LA PURIFICACIÓN DE LA VÍRGEN MARÍA,NUESTRA SEÑORA, y LA
PRESENTACIÓNDE SU PRECIOSO HIJO EN EL TEMPLO
LA PURIFICACIÓN DE LA VÍRGEN MARÍA,
NUESTRA SEÑORA, y LA
PRESENTACIÓN
DE SU PRECIOSO HIJO EN EL TEMPLO
Nuestra
Señora de El Buen Suceso,
de la Purificación y Candelaria
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Claro está, que el bendito Niño Jesús, y su gloriosa
Madre, no estaban obligados á guardar estas leyes; porque el Hijo era Dios, y
legislador, y señor de la ley, y la madre era Madre de Dios, y reina, y
princesa de todo lo criado: demás de esto, las mismas leyes con sus palabras
los eximían, y exceptuaban de aquella obligación; porque la ley de los
primogénitos decía, que el primogénito, que abriese camino para salir de las
entrañas de su madre, fuese ofrecido al Señor; y Cristo salió por aquella
puerta oriental de la Virgen, profetizada por Ezequiel, dejándola cerrada y
sellada: y la segunda ley no obligaba sino a la mujer, que concebía por vía
ordinaria; y la Virgen sacratísima concibió al Verbo Eterno, por virtud del
Espíritu Santo, sin detrimento de su celestial pureza. La purificación de las
paridas era para limpiarlas de las inmundicias del parto; más la que quedó más
limpia que el sol, y más hermosa que la rosa, y que la clavellina, no tiene esa
obligación; porque ¿cómo puede purificarse la pureza, esclarecerse la luz,
blanquearse la blancura, y hermosearse la belleza? Y por esta causa el evangelista
sagrado, diciendo, que se cumplieron los días de su purgación, añadió
divinamente aquellas palabras: «Según la ley de Moisés»; dando á entender, que
aquella purificación era según la ley, y nó según la Virgen; porque según ella,
no podía llegar ese día, porque era la misma limpieza, y más resplandeciente
que el mismo sol. Pero fué muy conveniente, que el Niño Jesús guardase la ley,
á que no estaba obligado, y que la Madre se conformase con su Hijo, para
nuestro remedio y ejemplo. No tenían ellos necesidad de guardar la ley; pero
temámosla nosotros, de que ellos la guardasen, para que de tales maestros aprendiésemos
á obedecer á Dios; porque todo nuestro mal es libertad, desenfrenamiento, y
desobediencia, por la cual, como por la puerta, entró nuestra perdición en el
mundo, y este mar océano de desventuras y miserias, en que andamos sumidos y
anegados: y como el Señor vino como médico soberano, para curarnos de nuestros
males, y dolencias, por su voluntad se sujetó á la ley, no estando obligado,
para que el enfermo con menos repugnancia y mayor alegría la obedezca, y cumpla
con su obligación: y para que considerando, cuan liberal es Dios para con
nosotros, y que no pone tasa, ni medida, en lo que hace, y padece por nuestra
salud, no estrechemos, ni apoquemos nuestros corazones en servirle, apretando la
mano para dar, y abriéndola para recibir, como hacen algunos avarientos,
escasos, y mezquinos, que regatean con Dios, y examinan muy por menudo, á lo
que precisamente les obliga su ley, sin querer pasar la raya, ni los límites de
los divinos preceptos, para no irse al infierno: y no miran, que delante de
aquella soberana, y divina luz, cualquiera otra luz es tinieblas, y cotejada con
aquella limpieza, toda santidad es inmundicia; y que el que fuere más franco
para con Dios, ese le hallará más liberal, y dadivoso para consigo; porque es
tan franco, que nunca quiere deber nada á nadie, sino que todos le deban, y que
sus mismos dones sean merecimientos nuestros, para remunerarlos con gloriosa
corona de bienaventurada eternidad. Quiso también el Señor, y su Madre
dulcísima, enseñarnos á hacer nuestras obras de manera, que no solamente sean
limpias en los ojos de Dios, sino también loables en los de los hombres, y que
no nos contentemos con el testimonio de nuestra conciencia, cuando damos al prójimo
causa legítima de murmurar: porque el mismo Dios nos manda, que tengamos cuenta
con no dar que decir de nosotros; y la conciencia no es pura, cuando no se
ajusta con lo que manda Dios. Cuando
pidieron a Cristo los alcabaleros el tributo del César, preguntó á san Pedro:
«¿Quién lo debe? ¿Los hijos, ó
los vasallos?» Y añadió: «Pero
porque no los escandalicemos, á trueque de que no digan, que me rebelo contra
el César: ve, Pedro, saca un pez, y paga». Así hoy, porque no se diga, que
Cristo no guarda la ley, y que es contrario á Moisés, y que la Madre, siendo
parida, no se, purifica, quiso él ser presentado, y ella ser purificada, por
excusar el escándalo, y darnos ejemplo de mirar como vivimos, y quitar las
ocasiones justas de murmurar: y no menos para deslumbrar al demonio, y tenerlo
perplejo y confuso: porque así como dijo el Señor, que la Virgen fuese desposada,
entre otras razones, para que el demonio anduviese siempre como atormentado
entre dos aguas, y no entendiese, que aquel hijo era Hijo de Dios, como dice san Ignacio; así
ordenó el mismo Señor, que esta purísima doncella, no teniendo mancha, y siendo
más limpia que los ángeles, se sujetase á la ley de la limpieza, como si la
buscara, y tuviera de ella necesidad, para que el demonio, que es soberbio, se
cegase con esta luz, y con este ejemplo de tan rara y profunda humildad.
Demás de estas razones hay otra muy importante para
doctrina, y reformación de nuestra vida, que es habernos dado el Padre Eterno a
su Hijo unigénito, y con él todo lo que nos puedo dar, para que su Madre, que
sin padre lo había engendrado en la
tierra, se le presentase hoy en medio del templo, y se le ofreciese por todos los pecados del
mundo, y nos animase con esta divina ofrenda á ofrecerle cada uno de nosotros
por su parte: y juntar su corazón, y su primogénito con el primogénito de la Virgen, y hacer perfectamente lo que aquella ley de los primogénitos en sombra y figura
nos representaba. El primogénito, y el mayorazgo del reino, y de cualquiera
casa, y familia ilustre, se tiene en mucho, y es lo primero, en que se ponen los ojos; y el primogénito
del hombre, que es racional, y
tiene entendimiento, y voluntad,
y se gobierna por razón, y por
amor, es el primer juicio, que tiene, del cual dependen todos los otros juicios
del hombre: y aquel primero y principal amor, que es como regla, y fuente de todos
los otros amores: y este juicio, y este amor, manda el Señor, que le
presentemos, y ofrezcamos como cosa suya. Aquello, que el hombre piensa, que le
puede hacer bienaventurado, si lo alcanza, y si lo pierde infeliz: aquello, que
abraza con más estrecho amor, y
tiene pegado á las entrañas, y con mayores ansias desea, y procura: aquello, que
como aceite nada sobre otros licores, y cuando se encuentra con cualquiera otra cosa, la sobrepuja, y tiene
debajo; ese es el amor, y el primogénito, que Dios nos pide: de manera, que aunque lo demos todo lo demás, no lo
estima, y es nada en sus ojos; así como si Dios nos diese, todo cuanto hay en el cielo, y en la
tierra, y no se nos diese á sí
mismo, no nos aprovecharía para tener contento seguro, y bienaventurado. Ama el
hombre la hacienda, y ama al hijo; pero cuando se encuentra el amor de la hacienda con el del hijo, que está
enfermo, ó en algún peligro, gástase la hacienda, porque no muera el hijo. Pues
este amor nos pido hoy el Señor: este es el mayorazgo, que lo debemos ofrecer;
que en nuestra opinión no haya cosa, que con Dios se iguale, ni se compare, ni tenga precio, ni valor, más que un
poco de todo, en comparación de un riquísimo é inestimable tesoro; y por no
perderle, perdamos la hacienda, la honra, la mujer y los hijos, y la propia
vida, si fuera menester: y no es mucho, que pues Dios nos dio á Jesucristo, que es primogénito
de todas las criaturas, por mano de la Virgen, para que ella hoy se le
ofreciese; nosotros en retorno demos á su
divina Majestad esto nuestro juicio, y nuestro amor, que aunque es de suyo tan vil, tan flaco, todavía
por ser nuestro primogénito; é ir acompañado
con los merecimientos de este Señor, le será más acepto sacrificio, y agradable,
que lo era el de la ley vieja de los primogénitos; la cual debajo de sombras y
figuras, nos representa esta espiritual ofrenda, y nos enseña á degollar, y hacer
sacrificio de los primogénitos de los animales, que son las pasiones que nacen de nuestra sensualidad, y de la parte
inferior de nuestra alma, como de un animal bruto, y sin razón. Asimismo la ley
de la purificación de las paridas nos enseña el cuidado que debemos tener de la
purificación interior. No tiene ya necesidad la mujer, que ha parido, de guardar
entredicho de muchos días para entrar en el templo, porque ya espiró aquella ley
ceremonial, y estando con fuerzas para hacerlo, puede entrar: pero tiene la de purificar
su alma, y reprimir los deleites de la carne, y ofrecer á Dios el gemido, y
castidad de la tórtola, y la simplicidad del palomo; que esto es, lo que Dios
por aquella ofrenda nos quería significar.
Estas son algunas de las causas, que traen los santos,
para declarar, cuan conveniente
cosa fué, que el suavísimo Jesús guardase la ley de los primogénitos, y la
sacratísima Virgen su Madre la de purificación, sin ser obligados: veamos ahora
el modo, que tuvieron en obedecer á la ley, y los otros misterios, que se
encierran en este soberano misterio. Entró la Virgen en el templo, acompañada de
San José su esposo, llevando en sus
brazos aquel tesoro del cielo, y riqueza, y bienaventuranza del mundo; y
postrada delante del acatamiento divino, alzó sus ojos, y su corazón á Dios, y con la mayor humildad, que jamás pura criatura
le habló, le dijo: O Padre eterno, Señor, y Criador del mundo, veis aquí á
vuestro unigénito, y muy amado Hijo, que con tanta caridad quisisteis, que
también fuese Hijo mío, para que tomando carne, y viniendo al mundo en forma de
hombre mortal, redimiese todo el género humano: aquí os le traigo: aquí os le represento, y os le ofrezco,
para que de Él, y de mí hagáis, Señor, según vuestra santísima voluntad. Dichas
estas ó semejantes palabras, ofreció los cinco ciclos, que la ley mandaba, y con otros rescató á su precioso Hijo, y redimió al
Redentor del mundo, y quiso ser redimido, el que era perfectísimo Redentor, y ser
rescatado con cinco siclos, el que había de rescatar con cinco llagas á todos
los hijos de Adán. Ofreció asimismo la Virgen un par de tórtolas, ó palominos,
para cumplir con la ley de la purificación. No ofreció cordero figurativo, así
porque ofrecía el verdadero, e inocente cordero, que quita todos los pecados
del mundo; como porque era pobre, y amiga de la pobreza, como lo era su
benditísimo Hijo: el cual, siendo rey de la gloria, había tomado hábito y
figura de pobre, para enriquecernos; y era justo, que pareciese lo que era, y
con esta humildad reprimiese nuestra presunción, y soberbia, que siendo pobres
queremos parecer ricos, y siendo pecadores, queremos, que nos tengan por inocentes
y santos. Dice más el texto sagrado, que en este tiempo había en Jerusalén un
hombre, que se llamaba Simeón, y que este hombre era justo, y temeroso de Dios,
y que esperaba la consolación del pueblo de Israel, y que el Espíritu Santo
moraba en él; y que había tenido revelación del mismo Espíritu Santo, que no
moriría sin ver primero al Mesías, y Cristo del Señor; y que vino por instinto
del divino Espíritu al templo, para que viese al Redentor del mundo, y se le
cumpliesen sus deseos, y la palabra, que Dios le había dado. Hombre, dice,
que era Simeón; porque aspiraba á las cosas del cielo, y conocía la excelencia
y dignidad del hombre, y con sus santas costumbres la procuraba conservar;
porque los que se dan á los apetitos de la carne, y desdicen de la nobleza, en
que Dios los crió, no se pueden llamar hombres, sino bestias.
Era varón justo para con el prójimo, y temeroso para con Dios; y echábase bien de ver su justicia y santidad: pues tenia tan gran sed del bien común, y tan encendido deseo de la consolación de todo el pueblo, la cual consistía en conocer, abrazar y servir á su reparador, libertador y glorificador; y por eso era morada y templo del Espíritu Santo, que habitaba en él y lo poseía: y como cosa rara, nueva y maravillosa, añade el divino escritor: et ccce homo erat in Jerusalem: que este tal hombre estaba en Jerusalén, que era metrópoli y cabeza del reino, y a la sazón muy estragada de vicios, y pecados; donde el rey era tirano, los consejeros lisonjeros, el sumo sacerdocio vendible, los escribas y fariseos ambiciosos, el pueblo carnal, y de pies á cabeza no había parte sana en toda la república: lo cual es gran loa del santo Simeón; porque así como el ser malo entre los buenos es cosa muy reprensible, así el ser bueno entre los malos es muy loable y digna de admiración. De este Simeón escribe Niceforo Calixto, que demás de ser varón santísimo, era también sapientísimo; y que leyendo aquellas palabras de Isaías: Ecce Virgo concipiet, el pariet filium: Una virgen concebirá, y parirá un hijo; estuvo muy dudoso, y confuso, pensando cómo podría ser que una doncella pariese, y que el Señor le reveló, que él mismo con sus ojos vería aquel nuevo milagro, y aquella virgen, que había profetizado Isaías, y al hijo que hubiese parido, antes que hubiese salido de esta vida: y que con esta promesa, y respuesta de Dios se recreaba, y alentaba el santo viejo, y se sustentaba en vida, hasta que al mismo tiempo de la venida de Cristo, el Espíritu Santo le movió á venir al templo, certificándolo, que hallaría al que Dios le había prometido, y él tanto deseaba. Vino Simeón cargado de años, y abrasado de deseos: vino como una cierva acosada, herida, y sedienta, para refrescarse en aquella fuente de vida; y con el mismo espíritu que le traía, vio en el templo muerto al templo vivo, en el corporal al espiritual, y en los brazos de la Virgen al Hijo purísimo, que ella había parido: vio el tesoro del mundo, el heredero de los siglos, el mayorazgo de Dios, la bienaventuranza de las criaturas, y el remedio de todo el linaje humano; porque estando con aquella ansia, y afectuoso deseo de verle, y mirando con atención las otras mujeres, que entraban en el templo para purificarse con sus hijos, vio alrededor de la sacratísima Virgen, y de aquel Agnus Dei, que traía colgado a sus pechos, una luz de inmensa claridad, y luego conoció, que aquel era su bien. y su tesoro, y la lumbre de sus ojos, y descanso de su corazón, como lo refiere Timoteo, presbítero de Jerusalén: y llegándose con increíble humildad y gozo, se postró, y adoró al Niño, y suplicó á la Madre, que se le dejase tomar en sus brazos, y teniéndole en ellos, cantó como cisne divino aquel cántico tan celebrado: «Ahora, Señor, dejas á tu siervo en paz, según la promesa de tu palabra; porque ya han visto mis ojos tu salud, la cual aparejaste ante la cara de todos los pueblos para la luz de las gentes, y gloria de Israel»: Cumplido habéis, Señor, vuestra palabra: ya he visto lo que me prometisteis: ya es tiempo, que me saquéis de la penosa cárcel de este cuerpo, y me libréis de la congojosa y peligrosa guerra de esta vida, y recojáis mi espíritu en paz; pues he visto la verdadera paz y el pacificador del mundo. He visto al Salvador, que ha de dar salud, y vida, alumbrando á los gentiles, que están en la sombra de la muerte, y glorificando á vuestro pueblo, que ahora está abatido y oprimido: ya no tengo mas que desear, ni que esperar, sino cerrar mis ojos; pues han visto la luz del cielo: ya no temeré la muerte; pues he tenido en mis brazos la vida.
Era varón justo para con el prójimo, y temeroso para con Dios; y echábase bien de ver su justicia y santidad: pues tenia tan gran sed del bien común, y tan encendido deseo de la consolación de todo el pueblo, la cual consistía en conocer, abrazar y servir á su reparador, libertador y glorificador; y por eso era morada y templo del Espíritu Santo, que habitaba en él y lo poseía: y como cosa rara, nueva y maravillosa, añade el divino escritor: et ccce homo erat in Jerusalem: que este tal hombre estaba en Jerusalén, que era metrópoli y cabeza del reino, y a la sazón muy estragada de vicios, y pecados; donde el rey era tirano, los consejeros lisonjeros, el sumo sacerdocio vendible, los escribas y fariseos ambiciosos, el pueblo carnal, y de pies á cabeza no había parte sana en toda la república: lo cual es gran loa del santo Simeón; porque así como el ser malo entre los buenos es cosa muy reprensible, así el ser bueno entre los malos es muy loable y digna de admiración. De este Simeón escribe Niceforo Calixto, que demás de ser varón santísimo, era también sapientísimo; y que leyendo aquellas palabras de Isaías: Ecce Virgo concipiet, el pariet filium: Una virgen concebirá, y parirá un hijo; estuvo muy dudoso, y confuso, pensando cómo podría ser que una doncella pariese, y que el Señor le reveló, que él mismo con sus ojos vería aquel nuevo milagro, y aquella virgen, que había profetizado Isaías, y al hijo que hubiese parido, antes que hubiese salido de esta vida: y que con esta promesa, y respuesta de Dios se recreaba, y alentaba el santo viejo, y se sustentaba en vida, hasta que al mismo tiempo de la venida de Cristo, el Espíritu Santo le movió á venir al templo, certificándolo, que hallaría al que Dios le había prometido, y él tanto deseaba. Vino Simeón cargado de años, y abrasado de deseos: vino como una cierva acosada, herida, y sedienta, para refrescarse en aquella fuente de vida; y con el mismo espíritu que le traía, vio en el templo muerto al templo vivo, en el corporal al espiritual, y en los brazos de la Virgen al Hijo purísimo, que ella había parido: vio el tesoro del mundo, el heredero de los siglos, el mayorazgo de Dios, la bienaventuranza de las criaturas, y el remedio de todo el linaje humano; porque estando con aquella ansia, y afectuoso deseo de verle, y mirando con atención las otras mujeres, que entraban en el templo para purificarse con sus hijos, vio alrededor de la sacratísima Virgen, y de aquel Agnus Dei, que traía colgado a sus pechos, una luz de inmensa claridad, y luego conoció, que aquel era su bien. y su tesoro, y la lumbre de sus ojos, y descanso de su corazón, como lo refiere Timoteo, presbítero de Jerusalén: y llegándose con increíble humildad y gozo, se postró, y adoró al Niño, y suplicó á la Madre, que se le dejase tomar en sus brazos, y teniéndole en ellos, cantó como cisne divino aquel cántico tan celebrado: «Ahora, Señor, dejas á tu siervo en paz, según la promesa de tu palabra; porque ya han visto mis ojos tu salud, la cual aparejaste ante la cara de todos los pueblos para la luz de las gentes, y gloria de Israel»: Cumplido habéis, Señor, vuestra palabra: ya he visto lo que me prometisteis: ya es tiempo, que me saquéis de la penosa cárcel de este cuerpo, y me libréis de la congojosa y peligrosa guerra de esta vida, y recojáis mi espíritu en paz; pues he visto la verdadera paz y el pacificador del mundo. He visto al Salvador, que ha de dar salud, y vida, alumbrando á los gentiles, que están en la sombra de la muerte, y glorificando á vuestro pueblo, que ahora está abatido y oprimido: ya no tengo mas que desear, ni que esperar, sino cerrar mis ojos; pues han visto la luz del cielo: ya no temeré la muerte; pues he tenido en mis brazos la vida.
Después, como sacerdote, cuyo oficio es bendecir en el
templo, les echó su bendición; y volviéndose á la sacratísima Virgen, le dijo
unas palabras de gran ternura y sentimiento. «Mira, dice, que este Niño está
puesto aquí para caída, y levantamiento de muchos en Israel, y por una señal, á
quien ha de contradecir el mundo: y tu ánima será atravesada con un cuchillo,
para que sean descubiertos los pensamientos de muchos»: por las cuales palabras
el santo viejo profetizó á la Virgen, que por más que aquel Niño preciosísimo fuese
verdadero Salvador del mundo, y hubiese venido para darle salud, y para
alumbrar, como otro sol de justicia, los ojos de todos los que los quisiesen
abrir para mirarle, y gozar de su claridad; pero que había muchos tan
desconocidos, que los cerrarían, y se cegarían con la misma luz, y la salud
convertirían en ponzoña; y que para estos tales seria ocasión de ruina y destrucción,
nó por falla suya, sino por culpa de ellos: como el que pudiendo pasar el río
por una puente ancha y segura, se arroja en la más profunda y arrebatada
corriente, y perece por su voluntad. Añadió el venerable viejo; que Cristo
había de ser como un blanco, á donde habían de asestar todos sus tiros,
máquinas y saetas, para contradecir, y perseguirle en si, y en sus miembros, todos
los enemigos de la luz; y finalmente, que vendría á morir en la cruz, y que sería
traspasada el alma de la Virgen de un cuchillo de dolor tan agudo y
penetrativo, que si no fuera confortada de la divina gracia, sin duda muriera
por la fuerza de aquel dolor: y con estas palabras nos declaró, cuan agudos fueron
los filos de aquel cuchillo, que atravesó el corazón de la Virgen, cuando vio
colgada la vida del mundo en un madero, y que sus tormentos y penas fueron tan
atroces, y más excesivas que las de todos los mártires; que muy justamente se
puede, y debe llamar á boca llena mártir, y más que mártir, la que en el deseo
de morir por Cristo, y con Cristo, y en lo que en aquella hora por él padeció,
sobrepujó á todos los mártires.
Pero para que todos los estados y todas las edades
diesen testimonio, y alabasen al Señor, no faltó una santa viuda anciana de
ochenta y cuatro años, llamada Ana, que en esta sazón se halló en el templo, en
el cual de día, y de noche servía al Señor, afligiendo su cuerpo con ayunos, y
recreando su alma con oración: esta intervino á la tiesta, y ayudó a la
procesión solemnísima, que hoy se hizo en aquel sagrado lugar, á la cual
vinieron los ángeles, que invisiblemente acompañaban á su Rey, y Señor; y
algunos sacerdotes y ministros del templo, y otros fieles del pueblo, que allí
se hallarían, y la sacratísima Virgen Nuestra Señora, con San José su esposo, y
Ana profetisa, y en medio de todos el santo viejo Simeón, llevaba en sus manos aquella
custodia y relicario divino. Este misterio nos representa la santa Iglesia cada
año en la procesión que hace hoy con las candelas encendidas, que es ceremonia
antiquísima, y de grande devoción, instituida por instinto del Espíritu Santo;
para enseñarnos á tomar á Cristo, y llevarle en nuestras manos, como luz del
mundo, y hacha encendida, suplicándole, que alumbre, é inflame con su divino
amor nuestros corazones: y para que sepamos, que así como las abejas, sin
corrupción alguna, labraron la cera de las velas, que traemos en las manos; así
la sacratísima Virgen, sin menoscabo de su pureza virginal, nos dio la carne de
su benditísimo Hijo, en la cual, como en cera blanca y blanda, se imprimieron
los dolores, y tormentos de su sacratísima pasión. Otras causas hubo de la institución
de la procesión, que usa la Iglesia este día, las cuales traen los autores del
oficio eclesiástico, y el padre Pedro Canisio, en donde las hallarán, los que
las quisieren ver. San Epifanio dice, que san Simeón murió muy viejo; pero que
los demás sacerdotes no le honraron con sepultura, cuando murió; y debió ser
por el aborrecimiento, que le tenían, por haber adorado, y anunciado á Cristo. La
Iglesia celebra su fiesta á 8 de octubre, y la de Ana
profetisa, el primer día de setiembre.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del
año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que
comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset,
Butler, Godescard, etc
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