que hoy está
amenazada de ser destruida por los inventos científicos puestos al servicio del
odio y de la furia dominadora, y dale seguridad restituyéndole el sentido de la
comunidad espiritual.
"Tú, que mediante
las misiones religiosas sucesoras de las Cruzadas deseaste evangelizar a los
Infieles, gana para la ley de Cristo los continentes que todavía le desconocen.
"Tú, que en el
papado honraste la representación divina entre los hombres, protege al Soberano
Pontífice y con él a los Obispos y a nuestro clero secular y regular.
"Tú, que diste
ejemplo de castidad y de paciencia en el matrimonio, de afecto y de vigilancia
en la educación paterna, mira bondadoso a nuestros hogares y a nuestra niñez.
"Tú, que no
paraste un momento de buscar la paz en ti mismo y en tu derredor, danos la paz
interior, hoy más necesaria que nunca por las inquietudes cotidianas y por el
aumento de la baraúnda y de las dificultades de la vida.
"Tú, que
practicaste con tanto valor, sabiduría y delicadeza de conciencia el cargo más
difícil, el de Rey, haz que cumplamos con alegría y a conciencia nuestros
deberes profesionales, comprendiendo y aceptando las responsabilidades que nos
imponen.
"Tú, que
consumiste en la llama de la caridad toda tu vida, alcánzanos el amor que
transforma la fealdad del cuerpo y las manchas del alma, que nos permite vencer
los prejuicios y las repugnancias y tratar al prójimo como a nosotros mismos y
al pobre como enviado de Dios.
Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer
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