Solemnidad del Corpus Christi
SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE EL CORPUS CHRISTI
Incola ego sum in terra.Soy como extranjero en mi tierra, (Ps. CXVIII, 19.)
Estas palabras nos recuerdan todas las miserias de la
vida, el menosprecio con que hemos de mirar las cosas creadas y perecederas, el
deseo con que debemos esperar la salida de este mundo para encaminarnos a
nuestra verdadera patria, ya que esta tierra no lo es.
Consolémonos, sin embargo, del destierro a que estamos sujetos; en él tenemos
un Dios, un amigo, un consolador y un Redentor, que puede endulzar nuestras
penas, haciéndanos vislumbrar grandes bienes, desde este valle de miserias; lo
cual debe llevarnos a exclamar, como la Esposa de los Cantares: «¿Habéis visto
a mi amado? Y si lo habéis visto, decidle que no hago más que penar» (Cant., V,
8.) ¿Hasta cuándo, Señor, exclama el santo Rey Profeta en sus transportes de
amor y arrobamiento, hasta cuándo prolongaréis mi destierro lejos de Vos? (Ps.
CXIX, 5.). Mas dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente
poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla
en todas partes; sino que le tenemos con nosotros tal cual estuvo durante nueve
meses en el seno de María, tal cual estuvo en la cruz. Más afortunados aún que
los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino
para tener la dicha de verle, nosotros le poseemos en cada parroquia, cada
parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!
¿Cuál es mi propósito? Vedlo aquí. Quiero mostraros la bondad de Dios en la
institución del adorable sacramento de la Eucaristía y los grandes provechos
que de este sacramento podemos sacar.
I.- Digo yo que lo que hace la felicidad de un buen cristiano, hace la
desgracia de un pecador.
Solemne Apertura del Congreso Eucarístico - Buenos Aires, 1934 |
«Venid, hijos míos, decía el santo Rey David, venid, pues tenga grandes cosas
que anunciaros; venid, y os diré cuán bueno es el Señor para los que le aman.
Tiene preparado para sus hijos un alimento celestial que da frutos de vida. En
todas partes hallaremos a nuestro Dios; si vamos al cielo, allí estará; si
pasamos el mar, le veremos a nuestro lado. Si nos sumergimos en la profundidad
caótica de las aguas, hasta allí nos acompañará» (Ps. XXXIII; CXXXVIII. XXII.).
Nuestro Dios no nos pierde de vista, cual una madre que está vigilando al
hijito que da los primeros pasos. «Abraham, dice el Señor, anda en mi presencia
y la hallarás en todas partes.» «¡Dios mío!, exclama Moisés, servíos mostrarme
vuestra faz: con ella tendré cuanto puedo desear» (Exod, XXXIII, 13.). Cuán
consolado queda un cristiano, al pensar que Dios le ve, que es testigo de sus
penalidades y de sus combates, que tiene a Dios de su parte. Digámoslo mejor,
¡todo un Dios le estrecha dulcemente contra su seno! ¡Pueblo cristiano! ¡Cuán
dichoso eres al gozar de tantos favores que no se conceden a los demás pueblos!
razón tenía al decirnos, que si la presencia de Dios es una tiranía para el
pecador, es en cambio una delicia infinita; un cielo anticipado para el buen
cristiano.
Hermoso y consolador es lo que os acabo de decir, más aún no es todo, es poca
cosa todavía, me atrevo a decir, en comparación del amor que Jesucristo nos
manifiesta en el adorable sacramento de la Eucaristía. Si me dirigiese a gente
incrédula o impía, que se atreve a dudar de la presencia de Jesucristo en este
adorable sacramento, comenzaría por aportar pruebas tan claras y convincentes,
que morirían de pena por haber dudado un misterio apoyado en argumentos tan
fuertes v persuasivos. Les diría yo: si es verdad la existencia de Jesucristo,
también es verdad este misterio, ya que Aquél, después de haber tomado un
fragmento de pan en presencia de sus apóstoles, les dijo: «Ved aquí pan; pues
bien, voy a transformarlo en mi Cuerpo; ved aquí vino, el cual voy a
transformar en mi sangre; este cuerpo es verdaderamente el mismo que será
crucificado, y esta sangre es la misma que será derramada en remisión de los
pecados ; y cuantas veces pronunciéis estas palabras, dijo además a sus
apóstoles, obraréis el mismo milagro; esta potestad la comunicaréis unos a
otros hasta el fin de los siglos»(Mateo, XXVI ; Luc., XXII.). Mas ahora dejemos
a un lado estas pruebas; tales razonamientos son inútiles para unos cristianos
que tantas veces han gustado las dulzuras que Dios les comunica en el
sacramento del amor.
Dice San Bernardo que hay tres misterios en los cuales no puede pensar sin que
su corazón desfallezca de amor y de dolor, El primero es el de la Encarnación,
el segundo es el de la muerte y pasión de Jesús, y el tercero es el del
adorable sacramento de la Eucaristía. Al hablarnos el Espíritu Santo del
misterio de la encarnación, se expresa en términos que nos muestra la
imposibilidad de comprender hasta dónde llega el amor de Dios a los hombres,
pues dice: «Así amó Dios al mundo», como si nos dijese: dejo a vuestra mente,
dejo a vuestra imaginación la libertad de formar sobre ello las ideas que os
plazca; aunque tuvieseis toda la ciencia dé las profetas, todas las luces de
los doctores y todos los conocimientos de los ángeles, os sería imposible
comprender el amor que Jesucristo ha sentido por vosotros en estos misterios.
Cuando nos habla San Pablo de los misterios de la Pasión de Jesucristo, ved
cómo se expresa: «Con todo y ser Dios infinito en misericordia y en gracia,
parece haberse agotado por amor nuestro. Estábamos muertos y nos dio la vida.
Estábamos destinados a ser infelices por toda una eternidad, y con su bondad y
misericordia ha cambiado nuestra suerte» (Eph., II, 4-6.). Finalmente, al
hablarnos, San Juan, de la caridad que Jesucristo mostró con nosotros al
instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, nos dice «que nos amó hasta
el fin» (Joan., XIII, 1.) es decir, que amó al hombre, durante toda su vida,
con un amor sin igual. Mejor dicho, nos amó cuanto pudo. ¡Oh, amor, cuán grande
y cuán poco conocido eres!
Y pues, amigo mío, ¿no amaremos a un Dios que durante toda la eternidad ha
suspirado por nuestro bien? ¡Un Dios que tanto lloró nuestros pecados, y que
murió para borrarlos! Un Dios que quiso dejar a los ángeles del cielo, donde es
amado con amor tan perfecto y puro, para bajar a este mundo, sabiendo muy bien
que aquí sería despreciado. De antemano sabía las profanaciones que iba a
sufrir en este sacramento de amor. No se le ocultaba que unos le recibirían sin
contrición; otros sin deseo de corregirse; ¡ay!, otros tal vez, con el crimen
en su corazón, dándole con ello nueva muerte. Pero nada de esto pudo detener su
amor. ¡Dichoso pueblo cristiano!... «Ciudad de Sión, regocíjate, prorrumpe en
la más franca alegría, exclama el Señor por la boca de Isaías, ya que tu Dios
mora en tu recinto» (Is.,XII,6.). Lo que el profeta Isaías decía a su pueblo,
puedo yo decíroslo con más exactitud. ¡Cristianos, regocijaos!, vuestro Dios va
a comparecer entre vosotros. Este dulce Salvador va a visitar vuestras plazas,
vuestras calles, vuestras moradas; en todas partes derramará las más abundantes
bendiciones. ¡Moradas felices aquellas delante de las cuales va a pasar! ¡Oh,
felices caminos los que vais a estremeceros bajo tan santos y sagrados pasos!
¿Quién nos impedirá decir, al volver a discurrir por la misma vía: Por aquí ha
pasado mi Dios, por esta senda ha seguido cuando derramaba sus saludables
bendiciones en esta parroquia?
¡Qué día tan consolador para nosotros! Si nos es dado gozar de algún consuelo
en este mundo, ¿no será, por ventura, en este momento feliz? Olvidemos, a ser
posible, todas nuestras miserias. Esta tierra extranjera va a convertirse en la
imagen de la celestial Jerusalén; las alegrías y fiestas del cielo, van a bajar
a la tierra. «Péguese la lengua a mi paladar, si es capaz de olvidar estos
grandes beneficios» (Ps. CYXXVI, 6.). ¿Que el cielo prive a mis ojos de la luz,
si ellos han de fijar sus miradas en las cosas terrenas?
Si consideramos las obras de Dios: el cielo v la tierra, el orden admirable que
reina en el vasto universo, ellas nos anuncian un poder infinito que lo ha
creado todo, una sabiduría infinita que todo lo gobierna, una bondad suprema y
providente que cuida de todo con la misma facilidad que si estuviese ocupada en
un solo ser: tantos prodigios han de llenarnos forzosamente de sorpresa,
espanto y admiración. Mas; fijándonos en el adorable sacramento de la
Eucaristía, podemos decir que en él está el gran prodigio del amor de Dios con
nosotros; en él es donde su omnipotencia, su gracia y su bondad brillan de la
manera más extraordinaria. Con toda verdad podemos decir que éste es el pan
bajado del cielo, el pan de los ángeles, que recibimos como alimento de
nuestras almas. Es el pan de los fuertes que nos consuela y suaviza nuestras
penas. Es éste realmente «el pan de los caminantes»; mejor dicho, es la llave qué
nos franquea las puertas del cielo. «Quien me reciba, dice el Salvador,
alcanzará la vida eterna: el que me coma no morirá. Aquel, dice el Salvador,
que acuda a este sagrado banquete, hará nacer en él una fuente que manará hasta
la vida eterna» (Joan., VI, 54.55; IV, 14.).
Más, para conocer mejor las excelencias de este don,
debemos examinar hasta qué punto Jesucristo ha llevado su amor a nosotros en
este sacramento. No era bastante que el Hijo de Dios se hiciese hombre por
nosotros; para dejar satisfecho su amor, era preciso ofrecerse a cada uno en
particular. Ved cuánto nos ama. En la misma hora en que sus indignos hijos
activaban los preparativos para darle muerte, su amor le llevaba a obrar un
milagro cuyo objeto es permanecer entre ellos. ¿Se ha visto, podrá verse amor
más generoso ni más liberal que el que nos manifiesta en el Sacramento de su
amor? ¿No habremos de afirmar, con el Concilio de Trento, que en dicho
Sacramento es donde la liberalidad v generosidad divinas han agotado todas sus
riquezas? (Ses., XIII, cap. II.). ¿Nos será dado hallar sobre la tierra, y
hasta en el cielo, algo que con este misterio pueda ser comparado? ¿Se ha visto
jamás que la ternura de un padre, la liberalidad de un rey para sus súbditos,
llegase hasta donde ha llegado la que muestra Jesucristo en el Sacramento de
nuestros altares? Vemos que los padres, en su testamento, dejan las riquezas a
sus hijos; mas en el testamento del Divino Redentor, no son bienes temporales,
puesto que ya los tenemos..., sino su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa lo
que nos da. ¡Oh, dicha del cristiano, cuán poco apreciada eres¡ No, Jesús no
podía llevar su amor más allá que dándose a Sí mismo; ya que, al recibirlo, le
recibimos con todas sus riquezas. ¿No es esto una verdadera prodigalidad de un
Dios para con sus criaturas? Si Dios nos hubiese dejado en libertad de pedirle
cuanto quisiéramos, ¿nos habríamos atrevido a llevar hasta tal punto nuestras
esperanzas? Por otra parte, el mismo Dios, con ser Dios, ¿podía hallar alga más
precioso para darnos?, nos dice San Agustín.
Pero, ¿sabéis aún cuál fue el motivo que movió a Jesucristo a permanecer día y
noche en nuestros templos? Pues fue para que, cuantas veces quisiéramos verle,
nos fuese dado hallarle. ¡Cuán grande eres, ternura de un padre! ¡Qué cosa
puede haber más consoladora para, un cristiano, que sentir que adora a un Dios
presente en cuerpo y alma! «Señor, exclama el Profeta Rey, ¡un día pasado junta
a Vos es preferible a mil empleados en las reuniones del mundo»! (Pes.,
LXXXIII, 11.). ¿Qué es, en efecto, lo que hace tan santas y respetables
nuestras iglesias?, ¿no es, por ventura, la presencia real de Nuestro Señor
Jesucristo? ¡Ah!, ¡pueblo feliz, el cristiano!
1° Deberemos comparecer siempre ante su presencia con el mayor respeto, y
seguirle con alegría verdaderamente celestial, representándonos interiormente
aquella gran procesión que tendrá lugar después del juicio final. Para quedar
penetrados del más profundo respecto, bastará recordar nuestra condición de
pecadores, considerando cuán indignos somos de seguir a un Dios tan santo y tan
puro, Padre bondadoso al que tantas veces hemos despreciado y ultrajado, y que
con todo nos ama aún y se complace en darnos a entender que está dispuesto a
perdonarnos nuevamente. ¿Qué es lo que hace Jesucristo cuando le llevamos en
procesión? Vedlo aquí. Viene a ser como un buen rey en medio de sus súbditos,
como un padre bondadoso rodeado de sus hijos, como un buen pastor visitando sus
rebaños. ¿En qué debemos pensar cuando marchamos en pos de nuestro Dios? Mirad.
Hemos de seguirle con la misma devoción y adhesión que los primeros fieles
cuando moraba aquí en la tierra prodigando el bien a todo el mundo. Sí, si
acertamos a acompañarle con viva fe, tendremos la seguridad de alcanzar cuanto
le pidamos.
Leemos en el Evangelio que un día, en el camino por donde pasaba el Señor, había
dos ciegos, los cuales se pusieron a dar voces diciendo: «¡Jesús, hijo de
David, ten piedad de nosotros!» Al verlos el Divino Maestro, moviose a
compasión, y les preguntó qué querían. «Señor, le respondieron, haced que
veamos.» «Pues ved», les dijo el Salvador (Mateo, XX, 30-34.). Un gran pecador
llamado Zaqueo, deseando verle pasar, se encaramó a un árbol; pero Jesucristo,
que había venido para salvar a los pecadores, le dijo: «Zaqueo, baja del árbol
pues quiero alojarme en tu casa», ¡En tu casa!, lo cual es como si le dijese:
Zaqueo, desde hace mucho tiempo, la puerta de tu corazón está cerrada por el
orgullo y las injusticias; ábreme hoy, pues vengo para otorgarte el perdón. Al
momento, bajó Zaqueo, humillóse profundamente ante su, Dios, reparó todas sus
injusticia no deseando ya por herencia otra cosa que la pobreza y el
sufrimiento (Luc., XIX, 1-10.). ¡Oh, instante feliz, el cual le valió una
eternidad de dicha! Otro día pasando el Salvador por otra calle, seguíale una
pobre mujer, afligida por espacio de doce años a causa de un flujo de sangre:
Se decía ella: «Si tuviese la dicha de tocar aunque sólo fuese el borde de sus
vestiduras, estoy cierta que curaría» (Mateo, IX, 20-22.). Y corrió, llena de
confianza, a arrojarse a los pies del Salvador, y al momento quedó libre de su
enfermedad. Si tuviésemos la misma fe y la misma confianza, obtendríamos
también las mismas gracias; puesto que es el mismo Dios, el mismo Salvador y el
mismo Padre, animado de la misma caridad. «Venid, decía el Profeta, venid, salid
de vuestros tabernáculos, mostraos a vuestro pueblo que os desea y os ama.»
¡Ay!, ¡cuántos enfermos esperan la curación! ¡Cuántos ciegos a quienes habría
que devolver la vista! ¡Cuántos cristianos, de los que van a seguir a
Jesucristo, tienen sus almas cubiertas de llagas! ¡Cuántos cristianos están en
las tinieblas y no ven que corren inminente peligro de precipitarse en el
infierno! ¡Dios mío!, ¡curad a unos e iluminad a otros! ¡Pobres almas, cuán
desdichadas sois!
Nos refiere San Pablo que, hallándose en Atenas, vio escrito en un altar: «Aquí
reside el Dios desconocido» (Ignoto Deo (Act. XVII, 23).). Pero, ¡ay!, podría
deciros yo lo contrario: vengo a anunciaros un Dios que vosotros conocéis como
tal, y no obstante no le adoráis, antes bien le despreciáis. Cuántos
cristianos, en el santo día del domingo, no saben cómo emplear el tiempo, y,
con todo, no se dignan dedicar ni tan sólo unos momentos a visitar a su
Salvador que arde en deseos de verlos juntos a sí, para decirles que los ama y
que quiere colmarles de favores. ¡Qué vergüenza para nosotros!... ¿Ocurre algún
acontecimiento extraordinario?, lo abandonáis todo y corréis a presenciarlo.
Mas a Dios no hacemos otra cosa que despreciarle, huyendo de su presencia; el
tiempo empleado en honrarle siempre nos parece largo, toda práctica religiosa
nos parece durar demasiado. ¡Cuán distintos eran los primeros cristianos!
Consideraban como los más felices de su vida los días y noches empleados en las
iglesias cantando las alabanzas del Señor o llorando sus pecados; mas hoy, por
desgracia; no ocurre lo mismo. Los cristianos de hoy, huyen de Él y le
abandonan, y hasta algunos le desprecian; la mayor parte nos presentamos en las
iglesias, lugar tan sagrado, sin reverencia sin amor de Dios, hasta sin saber
para qué vamos allí. Unos tienen ocupado su corazón y su mente en mil cosas
terrenas o tal vez criminales; otros están allí con disgusta y fastidio; otros
hay que apenas si doblan la rodilla en las momentos en que un Dios derrama su
sangre preciosa para perdonar sus pecados; finalmente, otros, aun no se ha
retirado el sacerdote del altar, ya están fuera del templo. Dios mío, cuán poco
os aman vuestras hijos, mejor dicho, cuanto os desprecian. En efecto, ¿cuál es
el espíritu de ligereza y disipación que dejéis de mostrar en la iglesia? Unos
duermen, otros hablan, y casi ninguno hay que se ocupe en lo que allí debería
ocuparse.
2° Digo que habiendo sido los hombres criados por Dios y enriquecidos sin cesar
por su mano con los más abundantes favores, debemos todos testificarle nuestra
agradecimiento, y a la vez afligirnos por haberle ultrajado. Nuestra conducta
debe ser la de un amigo que se entristece por las desgracias que a su amigo
sobrevienen: a esto se llama mostrar una amistad sincera. Sin embargo, por favores
que haya podido prestar un amigo, nunca hará lo que Dios ha hecho por nosotros.
- Pero, me diréis, ¿quiénes deben, al parecer de usted, sentir un amor más
intenso y más ardiente a la vista de los ultrajes que Jesucristo recibe de los
malos cristianos? - Es indudable que todos han de afligirse por los desprecios
de que es objeto, todos han de procurar desagraviarle; mas entre los cristianos
hay algunos que están obligados a ello de un modo especial, y son los que
tienen la dicha de pertenecer a la cofradía del Santísimo Sacramento. He dicho:
«Que tienen la dicha». ¿Habrá otra mayor que la de ser escogidos para
desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que recibe en el Sacramento de su
amor? No os quepa duda; vosotros, como cofrades, estáis obligados a llevar una
vida mucho más perfecta que el común de los cristianos. Vuestros pecados son
mucho más sensibles a Dios Nuestro Señor. No es bastante con llevar un cirio en
la mano, para dar a entender que somos contados entre los escogidos de Dios; es
preciso que nuestro comportamiento nos singularice, como el cirio nos distingue
de los que no lo llevan. ¿Por qué llevamos esos cirios que brillan, si no es
para indicar que nuestra vida debe ser un modelo de virtud, para mostrar que
consideramos como una gloria el ser hijos de Dios y que estamos prestos a dar
la vida por defender los intereses de Aquel a quien nos hemos consagrado
perpetuamente? Sí, esforzarse en adornar las iglesias y los altares es dar,
ciertamente, señales exteriores muy buenas y laudables; pero no hay, bastante.
Los bethsamitas, cuando el arca del Señor pasó por su tierra, dieron muestras
del mayor celo y diligencia; en cuanto la divisaron, salió el pueblo en masa
para precederla; todos se ocuparon diligentemente en preparar la leña para
ofrecer los sacrificios. Sin embargo, cincuenta mil hubieron de morir, por no
haber guardado bastante respeto (1 Reg., VI.). ¡Cuánto ha de hacernos temblar
este ejemplo! ¿Qué objetos guardaba aquella arca? Un poco de maná, las tablas
de la Ley; y porque los que a ella se acercan no están bien penetrados de su
presencia, el Señor los hiere de muerte. Pero, decidme, ¿quiénes de los que
reflexionen tan sólo por un momento sobre la presencia de Jesucristo, no
quedarán sobrecogidos de temor? ¡Cuántos desgraciados forman parte del cortejo
del Salvador, con un corazón lleno de culpas! ¡Ah, infeliz!, en vano doblarás
la rodilla, mientras un Dios se yergue para bendecir a su pueblo; sus
penetrantes miradas no dejarán por eso de ver los horrores que cobija tu
corazón. Más, si nuestra alma está pura, entonces podremos figurarnos que vamos
en pos de Jesucristo como en pos de un gran rey, que sale de la capital de su
reino para recibir los homenajes de sus súbditos y colmarlos de favores.
Leemos en el Evangelio que aquellos dos discípulos que
iban a Emaús andaban en compañía del Salvador sin conocerle; y cuando le
hubieron reconocido, desapareció. Enajenados por su dicha, decíanse el uno al
otro: «Cómo se explica que no le hayamos reconocido, ¿Acaso nuestros corazones
no se sentían inflamados de amor cuando nos hablaba explicándonos las
Escrituras?» (Luc., XXIV, 13-32.) Mil veces más dichosos que aquellas
discípulos somos nosotros, ya que ellos iban en compañía de Jesucristo sin
conocerle, mas nosotros sabemos que quien marcha en nuestra compañía
presidiéndonos, es nuestro Dios y Salvador, el cual va a hablar al fondo de
nuestro corazón, en donde infundirá una infinidad de buenos pensamientos y
santas inspiraciones. «Hijo mío, te dirá, ¿por qué no quieres amarme? ¿Por qué
no dejas ese maldito pecado que levanta una muralla de separación entre ambos?
¡Ah!, hijo mío, aquí tienes el perdón, ¿quieres arrepentirte?» Pero ¿qué le
responde el pecador? «No, no, Señor, prefiero vivir bajo la tiranía del demonio
y ser reprobado, a imploraros perdón.»
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Si amásemos a Dios, sería para nosotros una gran alegría, una gran dicha el
venir todas los domingos al templo a emplear algunos momentos en adorarle y
pedirle perdón de los pecados; miraríamos aquellos instantes como los más
deliciosos de nuestra vida. ¡Cuán consoladores y suaves son los momentos
pasados con este Dios de bondad! ¿Estás dominado por la tristeza?, ven un
momento a echarte a sus plantas, y quedarás consolado. ¿Eres despreciado del
mundo?, ven aquí, y hallarás un amigo que jamás quebrantará la fidelidad. ¿Te
sientes tentado?, aquí es donde vas a hallar las armas más seguras y terribles
para vencer a tu enemigo. ¿Temes el juicio formidable que a tantos santos ha
hecho temblar?, aprovéchate del tiempo en que tu Dios es Dios de misericordia y
en que tan fácil es conseguir el perdón. ¿Estás oprimido por la pobreza?, ven
aquí, donde hallarás a un Dios inmensamente rico, que te dirá que todos sus
bienes son tuyos, no en este mundo sino en el otro: Allí es donde te preparo
riquezas infinitas; anda, desprecia esos bienes perecederos y en cambio
obtendrás otros que nunca te habrán de faltar. ¿Queremos comenzar a gozar de la
felicidad de los santos?, acudamos aquí y saborearemos tan venturosas
primicias.
¡Cuán dulce es gozar de los castos abrazos del Salvador! ¿No habéis
experimentado jamás una tal delicia? Si hubieseis disfrutado de semejante
placer, no sabríais aveniros a veros privados de él. No nos admire, pues, que
tantas almas santas hayan pasado toda su vida, día y noche, en la casa de Dios,
no sabiendo apartarse de su presencia.
Leemos en la historia que un santo sacerdote hallaba tal delicia y consuelo en
el recinto de los templos, que hasta se acostaba sobre las gradas del altar,
para que, al despertarse, le cupiese la dicha de hallarse junto a su Dios; y
Dios, para recompensarle, permitió que muriese al pie del altar. Mirad a San
Luis: durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba al pie
de los altares, junto a la dulce presencia del Salvador. ¿Por qué, pues,
sentimos nosotros tanta indiferencia y fastidio al venir aquí? Es que nunca
hemos disfrutado de tan deliciosos momentos?
¿Qué debemos sacar de todo esto?, vedlo aquí. Hemos de tener como uno de los
instantes más felices de nuestra vida aquel en que nos es dado estar en
compañía de tan buen amigo. Formemos en su cortejo con santo temor; como
pecadores, pidámosle, con dolor y lágrimas en los ojos, perdón de nuestros
pecados, y podemos estar ciertos de que lo alcanzaremos... Si nos hemos
reconciliado, imploremos el don precioso de la perseverancia. Digámosle
formalmente que preferimos mil veces morir antes que volver a ofenderle.
Mientras no améis a vuestro Dios, jamás vais a quedar satisfechos: todo os
agobiará, todo os fastidiará; mas, en cuanto le améis, comenzaréis una vida
dichosa; y en ella podréis esperar tranquilamente la muerte!... ¡Aquella muerte
feliz, que nos juntará a nuestro Dios!... ¡Ah, dulce felicidad!, ¿cuándo
llegarás?... ¡Cuán largo es el tiempo de espera!, ¡ven!, ¡tú nos procurarás el
mayor de todos los bienes, o sea la posesión del mismo Dios!... Esto es lo que
os deseo…
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