SAN LUPICINO Y SAN ROMÁN, HERMANOS, ABADES
Lupicino
y Román, fueron hijos de nobles padres, los cuales (después de haber puesto en
estado á Lupicino, que era el mayor, casándolo rica, y noblemente, aunque bien
contra su voluntad, por ser más inclinado á la vida monástica y religiosa, que
á la conyugal, y dejar en su compañía y custodia á Román, su menor hermano, sin
poder conseguir de él, que tomase el mismo estado, hallando en sus tiernos años
mas cabida el resistir á la voluntad de sus padres, y conservarse virgen,
pareciéndoles que en su edad temprana, no podía haber resistencia, y que
después tomaría el estado que Lupicino le diese) de común voluntad, y divino
acuerdo se fueron á vivir al desierto, eligiendo para habitación del fin de sus
días un yermo en aquellas partes de León de Francia, que participan de las
amenidades del Reyno, y Ródano, ríos célebres, de cuyos circunvecinos pueblos
descendían. Otros tienen, que son los desiertos de Lora, entre Borgoña y
Alemania, juntos á la ciudad de Aventica. Aquí, pues, determinaron vivir como si fuesen dos
hermanos, sin acordarse más del uso del matrimonio santo, pareciendo dos
ángeles humanos: humildes siempre y postrados en tierra, divididos uno de otro,
hacían á Dios oración continua, sustentándose solo de las solas raices de las
yerbas, que aquel yermo les tributaba: abstinencia rara y virtud grande, para
quien se habia criado con regalos y abundancias, reducirse voluntariamente á
tal miseria de vida. El enemigo común, que jamás se descuida, envidioso de
tanta gloria, como la que los benditos siervos de Dios gozaban en tanta paz y
quietud, comenzó á hacerles cruda guerra, tirándoles á todas horas tantas
piedras, que muchas veces parecían llovidas, más que tiradas, de que solían
salir nuestros guerreros fuertes, maltratados y heridos casi de muerte, con
grandísimos dolores.
Llegó á tal extremo la cruel molestia de los infernales
espíritus, que nuestros valerosos campeones, como poco experimentados en
semejantes batallas, comenzaron á flaquear, y finalmente, resolvieron volver
del todo la espalda al enemigo, como lo hicieron, dejándole vanaglorioso con el
triunfo. Mas poco le duró el contento; porque apenas hubieron caminado pocas
millas, con resolución de volverse a su casa, cuando cogiéndoles la noche en
una mísera aldea, hubieron de alojarse en casa de una pobre aldeana, que
después de haberlos recibido con cariño y agasajo, les preguntó á dónde iban, y
qué fin era el de su viaje. Respondieron no sin gran confusión suya, como eran
soldados de Cristo, pero tan bisoños, que á los primeros encuentros habían
huido al enemigo, dejándole triunfante y glorioso, cuanto ellos iban corridos y
avergonzados; y contáronle cuanto les había sucedido. La mujer, oído que hubo
con atención, que la causa de volverse era solo miedo que habían cobrado al
demonio, que envidioso y soberbio, los quería apartar del camino de la virtud,
y guiarlos por el de la desesperación, y perdición eterna; les dijo así:
Convenía, ó varones de Dios, que con valor y esfuerzo resistieseis al enemigo:
pues ¿no sabéis, que la sierpe venenosa del infierno solo intenta apartaros de
vuestros santos propósitos y perderos? ¿No sabéis que envidioso, y desesperado
de ver que por medio de la penitencia, y oración, suben los hombres á los
alcázares soberanos á ocupar el solio eterno, que él perdió por soberbio y
desvanecido, jamás cesa de intentar ardides y trazas, con que apartar, si
puede, al hombre de tanta gloria? ¿No sabéis también, que es mayor su confusión
al verse vencido, cuanto es mas flaca la parte que le hace guerra? Ea, pues,
soldados de Jesucristo, no desmayéis: volved á tomar las armas; que el enemigo
traidor, si vanaglorioso con el pasado triunfo, aun está en la estacada
temeroso, si le volveréis ó no á embestir; porque sabe muy bien que si lo
hacéis con el nombre del Señor, habéis de vencerle, ayudados de su divina
gracia. No temáis: pues que una flaca mujer os anima y asegura la victoria, del
vil y cobarde enemigo.
Quedaron tan avergonzados los fugitivos soldados de
verse así tratar de una pobre mujer, y asimismo tan animados con sus bien sentidas
razones, que apartándose, de ella sin saber qué responderle, dijeron entre sí:
¡Ay de nosotros! ¿Y qué haremos, habiendo así pecado contra Dios, dejando
nuestro propósito? ¿Una flaca mujer nos arguye de perezosos y cobardes? ¿Pues
cómo? ¿Hemos de ir por este mundo ó ser su escándalo? ¿Hemos de dar ocasión á
que el infierno se gloríe con el triunfo, sin que tengamos valor para sacarle
de las manos la mal adquirida victoria? Eso nó, no ha de ser: no se ha de
burlar el infernal dragón, ni ha de decir que puede más que la gracia del
Espíritu Santo, que nos había guiado al desierto. Volveremos á él, y veremos
qué nuevas trazas inventa el cobarde, contra nosotros; pues ya hemos oído á
esta mujer (que sin duda ha sido la suya voz de Dios), que no hay que temerle,
si de Dios fiamos. Acabadas estas razones, se armaron con la señal de la cruz,
y tomando sus báculos en las manos, sin atreverse de corridos á decirle cosa
alguna á su huésped, se volvieron al desierto. La sierpe del averno, luego que
los vio segunda vez en campaña, volvió de nuevo á perseguirlos; mas ellos,
haciendo poco caso de su astucia, ni menos de las avenidas de piedras que sobre
ellos llovía, perseverando de día y noche en oraciones, ayunos, y penitencias,
alcanzaron de la misericordia infinita de nuestro gran Dios, que el demonio
huyese corrido y avergonzado, que la tentación cesase, y que perseverasen
(libres ya de tan enfadosa molestia) con ánimo alegre y pacifico, en el
servicio de Dios, dándole infinitas gracias por tanta misericordia.
Comenzó á correr por las campañas de aquellos desiertos
la fama de la virtud de nuestros dos valerosos soldados de Cristo, y comenzaron
á concurrir solitarios, aldeanos, y ciudadanos, unos por alivio en sus
aflicciones, otros por solo venerarlos, y otros para imitarlos en tan santa
vida. Tantos fueron estos últimos, que resolvieron hacer un monasterio, en que
viviesen todos debajo de la obediencia de uno, á quien los demás se sujetasen,
y por cuya dirección todo se gobernase. Hicieron el monasterio, en que trabajaron
todos; y todos cultivaban la tierra, para sustentarse del sudor de su rostro, y
labor de sus manos, para vivir ejercitados, y no ser molestos á los pueblos.
Eran tantas las divinas abejas, que cada día se venían á trabajar en el
colmenar del Señor, labrándole dulces panales de sus gloriosas virtudes, que ya
no cabían en uno solo; y así labraron segundo, y tercer monasterio, donde
pudiesen habitar tan soberanos enjambres.
Iban de monasterio en monasterio nuestros esforzados
capitanes, predicando, enseñando, y animando á todos aquellos nuevos soldados,
que á ejemplo suyo se hablan alistado en las tropas de Jesús bajo el estandarte
real de la cruz. Al olor de la virtud, dulce y suave, habían entre tantos
concurrido por divino acuerdo sus dos gloriosos hijos Lupicino. y Román; y los
padres, que conocían muy bien de Lupicino la humildad, mansedumbre, modestia,
continencia, parsimonia, prudencia, y demás virtudes, que como astros luminosos
lucían en el cielo pacífico de su ánimo generoso, le constituyeron dignísimo
abad de toda aquella eremítica monarquía. Con la nueva dignidad se humillaba
mas Lupicino: y para que el inferior animal no sujetase al superior espíritu,
antes bien para que siempre le estuviese obediente, le mortificaba tanto con
ayunos y penitencias, que las disciplinas y cilicios, le quitaban la sangre y
fuerzas, y la abstinencia en el comer y beber, totalmente los bríos; pues no
solo de la escasa porción cotidiana, que de dos solas legumbres se componía, le
quitaba la mayor parte, sino es, que se estaba muy de ordinario los dos, y tres
días sin comer ni beber, y cuando la sed le molestaba, llenaba un vaso de agua,
y entrando en él las manos, las tenía allí por algún breve espacio, y así
refrenaba el apetito, sin dar rienda alguna, no solo al gusto, pero ni aun á la
necesidad. Mas (¡ó bondad inmensa de nuestro gran Dios!) de tal suerte lo hacia
su gran piedad con su fiel siervo, que como si las manos fuesen esponjas,
atraían, y embebían en sí toda el agua de! vaso, como si la hubiese bebido, disponiendo
su Majestad, que quien por agradarle, y servirle, se privaba de una boca, que
le había dado la próvida naturaleza, tuviese tantas bocas, cuantos poros había
en sus manos, abriéndolos todos, para que por ellos bebiese, y aplacase la
ardiente, y molesta sed.
Era, al paso que benigno, y cariñoso con sus
súbditos, tan severo en mirar por el bien de sus almas, que no solo no les
permitía obrar cosa, que en un átomo desdijese de su religiosa vida, y
profesión; mas ni aun hablarla. Hablar con mujeres, de ningún modo; ni aun
mirarlas tenían; porque decía, que esparcían veneno por la vista, y que así
estaban sus ovejas libres de los lobos, de los tropiezos, y casi evidentes
peligros de dar en manos de las sierpes. Román era por el contrario tan simple,
sencillo, y libre de toda humana malicia, que sin reparo, ni alteración alguna
de ánimo, se permitía á la comunicación de todos igualmente, así hombres como
mujeres: á todos consolaba, á todos admitía, y á todos daba su bendición, en
nombre de Jesucristo, siendo en todas las demás virtudes, tan igual, y conforme
con su hermano, que no era fácil el discernir, quien á quien se aventajaba:
solo en Román sobresalía la sencillez referida, que en gran manera lo
ilustraba.
Pasaron en paz de esta vida al descanso de, la eterna
los padres de nuestros gloriosos santos, recibiendo el premio de aquel Señor,
que sabe galardonar con excesos divinos nuestras buenas obras. Faltóle á
Lupicino, quien lo descuidaba, en lo que era temporal para el vivir de sus
súbditos: por lo cual puesto en oración pidió á nuestro Señor alivio á su
necesidad, que era grande. Oyóle su Majestad, como quien siempre atiende á la
oración del humilde, y revelóle cierto lugar de aquel yermo, donde antiguamente
habían ocultado grandes tesoros. Íbase solo al tal lugar una vez al año, y de
allí traía cuanto oro y plata podía, con lo cual compraba el suficiente
sustento para tanta multitud de súbditos, como Dios le había dado, sin
atreverse á manifestar á otro alguno el lugar, de donde venia tanta riqueza; pues
Dios á él solo se lo había revelado.
Sucedió en cierta ocasión, que iba visitando sus
monasterios, y multitud grande de monjes, que en ellos, y fuera de ellos, por
aquellos desiertos habitaban, que llegó á uno á la hora del comer; mas lo halló
desierto: porque los monjes todos estaban en el campo trabajando. Entróse en la
cocina, y vio al fuego la comida de los monjes, pero repartida en diferentes
vasijas, según eran los manjares, y de todo grande abundancia; y dijo en su
corazón: No parece bien que los que viven vida solitaria, y religiosa, usen de
tan varios y ricos manjares; y aplicando al fuego una gran caldera, puso en
ella todos aquellos peces, yerbas y demás viandas, que tenían diferentemente
guisadas, y dijo: Para pobres religiosos buenas son estas poleadas: esto solo
coman; pues así basta para el natural sustento: lo demás solo sirve á la gula,
y deleite. Vinieron á comer los monjes; pero llevaron muy mal, que su abad les
hubiese hecho tan mal guisado; y doce de ellos juntos en consulta resolvieron volver
á Dios la espalda, y hacerse amigos del mundo, á quien habían renunciado; y
así, huyendo por aquellos desiertos, iban buscando las cosas deliciosas del
siglo.
Román tuvo al instante revelación de la fuga de los
doce; y volviendo el abad de su visita, le dijo: Si fuiste, hermano, á causar
la perdición de nuestros hermanos, más que nunca hubieras ido. A que respondió
Lupicino: Hermano mío muy amado, no recibas pesar de lo sucedido; porque has de
saber, que la era del Señor se ha limpiado, y ha corrido el viento favorable,
con que solo el trigo se ha puesto, para guardarse en el silo, y trojes, y las
pajas se han echado fuera, como cosa inútil, y sin provecho. Entendió Román la
metáfora, y respondió condolido: ¡Ojalá, que ninguno se hubiese ausentado! Mas
con todo, hermano mío, te ruego que me digas, ¿quiénes, y cuántos son los
huidos? Doce vanos, hinchados, y soberbios, sin ningún temor de Dios, por lo
cual no habita en ellos el Espíritu Santo, son los que han huido, respondió
Lupicino. Entonces Román, derramando gran cantidad de lágrimas de compasión, y
piedad, dijo así: Creo, y fielmente confío en la gran misericordia de aquel
Señor, que se dignó padecer, y morir por ellos, que no ha de permitir su total
ruina; antes sí, de esta caída los levantará á su gracia, juntará á su tesoro,
y hará copio diestro mercader, de la pérdida ganancia grande. Calló, y en mucho
silencio, hizo por ellos oración, en que alcanzó de Dios, que los volviese á su
gracia. Hízolo el Señor, enviándoles un dolor de corazón tan grande del pasado
error, que haciendo todos doce la debida penitencia, llegaron á tan alto grado
de perfección, que cada uno de ellos instituyó una nueva congregación, fundando
un nuevo monasterio, que hasta hoy perseveran los monjes de ellos, y sucesores
suyos, en continuas alabanzas de Dios. Román con su oración consiguió tanto
bien: tanto vale la oración del justo. Y aunque supo por divina revelación, que
Dios le había hecho favor tan grande, no por ello se hinchó; antes sí, más
humilde perseveraba en su sencillez, y buenas obras, visitando enfermos, y
socorriendo á todos con su oración continua.
Sucedió, pues, que yendo un día á visitar sus hermanos
los monjes, le cogió la noche en aquel desierto, sin hallar otro albergue, que
el pobre hospicio, donde se curaban, y vivían (de los demás apartados) los
leprosos, que á la sazón eran nueve. Luego que los vio, se movió su corazón á
compasión, y piedad; porque abundaba en él el amor, y caridad de Dios. Hizo
calentar un poco de agua: con ella lavó á todos los pies; y dispuesta una sola,
pero espaciosa cama, en que todos cupiesen; se acostó con ellos, sin que en su
corazón cupiese aquel horror grande, que á todos naturalmente causa semejante
mal, por ser mas contagioso que la peste. Acostados todos diez, los nueve leprosos
se durmieron, velando solo Román: nó porque le desvelase el cuidado de la
infección, y contagio de la lepra, sino porque estaba cantándole á Dios salmos,
é himnos dulces de alabanzas. Cantando así sus salmos extendió la mano, y tocó
un lado de uno de aquellos leprosos, y al instante sanó, y se vio limpio de la
lepra. Tocó á otro, y al ¡instante también sanó. Despertaron los dos) y
hallándose así milagrosamente sanos, limpios, y buenos, cada uno tocó á su
compañero, que más cerca le estaba, para despertarlo, y que despierto rogase á
Román, le sanase como á ellos. Pero, ¡ó bondad de nuestro gran Dios! y ¡ó poder
grande de la virtud de su siervo humilde Román! al instante que los ya
sanos, y limpios de la lepra, tocaron á sus compañeros, estos se hallaron como
ellos, limpios, y sanos; y despertando estos gozosos con su nueva salud,
hicieron otro tanto con los compañeros más cercanos; que fué, tocarlos para
despertarlos, y todos se hallaron tan sanos, y buenos, como si en su vida no
hubiesen tenido tal lepra, ni otro mal alguno. Llegó la aurora, riéndose sin
duda de la sencillez de Román, y ya claro el día, mirólos á todos, y viéndolos
á todos sanos, limpios, y con nuevo resplandor en los rostros, y manos, en vez
de las manchas, é infección dé la contagiosa lepra; dio las gracias á Dios por
su gran piedad, y misericordia siempre infinita; y despidiéndose de ellos, y
abrazándolos cariñosamente, les encomendó mucho, que siempre se ejercitasen en
las cosas, que eran más del agrado de Dios, y de su santo servicio, si no
querían los castigase mas con nueva lepra.
Volvióse Lupicino a su monasterio, dando infinitas
gracias á Dios por sus liberales misericordias: y como le pareciese, por la
edad ya anciana, y cansada, que así él, como Román, su hermano, ya no podían vivir
mucho, le dijo un día estas palabras: Dime, hermano carísimo, ¿en cuál
monasterio de los nuestros gustas, que le disponga el sepulcro, para disponer
también el mío? Porque quisiera descansásemos juntos, los que juntos hemos
vivido. Yo, hermano mío, dijo Román, te estimo, y pago tan cariñoso afecto;
pero has de saber, que yo no seré sepultado en monasterio, donde no pueden
entrar mujeres. Ya sabes, que á mí, vil criatura, la más indigna del mundo, y
que menos sabe agradar á nuestro gran Dios, ha querido su divina Majestad, por
solo ser quien es, comunicarme la gracia de curar, y sanar de todas
enfermedades, con solo tocar mis manos, y hacer la seña! de la santa cruz: por
esta causa, pues, quiere el Señor, que mi sepulcro sea fuera del monasterio;
para que todos, así hombres, como mujeres, gocen el beneficio del remedio, que
en sus aflicciones, necesidades, y enfermedades vendrán á pedirme; pues te
aseguro, que el concurso será siempre grande.
Sucedió, pues, así como el siervo de Dios lo había
profetizado; pues luego que durmió en el Señor, fué sepultado fuera del
monasterio, en un montecillo distante de él: sobre cuyo sepulcro se fabricó
después un suntuosísimo templo, dolido cada día hay grandísimos concursos de hombres,
y mujeres, de diversas partes del mundo, que acuden por salud, y remedio; y
todos vuelven á sus casas sanos, buenos, y consolados. Allí ven los ciegos,
oyen los sordos, hablan los mudos, andan los cojos, sanan los mancos y
quebrados, los paralíticos se levantan, los leprosos son limpios, los
energúmenos son libres de la molestia de los inmundos espíritus, los muertos
resucitan; y finalmente, son ¡numerables los milagros, que Dios cada día obra
por la intercesión de su bendito siervo Román. Lupicino su hermano, dando
gracias á Dios por todo, entregó poco después en sus manos su espíritu; y fué
sepultado dentro del monasterio en su iglesia, dejando al Señor, del espiritual
tesoro, que le había encomendado, multiplicados los talentos con grandes
creces, y medros, en multitud de congregaciones santas, que día y noche se
ocupan en cantarle divinos loores, y dulces himnos de eternas alabanzas. Fué la
muerte de estos dos benditos hermanos por los años del Señor 565, en tiempo del
ya nombrado rey de los francos Chilperico, y la Iglesia celebra la fiesta de
Román á los 28 de febrero, y la de Lupicino á 21 de marzo; y estos dias ponen
su vida los autores, que de ellos tratan, que son Beda, Usuardo, Adon, san
Gregorio Turonense, Surio, el Martirologio Romano, y otros muchos.
Sucedió, pues, así como el siervo de Dios lo había
profetizado; pues luego que durmió en el Señor, fué sepultado fuera del
monasterio, en un montecillo distante de él: sobre cuyo sepulcro se fabricó
después un suntuosísimo templo, dolido cada día hay grandísimos concursos de hombres,
y mujeres, de diversas partes del mundo, que acuden por salud, y remedio; y
todos vuelven á sus casas sanos, buenos, y consolados. Allí ven los ciegos,
oyen los sordos, hablan los mudos, andan los cojos, sanan los mancos y
quebrados, los paralíticos se levantan, los leprosos son limpios, los
energúmenos son libres de la molestia de los inmundos espíritus, los muertos
resucitan; y finalmente, son ¡numerables los milagros, que Dios cada día obra
por la intercesión de su bendito siervo Román. Lupicino su hermano, dando
gracias á Dios por todo, entregó poco después en sus manos su espíritu; y fué
sepultado dentro del monasterio en su iglesia, dejando al Señor, del espiritual
tesoro, que le había encomendado, multiplicados los talentos con grandes
creces, y medros, en multitud de congregaciones santas, que día y noche se
ocupan en cantarle divinos loores, y dulces himnos de eternas alabanzas. Fué la
muerte de estos dos benditos hermanos por los años del Señor 565, en tiempo del
ya nombrado rey de los francos Chilperico, y la Iglesia celebra la fiesta de
Román á los 28 de febrero, y la de Lupicino á 21 de marzo; y estos dias ponen
su vida los autores, que de ellos tratan, que son Beda, Usuardo, Adon, san
Gregorio Turonense, Surio, el Martirologio Romano, y otros muchos.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc
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