SAN ISAAC Y COMPAÑEROS MARTIRES
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Antes fueron Roma y Lyon las que ofrecieron al mundo el espectáculo de dos grupos de mártires de Jesucristo. Hoy toca a España presentarnos el ejemplo de otro grupo de testigos de la fe, tanto más admirables cuanto su testimonio fué espontáneo, inspirado por el ardor que distingue a los hijos de la nación evangelizada por uno de los Hijos del Trueno.
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En plena Cuaresma hicimos ya conmemoración de San Eulogio, al que podíamos llamar el Apóstol de los mártires cordobeses. Justo es que hoy completemos su memoria con la de un grupo de aquellos valientes a quienes había lanzado a la conquista heroica del Reino de Dios.
LOS MOZÁRABES
Era el año 851. El obispo de Córdoba, Recaredo, hechura del emir Abderrhamán II, estaba satisfecho porque "la mozarabia de Al-Andalus no se quejaba de su suerte". La tolerancia había firmado las paces. Los witlclanos, los acomodaticios y transigentes con los hombres y las costumbres y los tiempos, habían triunfado. Estaba establecida la coexistencia entre dos pueblos de religión y costumbres distintas: mahometanos y cristianos.
PRINCIPIO DE LA PERSECUCIÓN
Pero el año anterior ya había insultado al falso profeta Mahoma, en plena plaza pública, Perfecto, un cristiano ferviente. El no transigía con los matrimonios mixtos, con la entrada en la mezquita a la oración pública, con las fiestas de Ramadán, obligatorias para todos, con los tributos para levantar mezquitas, con recluirse en los templos cristianos y con aprender en las escuelas del estado junto con el árabe, la letra del Corán y sus doctrinas. Y la chusma del pueblo le acusó ante el Cadí, se mofó de él llenándole de injurias, y acabó por quitarle la vida y arrojar su cadáver al Guadalquivir. Aprobaron esta muerte de un cristiano Nasr, el eunuco y ministro omnipotente de Abderrhamán y la sultana Tarub, y empezó a correr la sangre entre la mozarabía de Córdoba y otras ciudades.
SAN EULOGIO
Dios suscitó entonces a un hombre providencial, una voluntad férrea que organizó la resistencia al poder del Islam, un revolucionario pacífico que aspiró osadamente a sacudir el yugo invasor, empezando su obra evangelizadora en el manso campo de las ideas. Este apóstol fué San Eulogio. Removió la masa amorfa de la comunidad mozárabe en la capital del Emirato y en la Sierra donde se hablan retirado los verdaderos cristianos; los monjes de Tábanos, Peñamelaria y Cuteclara y otros monasterios dúplices, algunos de la serranía. Les predicó que ellos "no debían estar dispuestos a perder sino a padecer; que no querían matar sino morir" por las leyes patrias y la religión de Jesucristo.
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Y un día "sintieron la vocación al martirio" "se creyeron escogidos desde el principio por el Espíritu Santo para morir por la verdad". Presentáronse al Cadí de la ciudad, los días 3, 5 y 7 de junio, ocho valientes desafiando los tormentos: Isaac, Sancho, Pedro, Walabonso, Sabiniano, Wistremundo, Abencio y Jeremías.
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SAN ISAAC. Un joven, a los 26 años de edad, era de los más asiduos a la predicación de Eulogio. Su madre le había dicho que, antes de nacer, había visto en él presagios del martirio; una religiosa se lo anunció también. Sintióse llamado al sacrificio. El 3 de junio se presentó al juez musulmán Said Ben Soleimán El Cafequí. Era éste fervoroso mahometano; todos los días el primero en la mezquita, el más ayunador, el discípulo aprovechado del profeta de la Meca.
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—Quisiera hacerme discípulo de Mahoma, si alguien me explica su doctrina, dijo Isaac.
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El Cafequí "ahuecó la garganta, infló los carrillos y empezó a sacar engaños de las cavernas de su pecho. Expuso los orígenes del Islam, la vida de Mahoma, sus relaciones con el ángel Gabriel, la doctrina del Corán y los placeres de un paraíso poblado de huríes".
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—Mentiras, patrañas, exclamó Isaac.
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El juez airado, lloroso, frenético, le descargó una fuerte bofetada en la mejilla.
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—¿Te atreves a herir así la imagen de Dios?
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—¿Estas loco, ebrio, para insultar de este modo al Enviado?
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—Ni lo uno ni lo otro. Si me condenas a muerte, no me importa. No he olvidado aquello de que son "Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos".
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El caso era nuevo. Había que pasar aviso al Emir y a la sultana Tabur y al eunuco Nasr. Los tres decretaron la muerte del antiguo oficial del ejército: "Sea degollado y su cadáver sepultado en las aguas del Guadalquivir". Así murió el monje Isaac, que tres años había vestido el hábito monacal y aprendido la virtud del abad Martín en Tábanos. "Así quedó abierto él camino glorioso."
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SAN SANCHO. Le siguió el 5 de junio. Había nacido en el Pirineo francés, se había hecho oyente asiduo de Eulogio cuando todavía era esclavo en la guardia del Sultán, en Córdoba. Al presentarse al Cadí, insultando a Mahoma, le dijo el juez que hallaba en él delito de traición, además de ser impío. Por eso le echaron en tierra, metiéronle por el cuerpo una larga estaca y, levantándole al aire, le entregaron a los espasmos de los tormentos. Murió empalado este Confesor de Cristo.
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SAN PEDRO. Natural de Ecija, hízose monje en Cuteclara con
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SAN WALABONSO, procedente de Niebla; los dos fueron discípulos aprovechados del abad Frugelo;
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SAN SABINIANO era del pueblo de Froniano, en las montañas de Córdoba;
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SAN WITRESMUNDO, de Ecija también, profesó la vida monástica en San Zoilo de Armelata;
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SAN JEREMÍAS, el fundador del monasterio Tabanense. Llevó a la vida claustral a su sobrino San Isaac. Su ejemplo le dió bríos. Jeremías había encanecido en la penitencia y en la virtud cuando Dios le inspiró los deseos del martirio;
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SAN HABENCIO, era conocido en Córdoba por sus austeridades. Vivió muchos años recluso en su celda, atado con cadenas su cuerpo y oprimido con cilicios y hierros.
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"Estos seis bajaron a la arena, dice Eulogio, el día 7 de junio. Ante el juez dijeron a una voz: También nosotros, oh juez, tenemos y profesamos la misma fe por la que han padecido nuestros santísimos cohermanos Isaac y Sancho; puedes ejecutar la sentencia; no perdones la crueldad y venga con toda saña en nosotros a tu profeta ultrajado. Pues amén de que confesamos que Cristo es Dios, proclamamos muy alto que vuestro profeta es el precursor del Anticristo y autor de una falsa doctrina. Dolámonos asimismo de vosotros, atosigados con el mortal veneno de sus enseñanzas y embriagados con la ponzoñosa bebida del demonio; porque sabemos que habréis de padecer eternos tormentos y nos dolemos de vuestra orfandad e ignorancia". "Al instante los degollaron; sin embargo, no sé por qué razón, azotaron antes al anciano Jeremías, y dicen que, medio muerto ya por los azotes, apenas pudieron sacarle por sus propios pies al sacrificio. Aquellos mártires, mientras caminaban al lugar de la decapitación, se animaban unos a otros, cual si fuesen a un festín. Y en primer término cayeron los Reverendísimos ministros Pedro y Walabonso, y luego degollaron a la vez a los demás, el 7 de junio, domingo. Sus cuerpos los ataron a unos palos, y, días después, los quemaron en una hoguera y sus cenizas las arrojaron al río para que desapareciesen".
PLEGARIA A LOS MÁRTIRES
¡Oh gloriosos confesores de la fe! Inflamados por aquel fuego que Cristo y el Espíritu Santo trajeron al mundo, comprendisteis bien la palabra del divino Maestro, que dice: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos", y el vuestro fué tan grande que no aguardó a que los infieles vinieran a buscaros para llevaros al suplicio. Vosotros mismos os lanzásteis espontáneamente al peligro, porque veíais que era necesario para salvar los valores espirituales de vuestro pueblo, amenazados por el peligro mayor de una tolerancia enervadora. Rogad por las regiones que os vieron nacer, y más todavía por aquella que ilustrasteis con los fulgores de vuestras virtudes y engalanasteis con la púrpura de vuestro martirio; y rogad también por la conversión de aquel pueblo que, engañado por su falso profeta, os dió a vosotros la ocasión para alcanzar el puesto distinguido que tenéis en el cielo. Vuestro ejemplo sirva para mantener despierta siempre y alerta la fe de España y de todo el mundo cristiano, de modo que, si fuere necesario, sepamos adelantarnos a confesarla sin miedo a perder la vida temporal a trueque de conseguir la eterna.
fuente: Año Litúrgico Prospero Guerangér
tomo IV paginas 309 y siguientes
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