Una inquisición para nada santa: Alta Corte de Comisión
La persecución contra los católicos en Inglaterra primero fue
sangrienta, y así duró más de un siglo, y luego continuó mediante
multas y confiscaciones. Si no era posible suprimir a todos los
católicos, había que reducirlos a una minoría insignificante y
arruinada, sin la menor influencia social.
Primeramente se les tendía un lazo a sus conciencias: el de los
juramentos. El de la supremacía consistía en el reconocimiento de la
supremacía del Rey sobre la Iglesia, excluyéndose totalmente la
autoridad del Papa. Fue impuesto por Enrique VIII, luego se mantuvo por
los Seymour en el seudo-reinado del guiñapo de Eduardo VI de 1547 a
1553, de los 10 a los 16 años de su edad; y poco después bajo Isabel,
de 1558 a 1603. Viene luego el juramento de fidelidad, bajo Jacobo I,
de 1603 a 1625, menos absoluto en apariencia, pero con expresiones
inaceptables para un católico. En seguida se exige el juramento de
desconocimiento del dogma de la transubstanciación, bajo Carlos I, de
1625 a 1649. Luego, bajo Carlos II, en 1672, se exige nuevo juramento
contra la transubstanciación y el culto de la Santísima Virgen y los
Santos a cuantas personas ejerzan una función oficial: a lo cual se le
llamó Test o la Prueba.
Pero veamos ya cómo se desarrolló la persecución sangrienta. Comienza
en 1535 con la ejecución de quienes niegan la supremacía eclesiástica
de Enrique VIII, convertido en el Papa de Inglaterra. De sus numerosos
mártires los dos más notables son el Cardenal Obispo de Rochester John
Fisher y el Canciller Tomás Moro, tras de un año de prisión en la torre
de Londres el uno y el otro:
“los dos más grandes hombre s de
Inglaterra en saber y en piedad, y las dos más ilustres víctimas de la
supremacía” (Bossuet, Historie des variations des Eglises protestantes,
ed. de 1688, t. I, p. 298).
De Lope de Vega es el siguiente epitafio dedicado a Santo Tomás Moro:
Aquí yace un moro santo.
En la vida y en la muerte,
de la Iglesia muro fuerte,
mártir por honrarla tanto.
Fue Tomás, y más seguro,
fue Bautista que Tomás,
pues fue, sin volver atrás,
mártir, muerto, moro y muro.
Y del mismo Lope de Vega es el mejor epitafio fúnebre que mereciera Enrique VIII:
Más que esta losa fría
cubrió, Enrique, tu valor,
de una mujer el amor
y de un error la porfía.
¿Cómo cupo en tu grandeza,
querer, engañado inglés,
de una mujer a los pies
ser cabeza de la Iglesia?
Con la excepción de Fisher y Moro y de
Margarita Pole, condesa de Salisbury y madre del Cardenal Pole, que sólo
son decapitados, aquellos dos en 1535 y ella en 1541, los demás
católicos sufren horribles tormentos antes de ser ejecutados, y a veces
también su misma ejecución es cruelísima.
Por ejemplo, en 1535, antes de ser ejecutados como lo habían sido 4 de
sus Hermanos, dos cartujos de Londres durante 15 días y 15 noches
permanecieron prendidos, de pie, por argollas de fierro, a una columna
de la prisión de Marshalsea, sin soltárseles ni un sólo instante.
Muchos mueren en la prisión, como en Newgate 9 cartujos, en 1537, de
hambre, desnudez y fetidez del calabozo (Analecta Bollandiana, I, c.p.
69). Dice D’Alés que en Galloni -De sanctorum martyrum cruciatibus, p.
104-131- se hallan horribles detalles sobre las prisiones de los
católicos ingleses.
Continúa la persecución bajo los Seymour, que gobiernan a Eduardo VI,
hijo y sucesor de Enrique VIII: la ley de 1547 castiga con la
confiscación, la prisión y, en caso de reincidencia, con la muerte a
quienes se nieguen a reconocer la Supremacía del Rey o que reconozcan
la del Papa.
Muere Eduardo VI en 1553 y le sucede en el trono María Tudor, hija de
Enrique VIII y de Catalina de Aragón y que durante sus cinco años de
gobierno emplea toda la energía de su carácter en la restauración del
catolicismo. Pero muere a mediados de noviembre de 1558, habiendo
perecido en la hoguera cerca de 300 personas, por herejes, entre ellas
el Obispo Hooper.
Belloc hace ver que la muerte en la hoguera se consideraba entonces
como la cosa más natural del mundo y que se aplicaba no sólo por
crímenes contra la Religión sino también por crímenes del orden común.
Carlos V le había dado a la Reina el consejo de que a los herejes no
los castigara como a tales, por un delito contra la Religión, sino como
a delincuentes del orden político. Pero ella prefirió la máxima
franqueza, sin dejar de considerar que el crimen contra la Religión
Católica era a la vez el máximo crimen político.
Pero la herejía, o, mejor dicho, el odio a la Religión Católica, más
que nada por amor a las riquezas que con perjuicio del pueblo se les
habían arrebatado a las abadías, bajo Enrique VIII y Eduardo VI, era el
espíritu único en la clase gobernante y en la incipiente burguesía. .
Por esa pasión, por simple avaricia, no retrocedían ante nada ni en el
caso de que sus cabalgaduras les hablaran reprochándoles su conducta,
como a Balaam le había hablado su burra, sin hacerlo retroceder por la
sed de los regalos que se le prometían si profetizaba contra Israel. La
avaricia era en ellos la pasión dominante.
Muere María Tudor y le sucede su medio-hermana Isabel Tudor, que con
varios úkases precisa y agrava la ley de 1547: el de 1558, confirmando y
renovando el de 1547; el de 1563, castigando como crimen de traición, o
sea con la muerte, el reconocimiento por segunda vez, mediante
palabras o acciones, de la autoridad del Papa. o que, teniendo las
sagradas Ordenes, u ocupando un empleo público, la persona se niegue
por segunda vez a prestar el juramento de Supremacía en uno y otro
caso, la primera desobediencia se castigaba con destierro y
confiscación de bienes; luego el de 1571, castigando como a traidor a
quien solicitara u obtuviera una Bula papal o recibiera absolución en
virtud de la tal Bula: o sea, con la muerte; y con la confiscación de
los bienes y prisión perpetua a quien se le encontrara un Agnus-Dei –
lámina de cera con el Cordero de Dios estampado y bendecida por el
Papa-, una cruz, una medalla piadosa o un rosario; el úkase de 1584,
castigando como culpable de alta traición, o sea con la muerte, a
cualquier sacerdote católico, nacido en Inglaterra, que allí se
encontrara todavía dentro de un plazo de 40 días, así como a cualquier
persona que lo socorriera y le diera asilo, y aun a cualquier inglés
educado en un seminario; el de 1593, estableciendo que cualquier
persona de más de 16 años que se negara durante un mes a asistir al
culto anglicano fuera puesta en prisión; y que si después de este
correctivo persistía todavía durante tres meses en la misma negativa,
sería desterrada del reino a perpetuidad, y que si quebrantaba el
destierro volviendo a Inglaterra, sufriría la pena capital debida a la
felonía,
En 1558 Isabel estrena la corona mandando aprehender a 11 Obispos
católicos, de los cuales unos son encerrados en la Torre de Londres, en
un calabozo a merced de las ratas, y otros son relegados a casas de
“prelados” anglicanos; y unos y otros mueren en tal cautiverio.
(D’Alés, Dictionnaire citado, t. III, col. 410)
Al siguiente año, en 1559, desata Isabel la persecución sangrienta
contra católicos y puritanos, sobre todo contra los primeros. De
diciembre de 1559 a 1569 manda ejecutar a casi 800 católicos.
En 1570, el caballero Felton distribuye copias de la Bula en que San
Pío V declara la excomunión de Isabel. Se le aprehende y atormenta y es
condenado a morir en la horca. Pero ya en el cadalso, obedeciendo el
verdugo una orden de la Reina, arroja al suelo a Felton, vivo, y con un
cuchillo le saca el corazón palpitante. ¡Huichilobos en Londres!
De 1563 a 1580, 126 sacerdotes católicos son ejecutados por ejercer su
ministerio: todos los aprehendidos. Los más de ellos son jesuitas
ingleses.
Hillaire Belloc, que a todo trance trata de absolver a Isabel de sus
crímenes y atribuírselos sólo a su ministro William Cecil (+1598), sin
entrar en detalles, se ve obligado a manifestar su admiración por
aquellos mártires.
“Consideremos qué emoción debió animar a
estos hombres, impasibles ante los más espantosos sufrimientos físicos
y ante los mayores sufrimientos espirituales, desterrados y separados
de su propio pueblo. Los sacerdotes misioneros vinieron de los
seminarios del extranjero, dispuestos no sólo a las agonías del
martirio, en sus formas más horribles, sino a soportar un fracaso
posible y con él la expulsión de la patria”.
Jamás se expulsó a
ninguno de ellos. Cada sacerdote sorprendido era preso, martirizado
horriblemente y ejecutado, con la máxima hipocresía, pues por consejo
de William Cecil., consejo sugerido por Isabel, ésta y sus verdugos
decían que “nadie era perseguido por su religión, sino por su traición”
(Hillaire Belloc, Isabel de Inglaterra, Hija de las circunstancias, p.
206)
Algo semejante han dicho nuestros grandes perseguidores (mejicanos) -Juárez, Lerdo
de Tejada, Calles, Cárdenas, Garrido Canabal-: que a nadie se le ha
perseguido por la religión católica; ¡”que sólo se han aplicado las
leyes de la Nación”! Leyes inicuas, no de la Nación sino sólo de ellos
mismos y de su madre la Masonería.
Otras valiosas confesiones hace Belloc a pesar por su devoción por Isabel Tudor:
“El reinado de Isabel (1558-1603) fue en
este país -nos referimos a Inglaterra, dejando a un lado a Escocia- el
apogeo de la tortura judicial (…) la permanente presencia de la
tortura como instrumento de gobierno” (op. cit., p. 119)
Así es
que el tormento en la Inglaterra isabelina no sólo fue el preferido y
constante medio de averiguación “judicial” sino también ¡el principal
instrumento de gobierno!, o sea extrajudicial.
Y lo repite:
“La constante presencia de la tortura
como instrumento de gobierno da su tono a toda la época y constituye su
destacada característica” (op. cit., p. 120).
Y hay que agregar que sus principales y constantes víctimas fueron los católicos.
Más adelante, a ese “método de gobierno” Belloc le llama “orgía de la
tortura isabelina” aunque su mayor culpa la echa, con sobrada razón,
sobre “la clase gobernante”, constituida por aristócratas y
propietarios que se habían enriquecido enormemente con “el saqueo de
las tierras abadengas”, ” de la entera propiedad monástica” (op. cit.,
p. 126 y otras) y que temían la menor reacción. Se espantaban hasta del
ruido que hiciera la caída de una hoja, según expresión de San
Agustín.
Por lo cual, a partir de 1577, por simples sospechas se aprehende, se
confisca, se multa y se mata. Y millares de hogares son violados por la
misma razón: ¡porque podían se nidos de conspiradores católicos!
Desde 1562 funciona la Inquisición llamada Alta Corte de Comisión
(anglicana): inquiriría minuciosamente cuanto pudiera delatar las
corrientes “heréticas”, erróneas o dañosas, sobre la “no asistencia al
culto oficial”, así como sobre escritos contra la Reina y sus ministros
y sobre el adulterio y la fornicación (que en la Corte tenía su regio
asiento).
A partir de 1581 el rigor se extrema para extirpar la sedición, o sea
la obediencia al Papa, considerado sólo como potencia política
extranjera.
Y mientras tanto, el tormento seguía siendo “el deporte favorito: se usó de él con la más insidiosa barbarie” (Lingard)
Conviene recordar algunos ejemplos, dobles ejemplos: de odio, cobardía
y maldad, por una parte; y de heroísmo y santidad, por la otra.
El 1º de diciembre de 1581 el Padre Edmundo Campion, S. J., y los también
Jesuitas Sherwin y Bryant, anglicano convertido éste último, después
de ser atormentados terriblemente y de defender Campion durante tres
horas su causa y la de sus compañeros ante sus jueces, con calma,
soltura y variedad de recursos, como si sólo hablara como abogado de
los otros, fueron condenados y ahorcados. El oficial que había
atormentado en el potro al Padre Bryant se jactaba de haberlo hecho crecer
de estatura un pie. Y antes, en su primer interrogatorio, la había
hundido varias agujas bajos las uñas de las manos.
Pero también hubo notables conversiones por el testimonio de los
mártires. Después de la muerte del Padre Campion, el guardián de su
prisión, Delahaye, de tal manera fue tocado por la santidad que
presenciara, que se hizo católico. Por lo cual fue condenado a ser
descuartizado vivo. Y en el momento en que públicamente se le hacía
pedazos, su sangre salpicó a uno de los espectadores, a Walpole, que al
instante se sintió obligado a abrazar el catolicismo, se hizo jesuita,
y a su vez martirizado en Inglaterra.
El Padre John Roberts, de pie en el cadalso, en medio de varios ladrones
que con él van a ser ahorcados, exhorta a éstos a creer en la Santa
Iglesia Católica y les promete absolverlos a uno por uno si
públicamente hacen un acto de fe. Uno de los ladrones estalla en
sollozos y declara que quiere morir católico. No se sabe que haya
ocurrido con los demás.
El Padre Alban Roe convierte también a un condenado por un delito del
orden común que con él iba a morir, logra que abjure de la herejía, y
tiene tiempo de confesarlo y absolverlo. En seguida le dice al ministro
protestante que ahí estaba: “Lo tendré muy presente”. Y el ministro
aquel, conmovido, le contesta: “Os lo ruego”.
Hay otros muchos casos memorables. Por ejemplo, la joven y bella
esposa de un carnicero de York, Margarita Cliterow, es acusada de haber
ocultado sacerdotes, y se le condena en 1586 a morir dilapidada.
John Kemble, octogenario, viendo desde todavía lejos el lugar de su
suplicio, le dice a su guardián, que se lo mostraba: “¡Magnífico,
magnífico! Sentémonos aquí para verlo muy a mis anchas fumando una
buena pipa”. ¡Humorismo muy inglés que de distintas maneras
manifestaron otros muchos de aquellos mártires! de los cuales no son
pocos los canonizados por Roma.
Y la persecución continúa. Quien se abstuviera de asistir al culto
anglicano cometía el delito de recusancy. Los “disidentes” o
refractarios tenían que pagar cada mes una multa de 20 libras
esterlinas. Muchos gentileshombres fueron forzados, para pagarla, a
vender y a malbaratar posiciones considerables de sus bienes. Y cuando
se retrasaban en el pago, la ley autorizaba a la Reina a confiscarles
todos sus muebles y los dos tercios de la renta se seis meses de sus
dominios. En cuanto al os pobres, incapaces de pagar esta tarifa, se
les gravaba arbitrariamente según sus presuntos recursos. (Dictionnaire
Apologétique de la Foi Catholique de A. D’Alés, Martyre, t. III, cols.
403-404.)
Isabel, fea y calva como bola de billar desde joven, pero vanidosa e
impura aunque con una tara que la hacía estéril -por lo cual se hacía
llamar la Reina Virgen-, e hipócrita y malvada, muere con muerte
horrible, en 1603. Y Lope de Vega le dedica el siguiente epitafio:
Aquí yace Jezabel,
aquí la nueva Atalía,
del oro antártico arpía,
del mar incendio cruel;
aquí el ingenio más dino
de loor que ha tenido el suelo,
si para llegar al cielo
no hubiera errado el camino.
Lope de Vega alaba el ingenio de
Isabel porque ciertamente su erudición era extraordinaria aun en su
erudita época: dominaba el latín, el griego, los idiomas europeos, y
conocía bien los clásicos de la antigüedad.
Pero mayor que su ingenio fue la corrupción de su corazón, nido de
vanidad, de soberbia, de odio y envidia. La más ilustre de sus víctimas
fue la católica Reina de Escocia María Estuardo, la cual, habiendo
tenido que refugiarse en Inglaterra, es aprehendida por órdenes de
Isabel y decapitada, tras 19 años de duro cautiverio, el 5 de febrero
de 1587. No podía faltar un epitafio de Lope de Vega dedicado a la
infortunada Reina mártir:
|
María Estuardo dirigiendose al patíbulo, por Scipione Vannutelli |
Esmalta esta piedra helada
sangre de un alma preciosa,
cuanto bien nacida, hermosa;
cuanto hermosa, desdichada.
Murió santa e inocente
a manos de otra mujer
que en todo, fuera del ser,
fue de su ser diferente.
O sea todo lo contrario de lo que fue Isabel Tudor.
Muere Isabel en 1603 y le sucede Jacobo I, hijo de María Estuardo, Rey
de Escocia desde 1578, pero sin mandar él sino los exaltados partidos
protestantes. En Inglaterra se consolida el poder de los Cecil, y la
casi totalidad del pueblo acepta definitivamente la ruptura con la
tradición católica.
Según Guiraud en 1614, en 1615 según la historia de la Iglesia
Católica de la BAC, t. III, al P. Jesuita Jean Ogilvie no se le deja
dormir durante 9 días y 9 noches picándoles con estiletes y agujas.
Esto ocurrió en Glascow.
En cuanto a Irlanda, Jacobo I “ordenó en 1605 que bajo la pena de
muerte abandonaran el territorio todos los sacerdotes y en general
urgió el cumplimiento de todas las leyes anticatólicas” (Historia de la
Iglesia Católica, t. III, p. 928. BAC.)
Además, mediante colonos ingleses protestantes de desposeyó de sus
tierras a los católicos irlandeses de Ulster, en el norte de Irlanda,
que así fue en gran parte protestantizado.
Durante el reinado de Carlos I, hijo de Jacobo I, a partir de 1625, la
plutocracia domina abiertamente a la Corona, mal administrada y
demasiado endeudada. Y ya vimos que se hizo obligatorio el juramento
contra el dogma de la Eucaristía.
En 1642 el Padre John Lockwood es ejecutado a la edad de 90 años.
Subiendo dificultosamente las gradas de la escalera del cadalso,
sonriendo le dice al verdugo: “Tenedme paciencia: es una ruda tarea
para un viejo como yo el subir esta escalera, pero lo hago con gusto
porque al final está el Cielo” (Dictionnaire de D’Alés, t. III, col.
409).
En aquel mismo año de 1642, el Padre Hugo Greene, tras de ser
martirizado en Dorcester fue destrozado vivo el 19 de agosto. Se ha
trasladado a Inglaterra el demonio de Huchilobos, sin quehacer ya en la
antigua Tenochtitlán, en cuyo teocali mayor, en su tercer cu, que se
llamaba Macuilcalli o Macuilquiauitl, a los contrarios que: “venían a espiar la ciudad de México, en
conociéndolos luego los prendían y los llevaban a este cu y allí los
desmembraban, cortándoles miembro por miembro”, (Fray Bernardino de
Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España, t. I, pp.
232-233. Ed. Porrúa, S. A. 1969).
El Padre Greene había convertido
en la prisión a dos mujeres condenadas por un crimen del orden común.
Cuando se le tuvo al pie de la horca, se quiso alejarlo de ellas; pero
las dos desdichadas, elevando la voz, le hicieron su confesión pública y
él les dio la absolución. Se renueva -observa Guiraud- en este
calvario la escena evangélica del Buen Ladrón. (Diccionario de D’Alés
citado, t. III, col. 409)
El puritano Oliverio Cromwell se rebela, vence en varias batallas a
Carlos I, quien tiene que refugiarse en Escocia a fines de 1646; pero
los calvinistas escoceses lo entregan al Parlamento inglés. Y por
órdenes de Cromwell es ejecutado el Rey el 30 de enero de 1649.
Cromwell se propone asesinar a Irlanda entera por ser católica. No lo
conseguirá, pero de tal manera la despoja -aparte del ya dominado
Ulster- que apenas salvan los irlandeses la décima parte de sus
tierras, y es exterminada una tercera parte de la población.
Cromwell muere el 3 de septiembre de 1658. Le sucede su hijo Eduardo,
quien, me imagino que por cordura, renuncia poco después, y se restaura
la monarquía en 1660, con Carlos II, hijo de Carlos I y que es
obligado por el Parlamento a mantener en todo rigor las leyes
anticatólicas.
Se ha coronado la revolución en lo irreligioso. El Parlamento es el
Poder Supremo. No ampara sino los intereses de los “propietarios”,
propietarios sobre todo de los antiguos bienes de las Abadías, bienes
que en realidad habías sido del pueblo. Los futuros monarcas no serán
sino fieles criados del Parlamento. Y no podrán ser sino protestantes.
El Poder ya no viene de Dios. E Inglaterra entera se ha convertido en
mera “sociedad de negocios” (Juan Antonio Widow, Verbo), reforzada por
el retorno de los judíos, con cuyo espíritu se identifica el inglés,
sin más ambición que el enriquecimiento y el triunfo material. La
Masonería consolida el maridaje (P. Carlos Biestro,Gladius).
fuente: Capítulo V del libro “La Inquisición en Hispanoamérica”,de Salvador Abascal Infante
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