martes, 20 de junio de 2023

S A N T O R A L

Beatos: Dermot O’Hurley, Margarita Bermingham viuda de Ball, Francisco Taylor, Ana Line, Margarita Cltheroe, Margarita Ward y compañeros mártires ingleses entre  1535 y 1679

Fueron hombres y mujeres, clérigos y laicos que dieron su vida por la fe en Inglaterra.
Ya habían surgido dificultades entre el trono inglés y la Santa Sede que ponían los fundamentos de una previsible ruptura; el motivo fue doble: el trono se reservó unilateralmente el nombramiento de obispos para las diferentes sedes -lo que suponía una merma de libertad de Roma para el desempeño de su misión espiritual-, al tiempo que ponía impuestos y gravámenes tanto a clérigos como a bienes eclesiásticos -lo que suponía una injusticia y merma en los presupuestos económicos de la Santa Sede-. Luego vinieron los problemas de ruptura con Roma en tiempos de Enrique VIII, con motivo del intento de disolución del matrimonio con Catalina de Aragón y su posterior unión con Ana Bolena, a pesar de que el rey inglés había recibido el título de Defensor de la Fe por sus escritos contra la herejía luterana en el comienzo de la Reforma. Pero fue sobre todo en la sucesión al trono, después de la muerte de María, hija legítima de Enrique VIII y Catalina de Aragón, cuando comienza a reinar en Inglaterra Isabel, cuando se desencadenan los hechos persecutorios a cuyo término hay que contar 316 martirios entre laicos hombres y mujeres y clérigos altos y bajos.
Resultado de imagen para santos martires inglesesPrimero fueron dos leyes -bien pudo ser la gestión del primer ministro de Isabel, Guillermo Cecil- principalmente las que dieron el presupuesto político necesario que justificase tal persecución: El Decreto de Supremacía, y el Acta de Uniformidad (1559). Por ellas el Trono se arrogaba la primacía en lo político y en lo religioso. Así la Iglesia dejaba de ser «católica» -universal- pasando a ser nacional -inglesa- cuya cabeza, como en lo político era Isabel. Y el juramento de fidelidad necesario supuso para muchos la inteligencia de que con él renunciaban a su condición de católicos sometidos a la autoridad del papa y por tanto era interpretado como una desvinculación de Roma, una herejía, una cuestión de renuncia a la fe que no podía aceptarse en conciencia. De este modo, quienes se negaban al mencionado juramento -necesario por otra parte para el desempeño de cualquier cargo público- o quienes lo rompían quedaban ipso facto considerados como traidores al rey y eran tratados como tales por los que administraban la justicia.
Vino la excomunión a la reina por el papa Pío V (1570). Se endurecían las presiones hasta el punto de quedar prohibido a los sacerdotes transmitir al pueblo la excomunión de la Reina Isabel I.
En Inglaterra se emanó un Decreto (1585) por el que se prohibía la Misa y se expulsaba a los sacerdotes. Dispusieron de cuarenta días los sacerdotes para salir del reino. La culpa por ser sacerdote era traición y la pena capital. En esos años, quienes dieran o cobijo, o comida, o dinero, o cualquier clase de ayuda a sacerdotes ingleses rebeldes escondidos por fidelidad y preocupación por mantener la fe de los fieles o a los sacerdotes que llegaran desde fuera por mar camuflados como comerciantes, obreros o intelectuales eran tratados como traidores y se les juzgaba para llevarlos a la horca. Bastaba con sorprender una reunión clandestina para decir Misa, unas ropas para los oficios sagrados descubiertas en cualquier escondite, libros litúrgicos para los oficios, un hábito religioso o la denuncia de los espías y de malintencionados aprovechados de haber dado hospedaje en su casa a un misionero para acabar en la cuerda o con la cabeza separada del cuerpo por traición.

No se relatan aquí las hagiografías de Juan Fisher, obispo de Rochester y gran defensor de la reina Catalina de Aragón, o del Sir Tomás Moro, Canciller del Reino e íntimo amigo y colaborador de Enrique VIII, -por mencionar un ejemplo de eclesiástico y otro de seglar- que tienen su día y lugar propio en nuestro santoral. Sí quiero hacer mención bajo un título general de todos aquellos que -hombres o mujeres, eclesiásticos tanto religiosos como sacerdotes seculares- dieron su vida con total generosidad por su fidelidad a la fe católica, resistiéndose hasta la muerte a doblegarse a la arbitraria y despótica imposición que suponía claudicar a lo más profundo de su conciencia. Ana Line fue condenada por albergar sacerdotes en su casa; antes de ser ahorcada pudo dirigirse a la muchedumbre reunida para la ejecución diciendo: «Me han condenado por recibir en mi casa a sacerdotes. Ojalá donde recibí uno hubiera podido recibir a miles, y no me arrepiento por lo que he hecho». Las palabras que pronunció en el cadalso Margarita Clitheroe fueron: «Este camino al cielo es tan corto como cualquier otro». Margarita Ward entregó también la vida por haber llevado en una cesta la cuerda con la que pudo escapar de la cárcel el padre Watson. Y así, tantos y tantas... murieron mártires de la Misa y del sacerdocio.
En la Inglaterra de hoy tan modélica y proclive a la defensa de los derechos del hombre hubo una época en la que no se respetó la libertad de conciencia de los ciudadanos y, aunque las medidas adoptadas para la represión del culto católico eran las frecuente y lastimosamente usadas en las demás naciones cuando habían de sofocar asuntos políticos, militares o religiosos que supusieran traición, pueden verse aún hoy en los archivos del Estado que las causas de aquellas muertes fue siempre religiosa bajo el disimulo de traición. Y, después de la sentencia condenatoria, los llevaban a la horca, siempre acompañados por un pastor protestante en continua perorata para impedirles hablar con los amigos o rezar en paz.

Una inquisición para nada santa: Alta Corte de Comisión

La persecución contra los católicos en Inglaterra primero fue sangrienta, y así duró más de un siglo, y luego continuó mediante multas y confiscaciones. Si no era posible suprimir a todos los católicos, había que reducirlos a una minoría insignificante y arruinada, sin la menor influencia social.
Primeramente se les tendía un lazo a sus conciencias: el de los juramentos. El de la supremacía consistía en el reconocimiento de la supremacía del Rey sobre la Iglesia, excluyéndose totalmente la autoridad del Papa. Fue impuesto por Enrique VIII, luego se mantuvo por los Seymour en el seudo-reinado del guiñapo de Eduardo VI de 1547 a 1553, de los 10 a los 16 años de su edad; y poco después bajo Isabel, de 1558 a 1603. Viene luego el juramento de fidelidad, bajo Jacobo I, de 1603 a 1625, menos absoluto en apariencia, pero con expresiones inaceptables para un católico. En seguida se exige el juramento de desconocimiento del dogma de la transubstanciación, bajo Carlos I, de 1625 a 1649. Luego, bajo Carlos II, en 1672, se exige nuevo juramento contra la transubstanciación y el culto de la Santísima Virgen y los Santos a cuantas personas ejerzan una función oficial: a lo cual se le llamó Test o la Prueba.
Pero veamos ya cómo se desarrolló la persecución sangrienta. Comienza en 1535 con la ejecución de quienes niegan la supremacía eclesiástica de Enrique VIII, convertido en el Papa de Inglaterra. De sus numerosos mártires los dos más notables son el Cardenal Obispo de Rochester John Fisher y el Canciller Tomás Moro, tras de un año de prisión en la torre de Londres el uno y el otro:
“los dos más grandes hombre s de Inglaterra en saber y en piedad, y las dos más ilustres víctimas de la supremacía” (Bossuet, Historie des variations des Eglises protestantes, ed. de 1688, t. I, p. 298).
De Lope de Vega es el siguiente epitafio dedicado a Santo Tomás Moro:

Aquí yace un moro santo.
En la vida y en la muerte,
de la Iglesia muro fuerte,
mártir por honrarla tanto.
Fue Tomás, y más seguro,
fue Bautista que Tomás,
pues fue, sin volver atrás,
mártir, muerto, moro y muro.



Y del mismo Lope de Vega es el mejor epitafio fúnebre que mereciera Enrique VIII:
Más que esta losa fría
cubrió, Enrique, tu valor,
de una mujer el amor
y de un error la porfía.
¿Cómo cupo en tu grandeza,
querer, engañado inglés,
de una mujer a los pies
ser cabeza de la Iglesia?
Con la excepción de Fisher y Moro y de Margarita Pole, condesa de Salisbury y madre del Cardenal Pole, que sólo son decapitados, aquellos dos en 1535 y ella en 1541, los demás católicos sufren horribles tormentos antes de ser ejecutados, y a veces también su misma ejecución es cruelísima.
Por ejemplo, en 1535, antes de ser ejecutados como lo habían sido 4 de sus Hermanos, dos cartujos de Londres durante 15 días y 15 noches permanecieron prendidos, de pie, por argollas de fierro, a una columna de la prisión de Marshalsea, sin soltárseles ni un sólo instante. Muchos mueren en la prisión, como en Newgate 9 cartujos, en 1537, de hambre, desnudez y fetidez del calabozo (Analecta Bollandiana, I, c.p. 69). Dice D’Alés que en Galloni -De sanctorum martyrum cruciatibus, p. 104-131- se hallan horribles detalles sobre las prisiones de los católicos ingleses.
Continúa la persecución bajo los Seymour, que gobiernan a Eduardo VI, hijo y sucesor de Enrique VIII: la ley de 1547 castiga con la confiscación, la prisión y, en caso de reincidencia, con la muerte a quienes se nieguen a reconocer la Supremacía del Rey o que reconozcan la del Papa.
Muere Eduardo VI en 1553 y le sucede en el trono María Tudor, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón y que durante sus cinco años de gobierno emplea toda la energía de su carácter en la restauración del catolicismo. Pero muere a mediados de noviembre de 1558, habiendo perecido en la hoguera cerca de 300 personas, por herejes, entre ellas el Obispo Hooper.
Belloc hace ver que la muerte en la hoguera se consideraba entonces como la cosa más natural del mundo y que se aplicaba no sólo por crímenes contra la Religión sino también por crímenes del orden común. Carlos V le había dado a la Reina el consejo de que a los herejes no los castigara como a tales, por un delito contra la Religión, sino como a delincuentes del orden político. Pero ella prefirió la máxima franqueza, sin dejar de considerar que el crimen contra la Religión Católica era a la vez el máximo crimen político.
Pero la herejía, o, mejor dicho, el odio a la Religión Católica, más que nada por amor a las riquezas que con perjuicio del pueblo se les habían arrebatado a las abadías, bajo Enrique VIII y Eduardo VI, era el espíritu único en la clase gobernante y en la incipiente burguesía. .
Por esa pasión, por simple avaricia, no retrocedían ante nada ni en el caso de que sus cabalgaduras les hablaran reprochándoles su conducta, como a Balaam le había hablado su burra, sin hacerlo retroceder por la sed de los regalos que se le prometían si profetizaba contra Israel. La avaricia era en ellos la pasión dominante.
Muere María Tudor y le sucede su medio-hermana Isabel Tudor, que con varios úkases precisa y agrava la ley de 1547: el de 1558, confirmando y renovando el de 1547; el de 1563, castigando como crimen de traición, o sea con la muerte, el reconocimiento por segunda vez, mediante palabras o acciones, de la autoridad del Papa. o que, teniendo las sagradas Ordenes, u ocupando un empleo público, la persona se niegue por segunda vez a prestar el juramento de Supremacía en uno y otro caso, la primera desobediencia se castigaba con destierro y confiscación de bienes; luego el de 1571, castigando como a traidor a quien solicitara u obtuviera una Bula papal o recibiera absolución en virtud de la tal Bula: o sea, con la muerte; y con la confiscación de los bienes y prisión perpetua a quien se le encontrara un Agnus-Dei – lámina de cera con el Cordero de Dios estampado y bendecida por el Papa-, una cruz, una medalla piadosa o un rosario; el úkase de 1584, castigando como culpable de alta traición, o sea con la muerte, a cualquier sacerdote católico, nacido en Inglaterra, que allí se encontrara todavía dentro de un plazo de 40 días, así como a cualquier persona que lo socorriera y le diera asilo, y aun a cualquier inglés educado en un seminario; el de 1593, estableciendo que cualquier persona de más de 16 años que se negara durante un mes a asistir al culto anglicano fuera puesta en prisión; y que si después de este correctivo persistía todavía durante tres meses en la misma negativa, sería desterrada del reino a perpetuidad, y que si quebrantaba el destierro volviendo a Inglaterra, sufriría la pena capital debida a la felonía,
En 1558 Isabel estrena la corona mandando aprehender a 11 Obispos católicos, de los cuales unos son encerrados en la Torre de Londres, en un calabozo a merced de las ratas, y otros son relegados a casas de “prelados” anglicanos; y unos y otros mueren en tal cautiverio. (D’Alés, Dictionnaire citado, t. III, col. 410)
Al siguiente año, en 1559, desata Isabel la persecución sangrienta contra católicos y puritanos, sobre todo contra los primeros. De diciembre de 1559 a 1569 manda ejecutar a casi 800 católicos.
En 1570, el caballero Felton distribuye copias de la Bula en que San Pío V declara la excomunión de Isabel. Se le aprehende y atormenta y es condenado a morir en la horca. Pero ya en el cadalso, obedeciendo el verdugo una orden de la Reina, arroja al suelo a Felton, vivo, y con un cuchillo le saca el corazón palpitante. ¡Huichilobos en Londres!
De 1563 a 1580, 126 sacerdotes católicos son ejecutados por ejercer su ministerio: todos los aprehendidos. Los más de ellos son jesuitas ingleses.
Hillaire Belloc, que a todo trance trata de absolver a Isabel de sus crímenes y atribuírselos sólo a su ministro William Cecil (+1598), sin entrar en detalles, se ve obligado a manifestar su admiración por aquellos mártires.
“Consideremos qué emoción debió animar a estos hombres, impasibles ante los más espantosos sufrimientos físicos y ante los mayores sufrimientos espirituales, desterrados y separados de su propio pueblo. Los sacerdotes misioneros vinieron de los seminarios del extranjero, dispuestos no sólo a las agonías del martirio, en sus formas más horribles, sino a soportar un fracaso posible y con él la expulsión de la patria”.
Jamás se expulsó a ninguno de ellos. Cada sacerdote sorprendido era preso, martirizado horriblemente y ejecutado, con la máxima hipocresía, pues por consejo de William Cecil., consejo sugerido por Isabel, ésta y sus verdugos decían que “nadie era perseguido por su religión, sino por su traición” (Hillaire Belloc, Isabel de Inglaterra, Hija de las circunstancias, p. 206)
Algo semejante han dicho nuestros grandes perseguidores (mejicanos) -Juárez, Lerdo de Tejada, Calles, Cárdenas, Garrido Canabal-: que a nadie se le ha perseguido por la religión católica; ¡”que sólo se han aplicado las leyes de la Nación”! Leyes inicuas, no de la Nación sino sólo de ellos mismos y de su madre la Masonería.
Otras valiosas confesiones hace Belloc a pesar por su devoción por Isabel Tudor:
“El reinado de Isabel (1558-1603) fue en este país -nos referimos a Inglaterra, dejando a un lado a Escocia- el apogeo de la tortura judicial (…) la permanente presencia de la tortura como instrumento de gobierno” (op. cit., p. 119)
Así es que el tormento en la Inglaterra isabelina no sólo fue el preferido y constante medio de averiguación “judicial” sino también ¡el principal instrumento de gobierno!, o sea extrajudicial.
Y lo repite:
“La constante presencia de la tortura como instrumento de gobierno da su tono a toda la época y constituye su destacada característica” (op. cit., p. 120).
Y hay que agregar que sus principales y constantes víctimas fueron los católicos.
Más adelante, a ese “método de gobierno” Belloc le llama “orgía de la tortura isabelina” aunque su mayor culpa la echa, con sobrada razón, sobre “la clase gobernante”, constituida por aristócratas y propietarios que se habían enriquecido enormemente con “el saqueo de las tierras abadengas”, ” de la entera propiedad monástica” (op. cit., p. 126 y otras) y que temían la menor reacción. Se espantaban hasta del ruido que hiciera la caída de una hoja, según expresión de San Agustín.
Por lo cual, a partir de 1577, por simples sospechas se aprehende, se confisca, se multa y se mata. Y millares de hogares son violados por la misma razón: ¡porque podían se nidos de conspiradores católicos!
Desde 1562 funciona la Inquisición llamada Alta Corte de Comisión (anglicana): inquiriría minuciosamente cuanto pudiera delatar las corrientes “heréticas”, erróneas o dañosas, sobre la “no asistencia al culto oficial”, así como sobre escritos contra la Reina y sus ministros y sobre el adulterio y la fornicación (que en la Corte tenía su regio asiento).
A partir de 1581 el rigor se extrema para extirpar la sedición, o sea la obediencia al Papa, considerado sólo como potencia política extranjera.
Y mientras tanto, el tormento seguía siendo “el deporte favorito: se usó de él con la más insidiosa barbarie” (Lingard)
Conviene recordar algunos ejemplos, dobles ejemplos: de odio, cobardía y maldad, por una parte; y de heroísmo y santidad, por la otra.
El 1º de diciembre de 1581 el Padre Edmundo Campion, S. J., y los también Jesuitas Sherwin y Bryant, anglicano convertido éste último, después de ser atormentados terriblemente y de defender Campion durante tres horas su causa y la de sus compañeros ante sus jueces, con calma, soltura y variedad de recursos, como si sólo hablara como abogado de los otros, fueron condenados y ahorcados. El oficial que había atormentado en el potro al Padre Bryant se jactaba de haberlo hecho crecer de estatura un pie. Y antes, en su primer interrogatorio, la había hundido varias agujas bajos las uñas de las manos.
Pero también hubo notables conversiones por el testimonio de los mártires. Después de la muerte del Padre Campion, el guardián de su prisión, Delahaye, de tal manera fue tocado por la santidad que presenciara, que se hizo católico. Por lo cual fue condenado a ser descuartizado vivo. Y en el momento en que públicamente se le hacía pedazos, su sangre salpicó a uno de los espectadores, a Walpole, que al instante se sintió obligado a abrazar el catolicismo, se hizo jesuita, y a su vez martirizado en Inglaterra.
El Padre John Roberts, de pie en el cadalso, en medio de varios ladrones que con él van a ser ahorcados, exhorta a éstos a creer en la Santa Iglesia Católica y les promete absolverlos a uno por uno si públicamente hacen un acto de fe. Uno de los ladrones estalla en sollozos y declara que quiere morir católico. No se sabe que haya ocurrido con los demás.
El Padre Alban Roe convierte también a un condenado por un delito del orden común que con él iba a morir, logra que abjure de la herejía, y tiene tiempo de confesarlo y absolverlo. En seguida le dice al ministro protestante que ahí estaba: “Lo tendré muy presente”. Y el ministro aquel, conmovido, le contesta: “Os lo ruego”.
Margaret Clitherow.pngHay otros muchos casos memorables. Por ejemplo, la joven y bella esposa de un carnicero de York, Margarita Cliterow, es acusada de haber ocultado sacerdotes, y se le condena en 1586 a morir dilapidada.
John Kemble, octogenario, viendo desde todavía lejos el lugar de su suplicio, le dice a su guardián, que se lo mostraba: “¡Magnífico, magnífico! Sentémonos aquí para verlo muy a mis anchas fumando una buena pipa”. ¡Humorismo muy inglés que de distintas maneras manifestaron otros muchos de aquellos mártires! de los cuales no son pocos los canonizados por Roma.
Y la persecución continúa. Quien se abstuviera de asistir al culto anglicano cometía el delito de recusancy. Los “disidentes” o refractarios tenían que pagar cada mes una multa de 20 libras esterlinas. Muchos gentileshombres fueron forzados, para pagarla, a vender y a malbaratar posiciones considerables de sus bienes. Y cuando se retrasaban en el pago, la ley autorizaba a la Reina a confiscarles todos sus muebles y los dos tercios de la renta se seis meses de sus dominios. En cuanto al os pobres, incapaces de pagar esta tarifa, se les gravaba arbitrariamente según sus presuntos recursos. (Dictionnaire Apologétique de la Foi Catholique de A. D’Alés, Martyre, t. III, cols. 403-404.)
Isabel, fea y calva como bola de billar desde joven, pero vanidosa e impura aunque con una tara que la hacía estéril -por lo cual se hacía llamar la Reina Virgen-, e hipócrita y malvada, muere con muerte horrible, en 1603. Y Lope de Vega le dedica el siguiente epitafio:
Foto
Aquí yace Jezabel,
aquí la nueva Atalía,
del oro antártico arpía,
del mar incendio cruel;
aquí el ingenio más dino
de loor que ha tenido el suelo,
si para llegar al cielo
no hubiera errado el camino.
Lope de Vega alaba el ingenio de Isabel porque ciertamente su erudición era extraordinaria aun en su erudita época: dominaba el latín, el griego, los idiomas europeos, y conocía bien los clásicos de la antigüedad.
Pero mayor que su ingenio fue la corrupción de su corazón, nido de vanidad, de soberbia, de odio y envidia. La más ilustre de sus víctimas fue la católica Reina de Escocia María Estuardo, la cual, habiendo tenido que refugiarse en Inglaterra, es aprehendida por órdenes de Isabel y decapitada, tras 19 años de duro cautiverio, el 5 de febrero de 1587. No podía faltar un epitafio de Lope de Vega dedicado a la infortunada Reina mártir:

Scipione Vannutelli.Maria Estuardo camino del patíbulo. Cuadro ganador de la exposición de Florencia de 1861. Galeria de arte moderno. Florencia.
María Estuardo dirigiendose al patíbulo, por Scipione Vannutelli
Esmalta esta piedra helada
sangre de un alma preciosa,
cuanto bien nacida, hermosa;
cuanto hermosa, desdichada.
Murió santa e inocente
a manos de otra mujer
que en todo, fuera del ser,
fue de su ser diferente.
O sea todo lo contrario de lo que fue Isabel Tudor.
Muere Isabel en 1603 y le sucede Jacobo I, hijo de María Estuardo, Rey de Escocia desde 1578, pero sin mandar él sino los exaltados partidos protestantes. En Inglaterra se consolida el poder de los Cecil, y la casi totalidad del pueblo acepta definitivamente la ruptura con la tradición católica.
Según Guiraud en 1614, en 1615 según la historia de la Iglesia Católica de la BAC, t. III, al P. Jesuita Jean Ogilvie no se le deja dormir durante 9 días y 9 noches picándoles con estiletes y agujas. Esto ocurrió en Glascow.
En cuanto a Irlanda, Jacobo I “ordenó en 1605 que bajo la pena de muerte abandonaran el territorio todos los sacerdotes y en general urgió el cumplimiento de todas las leyes anticatólicas” (Historia de la Iglesia Católica, t. III, p. 928. BAC.)
Además, mediante colonos ingleses protestantes de desposeyó de sus tierras a los católicos irlandeses de Ulster, en el norte de Irlanda, que así fue en gran parte protestantizado.
Durante el reinado de Carlos I, hijo de Jacobo I, a partir de 1625, la plutocracia domina abiertamente a la Corona, mal administrada y demasiado endeudada. Y ya vimos que se hizo obligatorio el juramento contra el dogma de la Eucaristía.
En 1642 el Padre John Lockwood es ejecutado a la edad de 90 años. Subiendo dificultosamente las gradas de la escalera del cadalso, sonriendo le dice al verdugo: “Tenedme paciencia: es una ruda tarea para un viejo como yo el subir esta escalera, pero lo hago con gusto porque al final está el Cielo” (Dictionnaire de D’Alés, t. III, col. 409).
En aquel mismo año de 1642, el Padre Hugo Greene, tras de ser martirizado en Dorcester fue destrozado vivo el 19 de agosto. Se ha trasladado a Inglaterra el demonio de Huchilobos, sin quehacer ya en la antigua Tenochtitlán, en cuyo teocali mayor, en su tercer cu, que se llamaba Macuilcalli o Macuilquiauitl, a los contrarios que: “venían a espiar la ciudad de México, en conociéndolos luego los prendían y los llevaban a este cu y allí los desmembraban, cortándoles miembro por miembro”, (Fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España, t. I, pp. 232-233. Ed. Porrúa, S. A. 1969).
El Padre Greene había convertido en la prisión a dos mujeres condenadas por un crimen del orden común. Cuando se le tuvo al pie de la horca, se quiso alejarlo de ellas; pero las dos desdichadas, elevando la voz, le hicieron su confesión pública y él les dio la absolución. Se renueva -observa Guiraud- en este calvario la escena evangélica del Buen Ladrón. (Diccionario de D’Alés citado, t. III, col. 409)
El puritano Oliverio Cromwell se rebela, vence en varias batallas a Carlos I, quien tiene que refugiarse en Escocia a fines de 1646; pero los calvinistas escoceses lo entregan al Parlamento inglés. Y por órdenes de Cromwell es ejecutado el Rey el 30 de enero de 1649.
Cromwell se propone asesinar a Irlanda entera por ser católica. No lo conseguirá, pero de tal manera la despoja -aparte del ya dominado Ulster- que apenas salvan los irlandeses la décima parte de sus tierras, y es exterminada una tercera parte de la población.
Cromwell muere el 3 de septiembre de 1658. Le sucede su hijo Eduardo, quien, me imagino que por cordura, renuncia poco después, y se restaura la monarquía en 1660, con Carlos II, hijo de Carlos I y que es obligado por el Parlamento a mantener en todo rigor las leyes anticatólicas.
Se ha coronado la revolución en lo irreligioso. El Parlamento es el Poder Supremo. No ampara sino los intereses de los “propietarios”, propietarios sobre todo de los antiguos bienes de las Abadías, bienes que en realidad habías sido del pueblo. Los futuros monarcas no serán sino fieles criados del Parlamento. Y no podrán ser sino protestantes. El Poder ya no viene de Dios. E Inglaterra entera se ha convertido en mera “sociedad de negocios” (Juan Antonio Widow, Verbo), reforzada por el retorno de los judíos, con cuyo espíritu se identifica el inglés, sin más ambición que el enriquecimiento y el triunfo material. La Masonería consolida el maridaje (P. Carlos Biestro,Gladius).
fuente: Capítulo V del libro “La Inquisición en Hispanoamérica”,de Salvador Abascal Infante

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