SAN JOSÉ DE LEONISA, SACERDOTE DE LA SAGRADA ORDEN DE P.
MENORES CAPUCHINOS
De Juan Desidcri y de Francisca Paolini, ambos piadosos y
honrados, nació el glorioso san José, en Leonisa, lugar de la provincia de Abruzo del reino de Nápoles, en el año de 1550. Siendo aun de corta edad,
perdió sus padres, que murieron en pocos días con gran sentimiento de José,
quien no obstante esta pena se resignó perfectamente en la voluntad de Dios,
que es el soberano dueño de la vida y de la muerte. Este accidente le obligó á transferir
su habitación a Viterbo, donde vivía un tío suyo, que tomó la tutela y cura de
él: y después de algún tiempo pasó á la ciudad de Espoleto á estudiar las
letras humanas. En todos estos lugares llevó José una vida pura, devota é
inocente, y aplicada a la oración, a la frecuencia de los sacramentos y á otros
ejercicios espirituales. Para conservar el tesoro de la castidad, que entre los
ardores de la juventud está expuesto á tantos peligros, se alejó siempre do las
malas compañías, de las comedias, de los bailes y de la conversación de
personas de sexo diverso, con las cuales era tan recatado, que evitaba todo lo
posible el verlas; imitando en esto al santo Job, que, como dice él mismo,
había hecho un pacto con sus ojos, para que no mirasen el rostro de ninguna
mujer, aunque fuese virgen y honesta. En este tiempo fué José acometido de unas
calenturas, que le molestaron mucho tiempo. Esta larga enfermedad le sirvió
para conocer más claramente, cuan vanas y falsas sean todas las cosas de este
mundo; y cuan frágil y corta sea la vida del hombre: por lo que, alumbrado con
una luz celestial, resolvió trabajar solo para adquirir bienes que fuesen
sólidos y estables, como son los del cielo, y aspirar con todas sus fuerzas á
aquella vida, que sola merece este nombre, porque dura por toda la eternidad. A
este fin pidió á los padres capuchinos, que le admitiesen en su sagrada orden,
sin decir cosa alguna á sus parientes, ni aun á su tío; recelando que
procurarían estorbarle la consecución de sus santos designios; pues dicho su
tío estaba actualmente tratando de colocarle en matrimonio con una honesta y
muy rica doncella de la misma ciudad de Viterbo.
Vistió, pues, José el hábito de capuchino en el convento
nombrado dé la Carcerelle de Asís, teniendo diez y siete años de edad; y
entonces, dejando el nombre de Eufranio, que recibió en el bautismo, tomó el de
José. Entretanto, habiendo sabido su tío su ingreso en la religión, tuvo tan
extraño sentimiento, que parecía haber perdido de todo punto el juicio, y
procuró desde luego hacer todos los esfuerzos posibles para que dejase el
hábito. Á este efecto envió á Asís á un primo suyo, llamado Lelio Ercolani, con
otras personas, para que ya con lisonjas, ya con amenazas, ó por amor ó por
fuerza hallasen modo para que el sobrino consintiese á su voluntad. Mas todo
fué inútil; porque José, que se había abrazado con la cruz de Jesucristo,
estaba tan fuertemente unido á ella, que nada fué bastante á separarlo; y
despreció con gran valor las lisonjas y las amenazas, así de su tío, como de su
primo Ercolani y de los otros parientes; quienes viéndole constante é inmoble
en su propósito, le dejaron finalmente en paz. Aunque José se había criado en
casa de su tío con tanta comodidad y regalo, apenas hubo vestido el hábito de
religioso, cuando emprendió con fervor extraordinario la carrera de la
penitencia, en la cual fué admirable en todo el curso de su vida. Porque no satisfecho
de las penitencias y asperezas de su religión, que son muchas, y de no leve
momento, practicó otras particulares de tal peso y número, que parecería
increíble, si no lo asegurasen con juramento personas dignas de toda fé en los
procesos hechos para su canonización. Tenia distribuido el año en ocho
cuaresmas, y el de 1599 lo ayunó todo entero, para prepararse al santo jubileo,
que debía publicarse el año siguiente de 1600. En los días en que no ayunaba,
se reducía su comida á pan el más
negro y duro que hallaba, á alguna escudilla de legumbres, ó algún plato de
yerbas crudas del campo, sobre las cuales solía echar ceniza, y á veces polvos
de ajenjos: en algunas ocasiones recogía las hojas de cebollas y ajos medio
consumidas, y se las comía como por sainete, mojadas con vinagre; y una
cuaresma entera, predicando en san Jaime de la Porta, bebió agua de una balsa
llena de gusanos, diciendo á su cuerpo, que él no era otra cosa. Para macerar
su carne, primero se ciñó una cuerda de cerdas de caballo tan áspera, que
habiéndosela querido ceñir otro religioso muy penitente, no la pudo sufrir una
sola noche: más pareciéndole á José sobrado suave, substituyó á ella una cota
de malla sembrada de agudísimas puntas, que llevó por espacio de once años. Pero atribuyendo los médicos á este
excesivo rigor los dolores cólicos, que frecuentemente padecía, los superiores
le mandaron se la quitase; obedeció prontamente el santo, más para no dejar
descansar su cuerpo se vistió la piel de un jabalí, apretadas las cerdas contra
la carne; y después se ciñó una gruesa cadena de hierro, que se le introdujo
algunas veces en la carne,la cual llevó toda su vida. Y no contento con estos
rigores, tomaba todos los días una disciplina con cadenas de hierro, ó con
cuerdas armadas de puntas de acero, con las cuales se azotaba tan reciamente,
que su cuerpo quedaba bañado en sangre, causando horror á los religiosos que
alguna vez lo observaron. Su pobreza fué tan asombrosa, que halló que cercenar
aún en el uso de aquellas pocas cosas, que el instituto seráfico permite á sus
religiosos. Su hábito era siempre uno de aquellos, que por raídos y rotos dejan
los demás religiosos; el cual remendaba sin proporción, por parecerse más á los
mendigos: y enamorado de la santa pobreza, jamás quiso aceptar hábito nuevo.
Escogía en los conventos las celdas más angostas y expuestas al ruido; y en
ellas no tenía otras alhajas que un breviario viejo, dos pequeñas cañas, que le
servían la una de tintero, y la otra de pluma para escribir; y otra mayor que
le servía de báculo para los viajes, no teniendo en ella otras imágenes que la
de un devoto crucifijo, que traía siempre consigo. Estas exteriores
mortificaciones que usaba el bienaventurado José, eran anonadas de las virtudes
interiores: de la humildad, dé la obediencia, y de una ardentísima caridad con
que amaba á Dios y á sus prójimos. Sentía en extremo, que se alabasen sus
santas obras: era tal al respeto que tenía á sus superiores, que cuando les
hablaba era siempre de rodillas, y con la cabeza descubierta. Obedecía ciega y
prontamente á todo lo que le ordenaban. Sobre todo, relucía en nuestro santo
una afición ardentísima al saludable ejercicio de la oración, en la cual Dios
la favorecía en una manera tan extraordinaria, que sus confesores aseguraron
con juramento, haber llegado al sublime grado de la contemplación pasiva: en el cual su
alma gozaba sin ningún trabajo de las inefables dulzuras de su Criador. En este
divino ejercicio se encendía en su pecho tal fuego de divina caridad, que le
era muchas veces forzoso suspender su meditación, por no poder sufrir tanto
incendio, y exponer la cabeza al aire, á la lluvia y á la nieve para templarla.
Admirando los superiores en nuestro José una ciencia y
una virtud eminente, no quisieron que tuviese sepultados los talentos ; y así
le mandaron que predicase la palabra de Dios, y el santo por obedecer emprendió
con inexplicable fervor este elevado ministerio, predicando en las provincias del
Abruzo y de la Umbría, con extraordinario fruto de sus oyentes. Aunque el santo
estaba adornado de una ciencia nada común, no quería predicar jamás en las
ciudades y villas grandes, sino en los lugares y aldeas, diciendo, que aquí había
mucha mies, y pocos operarios; pero que en las ciudades principales no faltaban
jamás buenos predicadores. Discurría, pues, el siervo de Dios por los lugares y
aldeas de estas provincias, como Jesucristo por las de Palestina, haciendo guerra
á los vicios, con las armas de la palabra de Dios, que predicaba con estilo
sencillo y acomodado á la capacidad de la pobre gente; pero con tanta unción y
con un corazón tan penetrado de las verdades que anunciaba, que compungía
maravillosamente á sus oyentes, que se deshacían en llanto, pidiendo en altas
voces á Dios misericordia y perdón de sus pecados. Predicaba en un día en tres,
cuatro y más pueblos, sobre materias y asuntos diversos; y hubo día que predicó
once sermones en once pueblos distintos, sin que las lluvias, nieves, ríos,
huracanes, la aspereza de los montes y lo fragoso del camino pudiesen detenerle
jamás en esta empresa. Un lunes primero de cuaresma, habiendo ya predicado
cuatro sermones en cuatro distintos pueblos, pasó al anochecer á Castel de Peze
para predicar el quinto: sobrevínole en el camino una copiosa lluvia, que le
penetró el hábito; pero con todo, al llegar á la iglesia, él mismo hizo señal
con la campana, para congregar el pueblo al sermón, y predicó tres horas enteras
del juicio universal, iba una vez á predicar á Fosona, y por el camino tropezó
con un tronco escondido debajo de la nieve, y se maltrató el dedo grande del
pié: el compañero quería curarle, pero el siervo de Dios no lo quiso consentir,
temiendo que con la detención que haría en esta diligencia, no pudiese llegar
al pueblo á la hora prefijada. Yendo en otra ocasión á predicar á la otra parte
del río Tronto, vio que había crecido tanto, que era invadeable: no se espantó
el bienaventurado José, antes confiado en la protección de Dios, tendió su manto
sobre las corrientes del río, y sobre él pasó con su compañero, con pasmo de
muchas personas, que estaban en las orillas observando esta maravilla.
Aunque el fruto, que con sus sermones hacia el santo en
los lugares del Abruzo y de la Umbría era copiosísimo, con todo no pudo
satisfacer á los ardores de su caridad. Deseaba predicar la palabra de Dios á
los infieles, para convertirlos á nuestra santa fé, ó á lo menos para hallar
entre ellos ocasión de sacrificar su vida en su defensa; que era á lo que
anhelaba su inflamada caridad. Por esto, estando informado que se había
resuello enviar á Constantinopla una misión de religiosos capuchinos, para que
atendiesen á la instrucción y alivio de los esclavos cristianos, y á la
conversión de los bárbaros, cuando se les ofreciese alguna oportuna ocasión:
nuestro santo hizo las mas vivas instancias al padre general para que le enviase
á aquella misión, y el padre general condescendió por fin á sus deseos; y en el
año de 1587 le despachó sus patentes, con las cuales lo destinaba para aquella
misión. El siervo de Dios, lleno de júbilo, se embarcó en Venecia para aquel
destino con fray Gregorio de Leonisa, religioso lego de su misma provincia. En
los primeros días tuvo una feliz navegación; más les sobrevino después una
tempestad tan desecha, que todos los marineros se dieron por perdidos; pero
Dios sosegó aquella tormenta, y les restituyó la calma por las oraciones del
santo. Habiendo los marineros tomado tierra para reparar su nave, el siervo de Dios
se embarcó en otra para proseguir su viaje, pero sobrevinieron tales calmas,
que difiriéndose este mucho más de lo que se creía, se acabaron enteramente los
víveres de la embarcación, y los marineros se vieron en un riesgo inminente de
perecer de hambre: sacó en este apretado lance el siervo de Dios un mendrugo
de pan y lo bendijo, y Dios le multiplico de tal modo, que él solo bastó para
alimentar á todas las personas de la nave por muchos días, hasta que tomaron
tierra: por donde prosiguió felizmente José su camino hasta la ciudad dé
Constantinopla, donde se presentó inmediatamente al prefecto de la misión de
los padres capuchinos, quien le destinó á cuidar del bien espiritual y temporal
de los pobres esclavos cristianos, que se hallaban encerrados en un corral llamado
el Baño. Así que José entró en aquel lugar, quedó traspasado de dolor, viendo
las gravísimas miserias de aquellos cristianos que estaban encadenados, y se
hallaban, para decirlo así, sumergidos en la inmundicia y suciedad; y estaban la
mayor parte cubiertos de llagas sin remedio ni alivio alguno, y privados de todo
socorro espiritual y temporal, en peligro evidente de renegar de la fé, á fin
de librarse de aquel estado infeliz. Por eso se aplicó con un amor paternal á
consolarles, y animarles á sufrir con paciencia sus males, con la esperanza de
la recompensa que Dios les tenia prevenida en el cielo, ofreciéndose pronto á emplear
todas sus fuerzas y diligencia, para procurarles todos los socorros
espirituales y temporales que le fuese posible. A este fin iba todas las mañanas
á aquel corral, y allí se detenía hasta el anochecer; y alguna vez se detuvo
con ellos semanas enteras, sin apartarse jamás de aquel encerramiento,
administrándoles los santos sacramentos, y alimentándoles con la palabra de
Dios, que producía entre ellos frutos tanto más copiosos, cuanto veían los
pobres esclavos, que el santo se interesaba con grande afecto en todas sus necesidades,
curando sus llagas, y asistiéndoles y procurándoles todos los alivios que se le
permitían: por lo que en poco tiempo desterró de aquel encerramiento las
palabras obscenas, los perjurios, las blasfemias, los juegos, los odios y la
desesperación: de modo que aquel lugar que basta entonces había sido un cúmulo
de iniquidad, por la diligencia del siervo de Dios, se vio convertido casi en
un monasterio de religiosos.
Pero el ardiente celo de nuestro santo por la salud de
las almas, redimidas con la sangre de Jesucristo, no se ciñó á solos los
cristianos; porque mirando con los ojos de la fé la infelicidad de los mahometanos,
que perecían eternamente en su impía secta, penetrado de compasión de su estado
miserable, emprendió el procurar la conversión de aquellos con quienes contraía
alguna amistad, y con su dulce conversación y santa destreza consiguió convertir
á algunos á la fé de Jesucristo, y reducir al gremio de la santa iglesia
católica á otros, que habían renunciado al cristianismo; y entre otros, á un
obispo griego, que para conseguir el empleo de bajá, esto es, de gobernador, había
vergonzosamente abrazado el mahometismo; al cual después condujo consigo á Roma
cuando volvió á Italia. Estos felices sucesos animaron mucho mas su santo celo;
y así le vino el pensamiento de presentarse al Gran Señor de los turcos, y de
hacer todo el posible esfuerzo para inducirle á abrazarla religión cristiana;
porque ganada la cabeza, cosa fácil sería el propagar el nombre de Cristo por
todo aquel vasto imperio. La dificultad casi insuperable, era el poder hallar
ocasión de hablar con el príncipe; y diferentes veces que lo probó fué repelido
con injurias, villanías y golpes. Más todavía no perdió el ánimo, y una mañana
se dio tan buena diligencia, que sin ser advertido, consiguió penetrar hasta la
tercera antecámara del cuarto del Gran Señor: pero siendo aquí descubierto de
las guardias, fué desde luego preso: y reconocido por cristiano, como traidor
y asesino, que hubiese querido atentar á la vida del príncipe, fué
inmediatamente condenado á un cruel suplicio, llamado del Gancho. Consiste este
suplicio en una gruesa viga plantada en tierra, sobre la cual se extiende otro
pedazo de viga á manera de un brazo de cruz, y de este brazo están pendientes dos
cadenas, la una mas larga que la otra, las cuales van á rematar en dos ganchos
agudos, y aquí se suspende al paciente, clavándole un gancho en una mano, y el
otro gancho en un pié, quedando el cuerpo suspendido en el aire, sostenido de los
dos ganchos. En estos ganchos fué suspendido nuestro santo, el cual estuvo tan
lejos de espantarse, ni de afligirse á vista de tan horrible suplicio, que
antes al contrario mostró alegría y júbilo, de poder acabar de este modo la
vida con el martirio. Tres días y tres noches estuvo el siervo de Dios colgado
de estos ganchos, clavados en la mano y en el pié, padeciendo los intensísimos dolores
que se dejan discurrir; pero en medio de ellos predicó con gran fervor la fe de
Jesucristo: exhortando á recibirla á la multitud de gente que había acudido al
espectáculo, de suerte que los soldados de la guardia, enfadados de oírle
predicar la ley cristiana, encendieron fuego debajo de él, á fin de que el humo
lo ahogase, ó á lo menos le hiciese callar. Debía el santo naturalmente morir dentro
de pocas horas en aquel suplicio; pero Dios nuestro Señor con un prodigio
estupendo lo libró de la muerte, enviándole al cabo de tres días un ángel en
forma de un joven, que lo descolgó del patíbulo, le sanó de las heridas, y lo
mandó volver á Italia.
Aunque el siervo de Dios se desentrañaba, solicitando
el bien espiritual y temporal de sus prójimos, y con obras de misericordia y
acciones santas de su vida irreprensible se ganaba el cariño de los pueblos;
con todo, no faltaron hombres malvados que le injuriaron, afrentaron y
maltrataron de muchos modos; porque algunos, llenos de prudencia mundana, no
aprobaban el fervoroso celo con que nuestro santo hacia guerra á los vicios, á
los abusos y costumbres recibidas en los pueblos, que no eran conformes á la
pureza de costumbres que exige la religión cristiana: censuraban como efecto
de un celo imprudente é indiscreto, el ardor con que el santo abominaba los
bailes, las comedias y otras diversiones semejantes; pero él, riéndose de su
prudencia, no cuidaba sino de conservar el honor de Dios, y de impedir sus ofensas
por todos los medios que podía. Otros que estaban sumergidos en los vicios que
no querían dejar, no podían sufrir las ardientes y severas invectivas con que
los reprendía, y se enfurecían contra el siervo de Dios, diciendo contra él
todo lo que les venia á la boca. Fué horrible el caso que le sucedió con un
cuñado suyo, llamado Hércules Mastrosi. Había este usurpado los bienes de un
hermano suyo difunto, que había hecho heredera a la congregación de san
Salvador de Leonisa: el santo le había amonestado varias veces, que entregase á
la congregación los bienes del difunto hermano, que injustamente retenía, pero sin
fruto: un día que le encontró acaso en la plaza de Leonisa, le volvió á hacer
la misma amonestación con mayor resolución: el cuñado le respondió con
palabras descomedidas; y prosiguiendo el santo en reprenderle la tenacidad con
que rehusaba satisfacer á esta grave obligación de conciencia, con tanto
perjuicio de la congregación y de su propia alma, se enfureció tanto su cuñado,
que tomándole el capucho se lo retorció de tal modo por el cuello, que lo
ahogara, á no haber acudido á defenderle la gente que presenció tan horrible
sacrilegio. Mas ni esto, ni todos los demás ultrajes que padeció, pudieron
jamás hacerle perder la paciencia, ni quitarle aquella paz altísima de que
gozaba su espíritu, abrazado con su Criador en un perfectísimo é íntimo amor. Había
ya más de veinte años, que el santo, desde que se restituyó de Constantinopla á
Italia, se ocupaba en el ministerio apostólico de instruir los pueblos de las
provincias del Abruzo y de la Umbría, con la eficacia de los sermones, y con
los ejemplos de su vida austera, mortificada y en extremo penitente; cuando se
le acercó el tiempo, que con muchas ansias deseaba, de desatarse de los lazos
de la carne, para unirse eternamente con Cristo en el cielo; de lo que el santo
tuvo un secreto presentimiento. Se hallaba conventual en el convento de
Amatrice en el año 1611, cuando en el principio del mes de octubre fué
acometido de una calentura ardiente, acompañada de un agudísimo dolor de
cabeza, y de una total inapetencia, que le duró por espacio de tres meses, la
cual el santo sufrió con una invencible paciencia: á estos males se le añadió
una gangrena en las partes más sensibles, del cuerpo, para cuya curación fué
preciso á los cirujanos usar del hierro y del fuego: en estas ocasiones se
portó el santo con tan heroica paciencia, que parecía haber perdido el sentido,
y que aquellas dolorosas operaciones no se ejecutasen en su propio cuerpo, sino
en el de otro. Por fin, habiendo hecho una confesión general de toda su vida, en
el dia 3 de febrero de 1612 recibió con extraordinaria devoción el santísimo
Sacramento, y en la noche siguiente la santa Unción; y en el día 4 puestos los
ojos en un crucifijo, en presencia de los religiosos del convento, del
gobernador y ayuntamiento del lugar (que se deshacían en lágrimas por tan
inminente pérdida) entregó su purísima alma á su Criador. Apenas hubo espirado,
su rostro, que por las penitencias y fuerza de la enfermedad se hallaba pálido,
denegrido y desfigurado, se puso de repente colorado y hermoso, exhalando al
mismo tiempo su cuerpo un olor suavísimo; y habiéndole abierto, no se halló en
sus entrañas excremento alguno, sino que se hallaron llenas de un humor lácteo.
Fué el cuerpo del santo sepultado en el mismo convento de Amatrice; pero al
cabo de treinta años de su muerte, los moradores de Leonisa acudieron con mucha
gente armada al dicho convento, y se llevaron á Leonisa las reliquias de su
bienaventurado paisano. Beatificóle Clemente XII, el año de 1636; y después Benedicto
XIV, en el año de 1746, le canonizó solemnemente.
SAN JOSÉ DE LEONISA, SACERDOTE DE LA SAGRADA ORDEN DE P.
MENORES CAPUCHINOS
De Juan Desidcri y de Francisca Paolini, ambos piadosos y
honrados, nació el glorioso san José, en Leonisa, lugar de la provincia de Abruzo del reino de Nápoles, en el año de 1550. Siendo aun de corta edad,
perdió sus padres, que murieron en pocos días con gran sentimiento de José,
quien no obstante esta pena se resignó perfectamente en la voluntad de Dios,
que es el soberano dueño de la vida y de la muerte. Este accidente le obligó á transferir
su habitación a Viterbo, donde vivía un tío suyo, que tomó la tutela y cura de
él: y después de algún tiempo pasó á la ciudad de Espoleto á estudiar las
letras humanas. En todos estos lugares llevó José una vida pura, devota é
inocente, y aplicada a la oración, a la frecuencia de los sacramentos y á otros
ejercicios espirituales. Para conservar el tesoro de la castidad, que entre los
ardores de la juventud está expuesto á tantos peligros, se alejó siempre do las
malas compañías, de las comedias, de los bailes y de la conversación de
personas de sexo diverso, con las cuales era tan recatado, que evitaba todo lo
posible el verlas; imitando en esto al santo Job, que, como dice él mismo,
había hecho un pacto con sus ojos, para que no mirasen el rostro de ninguna
mujer, aunque fuese virgen y honesta. En este tiempo fué José acometido de unas
calenturas, que le molestaron mucho tiempo. Esta larga enfermedad le sirvió
para conocer más claramente, cuan vanas y falsas sean todas las cosas de este
mundo; y cuan frágil y corta sea la vida del hombre: por lo que, alumbrado con
una luz celestial, resolvió trabajar solo para adquirir bienes que fuesen
sólidos y estables, como son los del cielo, y aspirar con todas sus fuerzas á
aquella vida, que sola merece este nombre, porque dura por toda la eternidad. A
este fin pidió á los padres capuchinos, que le admitiesen en su sagrada orden,
sin decir cosa alguna á sus parientes, ni aun á su tío; recelando que
procurarían estorbarle la consecución de sus santos designios; pues dicho su
tío estaba actualmente tratando de colocarle en matrimonio con una honesta y
muy rica doncella de la misma ciudad de Viterbo.
Vistió, pues, José el hábito de capuchino en el convento
nombrado dé la Carcerelle de Asís, teniendo diez y siete años de edad; y
entonces, dejando el nombre de Eufranio, que recibió en el bautismo, tomó el de
José. Entretanto, habiendo sabido su tío su ingreso en la religión, tuvo tan
extraño sentimiento, que parecía haber perdido de todo punto el juicio, y
procuró desde luego hacer todos los esfuerzos posibles para que dejase el
hábito. Á este efecto envió á Asís á un primo suyo, llamado Lelio Ercolani, con
otras personas, para que ya con lisonjas, ya con amenazas, ó por amor ó por
fuerza hallasen modo para que el sobrino consintiese á su voluntad. Mas todo
fué inútil; porque José, que se había abrazado con la cruz de Jesucristo,
estaba tan fuertemente unido á ella, que nada fué bastante á separarlo; y
despreció con gran valor las lisonjas y las amenazas, así de su tío, como de su
primo Ercolani y de los otros parientes; quienes viéndole constante é inmoble
en su propósito, le dejaron finalmente en paz. Aunque José se había criado en
casa de su tío con tanta comodidad y regalo, apenas hubo vestido el hábito de
religioso, cuando emprendió con fervor extraordinario la carrera de la
penitencia, en la cual fué admirable en todo el curso de su vida. Porque no satisfecho
de las penitencias y asperezas de su religión, que son muchas, y de no leve
momento, practicó otras particulares de tal peso y número, que parecería
increíble, si no lo asegurasen con juramento personas dignas de toda fé en los
procesos hechos para su canonización. Tenia distribuido el año en ocho
cuaresmas, y el de 1599 lo ayunó todo entero, para prepararse al santo jubileo,
que debía publicarse el año siguiente de 1600. En los días en que no ayunaba,
se reducía su comida á pan el más
negro y duro que hallaba, á alguna escudilla de legumbres, ó algún plato de
yerbas crudas del campo, sobre las cuales solía echar ceniza, y á veces polvos
de ajenjos: en algunas ocasiones recogía las hojas de cebollas y ajos medio
consumidas, y se las comía como por sainete, mojadas con vinagre; y una
cuaresma entera, predicando en san Jaime de la Porta, bebió agua de una balsa
llena de gusanos, diciendo á su cuerpo, que él no era otra cosa. Para macerar
su carne, primero se ciñó una cuerda de cerdas de caballo tan áspera, que
habiéndosela querido ceñir otro religioso muy penitente, no la pudo sufrir una
sola noche: más pareciéndole á José sobrado suave, substituyó á ella una cota
de malla sembrada de agudísimas puntas, que llevó por espacio de once años. Pero atribuyendo los médicos á este
excesivo rigor los dolores cólicos, que frecuentemente padecía, los superiores
le mandaron se la quitase; obedeció prontamente el santo, más para no dejar
descansar su cuerpo se vistió la piel de un jabalí, apretadas las cerdas contra
la carne; y después se ciñó una gruesa cadena de hierro, que se le introdujo
algunas veces en la carne,la cual llevó toda su vida. Y no contento con estos
rigores, tomaba todos los días una disciplina con cadenas de hierro, ó con
cuerdas armadas de puntas de acero, con las cuales se azotaba tan reciamente,
que su cuerpo quedaba bañado en sangre, causando horror á los religiosos que
alguna vez lo observaron. Su pobreza fué tan asombrosa, que halló que cercenar
aún en el uso de aquellas pocas cosas, que el instituto seráfico permite á sus
religiosos. Su hábito era siempre uno de aquellos, que por raídos y rotos dejan
los demás religiosos; el cual remendaba sin proporción, por parecerse más á los
mendigos: y enamorado de la santa pobreza, jamás quiso aceptar hábito nuevo.
Escogía en los conventos las celdas más angostas y expuestas al ruido; y en
ellas no tenía otras alhajas que un breviario viejo, dos pequeñas cañas, que le
servían la una de tintero, y la otra de pluma para escribir; y otra mayor que
le servía de báculo para los viajes, no teniendo en ella otras imágenes que la
de un devoto crucifijo, que traía siempre consigo. Estas exteriores
mortificaciones que usaba el bienaventurado José, eran anonadas de las virtudes
interiores: de la humildad, dé la obediencia, y de una ardentísima caridad con
que amaba á Dios y á sus prójimos. Sentía en extremo, que se alabasen sus
santas obras: era tal al respeto que tenía á sus superiores, que cuando les
hablaba era siempre de rodillas, y con la cabeza descubierta. Obedecía ciega y
prontamente á todo lo que le ordenaban. Sobre todo, relucía en nuestro santo
una afición ardentísima al saludable ejercicio de la oración, en la cual Dios
la favorecía en una manera tan extraordinaria, que sus confesores aseguraron
con juramento, haber llegado al sublime grado de la contemplación pasiva: en el cual su
alma gozaba sin ningún trabajo de las inefables dulzuras de su Criador. En este
divino ejercicio se encendía en su pecho tal fuego de divina caridad, que le
era muchas veces forzoso suspender su meditación, por no poder sufrir tanto
incendio, y exponer la cabeza al aire, á la lluvia y á la nieve para templarla.
Admirando los superiores en nuestro José una ciencia y
una virtud eminente, no quisieron que tuviese sepultados los talentos ; y así
le mandaron que predicase la palabra de Dios, y el santo por obedecer emprendió
con inexplicable fervor este elevado ministerio, predicando en las provincias del
Abruzo y de la Umbría, con extraordinario fruto de sus oyentes. Aunque el santo
estaba adornado de una ciencia nada común, no quería predicar jamás en las
ciudades y villas grandes, sino en los lugares y aldeas, diciendo, que aquí había
mucha mies, y pocos operarios; pero que en las ciudades principales no faltaban
jamás buenos predicadores. Discurría, pues, el siervo de Dios por los lugares y
aldeas de estas provincias, como Jesucristo por las de Palestina, haciendo guerra
á los vicios, con las armas de la palabra de Dios, que predicaba con estilo
sencillo y acomodado á la capacidad de la pobre gente; pero con tanta unción y
con un corazón tan penetrado de las verdades que anunciaba, que compungía
maravillosamente á sus oyentes, que se deshacían en llanto, pidiendo en altas
voces á Dios misericordia y perdón de sus pecados. Predicaba en un día en tres,
cuatro y más pueblos, sobre materias y asuntos diversos; y hubo día que predicó
once sermones en once pueblos distintos, sin que las lluvias, nieves, ríos,
huracanes, la aspereza de los montes y lo fragoso del camino pudiesen detenerle
jamás en esta empresa. Un lunes primero de cuaresma, habiendo ya predicado
cuatro sermones en cuatro distintos pueblos, pasó al anochecer á Castel de Peze
para predicar el quinto: sobrevínole en el camino una copiosa lluvia, que le
penetró el hábito; pero con todo, al llegar á la iglesia, él mismo hizo señal
con la campana, para congregar el pueblo al sermón, y predicó tres horas enteras
del juicio universal, iba una vez á predicar á Fosona, y por el camino tropezó
con un tronco escondido debajo de la nieve, y se maltrató el dedo grande del
pié: el compañero quería curarle, pero el siervo de Dios no lo quiso consentir,
temiendo que con la detención que haría en esta diligencia, no pudiese llegar
al pueblo á la hora prefijada. Yendo en otra ocasión á predicar á la otra parte
del río Tronto, vio que había crecido tanto, que era invadeable: no se espantó
el bienaventurado José, antes confiado en la protección de Dios, tendió su manto
sobre las corrientes del río, y sobre él pasó con su compañero, con pasmo de
muchas personas, que estaban en las orillas observando esta maravilla.
Aunque el fruto, que con sus sermones hacia el santo en
los lugares del Abruzo y de la Umbría era copiosísimo, con todo no pudo
satisfacer á los ardores de su caridad. Deseaba predicar la palabra de Dios á
los infieles, para convertirlos á nuestra santa fé, ó á lo menos para hallar
entre ellos ocasión de sacrificar su vida en su defensa; que era á lo que
anhelaba su inflamada caridad. Por esto, estando informado que se había
resuello enviar á Constantinopla una misión de religiosos capuchinos, para que
atendiesen á la instrucción y alivio de los esclavos cristianos, y á la
conversión de los bárbaros, cuando se les ofreciese alguna oportuna ocasión:
nuestro santo hizo las mas vivas instancias al padre general para que le enviase
á aquella misión, y el padre general condescendió por fin á sus deseos; y en el
año de 1587 le despachó sus patentes, con las cuales lo destinaba para aquella
misión. El siervo de Dios, lleno de júbilo, se embarcó en Venecia para aquel
destino con fray Gregorio de Leonisa, religioso lego de su misma provincia. En
los primeros días tuvo una feliz navegación; más les sobrevino después una
tempestad tan desecha, que todos los marineros se dieron por perdidos; pero
Dios sosegó aquella tormenta, y les restituyó la calma por las oraciones del
santo. Habiendo los marineros tomado tierra para reparar su nave, el siervo de Dios
se embarcó en otra para proseguir su viaje, pero sobrevinieron tales calmas,
que difiriéndose este mucho más de lo que se creía, se acabaron enteramente los
víveres de la embarcación, y los marineros se vieron en un riesgo inminente de
perecer de hambre: sacó en este apretado lance el siervo de Dios un mendrugo
de pan y lo bendijo, y Dios le multiplico de tal modo, que él solo bastó para
alimentar á todas las personas de la nave por muchos días, hasta que tomaron
tierra: por donde prosiguió felizmente José su camino hasta la ciudad dé
Constantinopla, donde se presentó inmediatamente al prefecto de la misión de
los padres capuchinos, quien le destinó á cuidar del bien espiritual y temporal
de los pobres esclavos cristianos, que se hallaban encerrados en un corral llamado
el Baño. Así que José entró en aquel lugar, quedó traspasado de dolor, viendo
las gravísimas miserias de aquellos cristianos que estaban encadenados, y se
hallaban, para decirlo así, sumergidos en la inmundicia y suciedad; y estaban la
mayor parte cubiertos de llagas sin remedio ni alivio alguno, y privados de todo
socorro espiritual y temporal, en peligro evidente de renegar de la fé, á fin
de librarse de aquel estado infeliz. Por eso se aplicó con un amor paternal á
consolarles, y animarles á sufrir con paciencia sus males, con la esperanza de
la recompensa que Dios les tenia prevenida en el cielo, ofreciéndose pronto á emplear
todas sus fuerzas y diligencia, para procurarles todos los socorros
espirituales y temporales que le fuese posible. A este fin iba todas las mañanas
á aquel corral, y allí se detenía hasta el anochecer; y alguna vez se detuvo
con ellos semanas enteras, sin apartarse jamás de aquel encerramiento,
administrándoles los santos sacramentos, y alimentándoles con la palabra de
Dios, que producía entre ellos frutos tanto más copiosos, cuanto veían los
pobres esclavos, que el santo se interesaba con grande afecto en todas sus necesidades,
curando sus llagas, y asistiéndoles y procurándoles todos los alivios que se le
permitían: por lo que en poco tiempo desterró de aquel encerramiento las
palabras obscenas, los perjurios, las blasfemias, los juegos, los odios y la
desesperación: de modo que aquel lugar que basta entonces había sido un cúmulo
de iniquidad, por la diligencia del siervo de Dios, se vio convertido casi en
un monasterio de religiosos.
Pero el ardiente celo de nuestro santo por la salud de
las almas, redimidas con la sangre de Jesucristo, no se ciñó á solos los
cristianos; porque mirando con los ojos de la fé la infelicidad de los mahometanos,
que perecían eternamente en su impía secta, penetrado de compasión de su estado
miserable, emprendió el procurar la conversión de aquellos con quienes contraía
alguna amistad, y con su dulce conversación y santa destreza consiguió convertir
á algunos á la fé de Jesucristo, y reducir al gremio de la santa iglesia
católica á otros, que habían renunciado al cristianismo; y entre otros, á un
obispo griego, que para conseguir el empleo de bajá, esto es, de gobernador, había
vergonzosamente abrazado el mahometismo; al cual después condujo consigo á Roma
cuando volvió á Italia. Estos felices sucesos animaron mucho mas su santo celo;
y así le vino el pensamiento de presentarse al Gran Señor de los turcos, y de
hacer todo el posible esfuerzo para inducirle á abrazarla religión cristiana;
porque ganada la cabeza, cosa fácil sería el propagar el nombre de Cristo por
todo aquel vasto imperio. La dificultad casi insuperable, era el poder hallar
ocasión de hablar con el príncipe; y diferentes veces que lo probó fué repelido
con injurias, villanías y golpes. Más todavía no perdió el ánimo, y una mañana
se dio tan buena diligencia, que sin ser advertido, consiguió penetrar hasta la
tercera antecámara del cuarto del Gran Señor: pero siendo aquí descubierto de
las guardias, fué desde luego preso: y reconocido por cristiano, como traidor
y asesino, que hubiese querido atentar á la vida del príncipe, fué
inmediatamente condenado á un cruel suplicio, llamado del Gancho. Consiste este
suplicio en una gruesa viga plantada en tierra, sobre la cual se extiende otro
pedazo de viga á manera de un brazo de cruz, y de este brazo están pendientes dos
cadenas, la una mas larga que la otra, las cuales van á rematar en dos ganchos
agudos, y aquí se suspende al paciente, clavándole un gancho en una mano, y el
otro gancho en un pié, quedando el cuerpo suspendido en el aire, sostenido de los
dos ganchos. En estos ganchos fué suspendido nuestro santo, el cual estuvo tan
lejos de espantarse, ni de afligirse á vista de tan horrible suplicio, que
antes al contrario mostró alegría y júbilo, de poder acabar de este modo la
vida con el martirio. Tres días y tres noches estuvo el siervo de Dios colgado
de estos ganchos, clavados en la mano y en el pié, padeciendo los intensísimos dolores
que se dejan discurrir; pero en medio de ellos predicó con gran fervor la fe de
Jesucristo: exhortando á recibirla á la multitud de gente que había acudido al
espectáculo, de suerte que los soldados de la guardia, enfadados de oírle
predicar la ley cristiana, encendieron fuego debajo de él, á fin de que el humo
lo ahogase, ó á lo menos le hiciese callar. Debía el santo naturalmente morir dentro
de pocas horas en aquel suplicio; pero Dios nuestro Señor con un prodigio
estupendo lo libró de la muerte, enviándole al cabo de tres días un ángel en
forma de un joven, que lo descolgó del patíbulo, le sanó de las heridas, y lo
mandó volver á Italia.
Aunque el siervo de Dios se desentrañaba, solicitando
el bien espiritual y temporal de sus prójimos, y con obras de misericordia y
acciones santas de su vida irreprensible se ganaba el cariño de los pueblos;
con todo, no faltaron hombres malvados que le injuriaron, afrentaron y
maltrataron de muchos modos; porque algunos, llenos de prudencia mundana, no
aprobaban el fervoroso celo con que nuestro santo hacia guerra á los vicios, á
los abusos y costumbres recibidas en los pueblos, que no eran conformes á la
pureza de costumbres que exige la religión cristiana: censuraban como efecto
de un celo imprudente é indiscreto, el ardor con que el santo abominaba los
bailes, las comedias y otras diversiones semejantes; pero él, riéndose de su
prudencia, no cuidaba sino de conservar el honor de Dios, y de impedir sus ofensas
por todos los medios que podía. Otros que estaban sumergidos en los vicios que
no querían dejar, no podían sufrir las ardientes y severas invectivas con que
los reprendía, y se enfurecían contra el siervo de Dios, diciendo contra él
todo lo que les venia á la boca. Fué horrible el caso que le sucedió con un
cuñado suyo, llamado Hércules Mastrosi. Había este usurpado los bienes de un
hermano suyo difunto, que había hecho heredera a la congregación de san
Salvador de Leonisa: el santo le había amonestado varias veces, que entregase á
la congregación los bienes del difunto hermano, que injustamente retenía, pero sin
fruto: un día que le encontró acaso en la plaza de Leonisa, le volvió á hacer
la misma amonestación con mayor resolución: el cuñado le respondió con
palabras descomedidas; y prosiguiendo el santo en reprenderle la tenacidad con
que rehusaba satisfacer á esta grave obligación de conciencia, con tanto
perjuicio de la congregación y de su propia alma, se enfureció tanto su cuñado,
que tomándole el capucho se lo retorció de tal modo por el cuello, que lo
ahogara, á no haber acudido á defenderle la gente que presenció tan horrible
sacrilegio. Mas ni esto, ni todos los demás ultrajes que padeció, pudieron
jamás hacerle perder la paciencia, ni quitarle aquella paz altísima de que
gozaba su espíritu, abrazado con su Criador en un perfectísimo é íntimo amor. Había
ya más de veinte años, que el santo, desde que se restituyó de Constantinopla á
Italia, se ocupaba en el ministerio apostólico de instruir los pueblos de las
provincias del Abruzo y de la Umbría, con la eficacia de los sermones, y con
los ejemplos de su vida austera, mortificada y en extremo penitente; cuando se
le acercó el tiempo, que con muchas ansias deseaba, de desatarse de los lazos
de la carne, para unirse eternamente con Cristo en el cielo; de lo que el santo
tuvo un secreto presentimiento. Se hallaba conventual en el convento de
Amatrice en el año 1611, cuando en el principio del mes de octubre fué
acometido de una calentura ardiente, acompañada de un agudísimo dolor de
cabeza, y de una total inapetencia, que le duró por espacio de tres meses, la
cual el santo sufrió con una invencible paciencia: á estos males se le añadió
una gangrena en las partes más sensibles, del cuerpo, para cuya curación fué
preciso á los cirujanos usar del hierro y del fuego: en estas ocasiones se
portó el santo con tan heroica paciencia, que parecía haber perdido el sentido,
y que aquellas dolorosas operaciones no se ejecutasen en su propio cuerpo, sino
en el de otro. Por fin, habiendo hecho una confesión general de toda su vida, en
el dia 3 de febrero de 1612 recibió con extraordinaria devoción el santísimo
Sacramento, y en la noche siguiente la santa Unción; y en el día 4 puestos los
ojos en un crucifijo, en presencia de los religiosos del convento, del
gobernador y ayuntamiento del lugar (que se deshacían en lágrimas por tan
inminente pérdida) entregó su purísima alma á su Criador. Apenas hubo espirado,
su rostro, que por las penitencias y fuerza de la enfermedad se hallaba pálido,
denegrido y desfigurado, se puso de repente colorado y hermoso, exhalando al
mismo tiempo su cuerpo un olor suavísimo; y habiéndole abierto, no se halló en
sus entrañas excremento alguno, sino que se hallaron llenas de un humor lácteo.
Fué el cuerpo del santo sepultado en el mismo convento de Amatrice; pero al
cabo de treinta años de su muerte, los moradores de Leonisa acudieron con mucha
gente armada al dicho convento, y se llevaron á Leonisa las reliquias de su
bienaventurado paisano. Beatificóle Clemente XII, el año de 1636; y después Benedicto
XIV, en el año de 1746, le canonizó solemnemente.
SAN JOSÉ DE LEONISA, SACERDOTE DE LA SAGRADA ORDEN DE P. MENORES CAPUCHINOS
De Juan Desidcri y de Francisca Paolini, ambos piadosos y
honrados, nació el glorioso san José, en Leonisa, lugar de la provincia de Abruzo del reino de Nápoles, en el año de 1550. Siendo aun de corta edad,
perdió sus padres, que murieron en pocos días con gran sentimiento de José,
quien no obstante esta pena se resignó perfectamente en la voluntad de Dios,
que es el soberano dueño de la vida y de la muerte. Este accidente le obligó á transferir
su habitación a Viterbo, donde vivía un tío suyo, que tomó la tutela y cura de
él: y después de algún tiempo pasó á la ciudad de Espoleto á estudiar las
letras humanas. En todos estos lugares llevó José una vida pura, devota é
inocente, y aplicada a la oración, a la frecuencia de los sacramentos y á otros
ejercicios espirituales. Para conservar el tesoro de la castidad, que entre los
ardores de la juventud está expuesto á tantos peligros, se alejó siempre do las
malas compañías, de las comedias, de los bailes y de la conversación de
personas de sexo diverso, con las cuales era tan recatado, que evitaba todo lo
posible el verlas; imitando en esto al santo Job, que, como dice él mismo,
había hecho un pacto con sus ojos, para que no mirasen el rostro de ninguna
mujer, aunque fuese virgen y honesta. En este tiempo fué José acometido de unas
calenturas, que le molestaron mucho tiempo. Esta larga enfermedad le sirvió
para conocer más claramente, cuan vanas y falsas sean todas las cosas de este
mundo; y cuan frágil y corta sea la vida del hombre: por lo que, alumbrado con
una luz celestial, resolvió trabajar solo para adquirir bienes que fuesen
sólidos y estables, como son los del cielo, y aspirar con todas sus fuerzas á
aquella vida, que sola merece este nombre, porque dura por toda la eternidad. A
este fin pidió á los padres capuchinos, que le admitiesen en su sagrada orden,
sin decir cosa alguna á sus parientes, ni aun á su tío; recelando que
procurarían estorbarle la consecución de sus santos designios; pues dicho su
tío estaba actualmente tratando de colocarle en matrimonio con una honesta y
muy rica doncella de la misma ciudad de Viterbo.
Vistió, pues, José el hábito de capuchino en el convento
nombrado dé la Carcerelle de Asís, teniendo diez y siete años de edad; y
entonces, dejando el nombre de Eufranio, que recibió en el bautismo, tomó el de
José. Entretanto, habiendo sabido su tío su ingreso en la religión, tuvo tan
extraño sentimiento, que parecía haber perdido de todo punto el juicio, y
procuró desde luego hacer todos los esfuerzos posibles para que dejase el
hábito. Á este efecto envió á Asís á un primo suyo, llamado Lelio Ercolani, con
otras personas, para que ya con lisonjas, ya con amenazas, ó por amor ó por
fuerza hallasen modo para que el sobrino consintiese á su voluntad. Mas todo
fué inútil; porque José, que se había abrazado con la cruz de Jesucristo,
estaba tan fuertemente unido á ella, que nada fué bastante á separarlo; y
despreció con gran valor las lisonjas y las amenazas, así de su tío, como de su
primo Ercolani y de los otros parientes; quienes viéndole constante é inmoble
en su propósito, le dejaron finalmente en paz. Aunque José se había criado en
casa de su tío con tanta comodidad y regalo, apenas hubo vestido el hábito de
religioso, cuando emprendió con fervor extraordinario la carrera de la
penitencia, en la cual fué admirable en todo el curso de su vida. Porque no satisfecho
de las penitencias y asperezas de su religión, que son muchas, y de no leve
momento, practicó otras particulares de tal peso y número, que parecería
increíble, si no lo asegurasen con juramento personas dignas de toda fé en los
procesos hechos para su canonización. Tenia distribuido el año en ocho
cuaresmas, y el de 1599 lo ayunó todo entero, para prepararse al santo jubileo,
que debía publicarse el año siguiente de 1600. En los días en que no ayunaba,
se reducía su comida á pan el más
negro y duro que hallaba, á alguna escudilla de legumbres, ó algún plato de
yerbas crudas del campo, sobre las cuales solía echar ceniza, y á veces polvos
de ajenjos: en algunas ocasiones recogía las hojas de cebollas y ajos medio
consumidas, y se las comía como por sainete, mojadas con vinagre; y una
cuaresma entera, predicando en san Jaime de la Porta, bebió agua de una balsa
llena de gusanos, diciendo á su cuerpo, que él no era otra cosa. Para macerar
su carne, primero se ciñó una cuerda de cerdas de caballo tan áspera, que
habiéndosela querido ceñir otro religioso muy penitente, no la pudo sufrir una
sola noche: más pareciéndole á José sobrado suave, substituyó á ella una cota
de malla sembrada de agudísimas puntas, que llevó por espacio de once años. Pero atribuyendo los médicos á este
excesivo rigor los dolores cólicos, que frecuentemente padecía, los superiores
le mandaron se la quitase; obedeció prontamente el santo, más para no dejar
descansar su cuerpo se vistió la piel de un jabalí, apretadas las cerdas contra
la carne; y después se ciñó una gruesa cadena de hierro, que se le introdujo
algunas veces en la carne,la cual llevó toda su vida. Y no contento con estos
rigores, tomaba todos los días una disciplina con cadenas de hierro, ó con
cuerdas armadas de puntas de acero, con las cuales se azotaba tan reciamente,
que su cuerpo quedaba bañado en sangre, causando horror á los religiosos que
alguna vez lo observaron. Su pobreza fué tan asombrosa, que halló que cercenar
aún en el uso de aquellas pocas cosas, que el instituto seráfico permite á sus
religiosos. Su hábito era siempre uno de aquellos, que por raídos y rotos dejan
los demás religiosos; el cual remendaba sin proporción, por parecerse más á los
mendigos: y enamorado de la santa pobreza, jamás quiso aceptar hábito nuevo.
Escogía en los conventos las celdas más angostas y expuestas al ruido; y en
ellas no tenía otras alhajas que un breviario viejo, dos pequeñas cañas, que le
servían la una de tintero, y la otra de pluma para escribir; y otra mayor que
le servía de báculo para los viajes, no teniendo en ella otras imágenes que la
de un devoto crucifijo, que traía siempre consigo. Estas exteriores
mortificaciones que usaba el bienaventurado José, eran anonadas de las virtudes
interiores: de la humildad, dé la obediencia, y de una ardentísima caridad con
que amaba á Dios y á sus prójimos. Sentía en extremo, que se alabasen sus
santas obras: era tal al respeto que tenía á sus superiores, que cuando les
hablaba era siempre de rodillas, y con la cabeza descubierta. Obedecía ciega y
prontamente á todo lo que le ordenaban. Sobre todo, relucía en nuestro santo
una afición ardentísima al saludable ejercicio de la oración, en la cual Dios
la favorecía en una manera tan extraordinaria, que sus confesores aseguraron
con juramento, haber llegado al sublime grado de la contemplación pasiva: en el cual su
alma gozaba sin ningún trabajo de las inefables dulzuras de su Criador. En este
divino ejercicio se encendía en su pecho tal fuego de divina caridad, que le
era muchas veces forzoso suspender su meditación, por no poder sufrir tanto
incendio, y exponer la cabeza al aire, á la lluvia y á la nieve para templarla.
Admirando los superiores en nuestro José una ciencia y
una virtud eminente, no quisieron que tuviese sepultados los talentos ; y así
le mandaron que predicase la palabra de Dios, y el santo por obedecer emprendió
con inexplicable fervor este elevado ministerio, predicando en las provincias del
Abruzo y de la Umbría, con extraordinario fruto de sus oyentes. Aunque el santo
estaba adornado de una ciencia nada común, no quería predicar jamás en las
ciudades y villas grandes, sino en los lugares y aldeas, diciendo, que aquí había
mucha mies, y pocos operarios; pero que en las ciudades principales no faltaban
jamás buenos predicadores. Discurría, pues, el siervo de Dios por los lugares y
aldeas de estas provincias, como Jesucristo por las de Palestina, haciendo guerra
á los vicios, con las armas de la palabra de Dios, que predicaba con estilo
sencillo y acomodado á la capacidad de la pobre gente; pero con tanta unción y
con un corazón tan penetrado de las verdades que anunciaba, que compungía
maravillosamente á sus oyentes, que se deshacían en llanto, pidiendo en altas
voces á Dios misericordia y perdón de sus pecados. Predicaba en un día en tres,
cuatro y más pueblos, sobre materias y asuntos diversos; y hubo día que predicó
once sermones en once pueblos distintos, sin que las lluvias, nieves, ríos,
huracanes, la aspereza de los montes y lo fragoso del camino pudiesen detenerle
jamás en esta empresa. Un lunes primero de cuaresma, habiendo ya predicado
cuatro sermones en cuatro distintos pueblos, pasó al anochecer á Castel de Peze
para predicar el quinto: sobrevínole en el camino una copiosa lluvia, que le
penetró el hábito; pero con todo, al llegar á la iglesia, él mismo hizo señal
con la campana, para congregar el pueblo al sermón, y predicó tres horas enteras
del juicio universal, iba una vez á predicar á Fosona, y por el camino tropezó
con un tronco escondido debajo de la nieve, y se maltrató el dedo grande del
pié: el compañero quería curarle, pero el siervo de Dios no lo quiso consentir,
temiendo que con la detención que haría en esta diligencia, no pudiese llegar
al pueblo á la hora prefijada. Yendo en otra ocasión á predicar á la otra parte
del río Tronto, vio que había crecido tanto, que era invadeable: no se espantó
el bienaventurado José, antes confiado en la protección de Dios, tendió su manto
sobre las corrientes del río, y sobre él pasó con su compañero, con pasmo de
muchas personas, que estaban en las orillas observando esta maravilla.
Aunque el fruto, que con sus sermones hacia el santo en
los lugares del Abruzo y de la Umbría era copiosísimo, con todo no pudo
satisfacer á los ardores de su caridad. Deseaba predicar la palabra de Dios á
los infieles, para convertirlos á nuestra santa fé, ó á lo menos para hallar
entre ellos ocasión de sacrificar su vida en su defensa; que era á lo que
anhelaba su inflamada caridad. Por esto, estando informado que se había
resuello enviar á Constantinopla una misión de religiosos capuchinos, para que
atendiesen á la instrucción y alivio de los esclavos cristianos, y á la
conversión de los bárbaros, cuando se les ofreciese alguna oportuna ocasión:
nuestro santo hizo las mas vivas instancias al padre general para que le enviase
á aquella misión, y el padre general condescendió por fin á sus deseos; y en el
año de 1587 le despachó sus patentes, con las cuales lo destinaba para aquella
misión. El siervo de Dios, lleno de júbilo, se embarcó en Venecia para aquel
destino con fray Gregorio de Leonisa, religioso lego de su misma provincia. En
los primeros días tuvo una feliz navegación; más les sobrevino después una
tempestad tan desecha, que todos los marineros se dieron por perdidos; pero
Dios sosegó aquella tormenta, y les restituyó la calma por las oraciones del
santo. Habiendo los marineros tomado tierra para reparar su nave, el siervo de Dios
se embarcó en otra para proseguir su viaje, pero sobrevinieron tales calmas,
que difiriéndose este mucho más de lo que se creía, se acabaron enteramente los
víveres de la embarcación, y los marineros se vieron en un riesgo inminente de
perecer de hambre: sacó en este apretado lance el siervo de Dios un mendrugo
de pan y lo bendijo, y Dios le multiplico de tal modo, que él solo bastó para
alimentar á todas las personas de la nave por muchos días, hasta que tomaron
tierra: por donde prosiguió felizmente José su camino hasta la ciudad dé
Constantinopla, donde se presentó inmediatamente al prefecto de la misión de
los padres capuchinos, quien le destinó á cuidar del bien espiritual y temporal
de los pobres esclavos cristianos, que se hallaban encerrados en un corral llamado
el Baño. Así que José entró en aquel lugar, quedó traspasado de dolor, viendo
las gravísimas miserias de aquellos cristianos que estaban encadenados, y se
hallaban, para decirlo así, sumergidos en la inmundicia y suciedad; y estaban la
mayor parte cubiertos de llagas sin remedio ni alivio alguno, y privados de todo
socorro espiritual y temporal, en peligro evidente de renegar de la fé, á fin
de librarse de aquel estado infeliz. Por eso se aplicó con un amor paternal á
consolarles, y animarles á sufrir con paciencia sus males, con la esperanza de
la recompensa que Dios les tenia prevenida en el cielo, ofreciéndose pronto á emplear
todas sus fuerzas y diligencia, para procurarles todos los socorros
espirituales y temporales que le fuese posible. A este fin iba todas las mañanas
á aquel corral, y allí se detenía hasta el anochecer; y alguna vez se detuvo
con ellos semanas enteras, sin apartarse jamás de aquel encerramiento,
administrándoles los santos sacramentos, y alimentándoles con la palabra de
Dios, que producía entre ellos frutos tanto más copiosos, cuanto veían los
pobres esclavos, que el santo se interesaba con grande afecto en todas sus necesidades,
curando sus llagas, y asistiéndoles y procurándoles todos los alivios que se le
permitían: por lo que en poco tiempo desterró de aquel encerramiento las
palabras obscenas, los perjurios, las blasfemias, los juegos, los odios y la
desesperación: de modo que aquel lugar que basta entonces había sido un cúmulo
de iniquidad, por la diligencia del siervo de Dios, se vio convertido casi en
un monasterio de religiosos.
Pero el ardiente celo de nuestro santo por la salud de
las almas, redimidas con la sangre de Jesucristo, no se ciñó á solos los
cristianos; porque mirando con los ojos de la fé la infelicidad de los mahometanos,
que perecían eternamente en su impía secta, penetrado de compasión de su estado
miserable, emprendió el procurar la conversión de aquellos con quienes contraía
alguna amistad, y con su dulce conversación y santa destreza consiguió convertir
á algunos á la fé de Jesucristo, y reducir al gremio de la santa iglesia
católica á otros, que habían renunciado al cristianismo; y entre otros, á un
obispo griego, que para conseguir el empleo de bajá, esto es, de gobernador, había
vergonzosamente abrazado el mahometismo; al cual después condujo consigo á Roma
cuando volvió á Italia. Estos felices sucesos animaron mucho mas su santo celo;
y así le vino el pensamiento de presentarse al Gran Señor de los turcos, y de
hacer todo el posible esfuerzo para inducirle á abrazarla religión cristiana;
porque ganada la cabeza, cosa fácil sería el propagar el nombre de Cristo por
todo aquel vasto imperio. La dificultad casi insuperable, era el poder hallar
ocasión de hablar con el príncipe; y diferentes veces que lo probó fué repelido
con injurias, villanías y golpes. Más todavía no perdió el ánimo, y una mañana
se dio tan buena diligencia, que sin ser advertido, consiguió penetrar hasta la
tercera antecámara del cuarto del Gran Señor: pero siendo aquí descubierto de
las guardias, fué desde luego preso: y reconocido por cristiano, como traidor
y asesino, que hubiese querido atentar á la vida del príncipe, fué
inmediatamente condenado á un cruel suplicio, llamado del Gancho. Consiste este
suplicio en una gruesa viga plantada en tierra, sobre la cual se extiende otro
pedazo de viga á manera de un brazo de cruz, y de este brazo están pendientes dos
cadenas, la una mas larga que la otra, las cuales van á rematar en dos ganchos
agudos, y aquí se suspende al paciente, clavándole un gancho en una mano, y el
otro gancho en un pié, quedando el cuerpo suspendido en el aire, sostenido de los
dos ganchos. En estos ganchos fué suspendido nuestro santo, el cual estuvo tan
lejos de espantarse, ni de afligirse á vista de tan horrible suplicio, que
antes al contrario mostró alegría y júbilo, de poder acabar de este modo la
vida con el martirio. Tres días y tres noches estuvo el siervo de Dios colgado
de estos ganchos, clavados en la mano y en el pié, padeciendo los intensísimos dolores
que se dejan discurrir; pero en medio de ellos predicó con gran fervor la fe de
Jesucristo: exhortando á recibirla á la multitud de gente que había acudido al
espectáculo, de suerte que los soldados de la guardia, enfadados de oírle
predicar la ley cristiana, encendieron fuego debajo de él, á fin de que el humo
lo ahogase, ó á lo menos le hiciese callar. Debía el santo naturalmente morir dentro
de pocas horas en aquel suplicio; pero Dios nuestro Señor con un prodigio
estupendo lo libró de la muerte, enviándole al cabo de tres días un ángel en
forma de un joven, que lo descolgó del patíbulo, le sanó de las heridas, y lo
mandó volver á Italia.
Aunque el siervo de Dios se desentrañaba, solicitando
el bien espiritual y temporal de sus prójimos, y con obras de misericordia y
acciones santas de su vida irreprensible se ganaba el cariño de los pueblos;
con todo, no faltaron hombres malvados que le injuriaron, afrentaron y
maltrataron de muchos modos; porque algunos, llenos de prudencia mundana, no
aprobaban el fervoroso celo con que nuestro santo hacia guerra á los vicios, á
los abusos y costumbres recibidas en los pueblos, que no eran conformes á la
pureza de costumbres que exige la religión cristiana: censuraban como efecto
de un celo imprudente é indiscreto, el ardor con que el santo abominaba los
bailes, las comedias y otras diversiones semejantes; pero él, riéndose de su
prudencia, no cuidaba sino de conservar el honor de Dios, y de impedir sus ofensas
por todos los medios que podía. Otros que estaban sumergidos en los vicios que
no querían dejar, no podían sufrir las ardientes y severas invectivas con que
los reprendía, y se enfurecían contra el siervo de Dios, diciendo contra él
todo lo que les venia á la boca. Fué horrible el caso que le sucedió con un
cuñado suyo, llamado Hércules Mastrosi. Había este usurpado los bienes de un
hermano suyo difunto, que había hecho heredera a la congregación de san
Salvador de Leonisa: el santo le había amonestado varias veces, que entregase á
la congregación los bienes del difunto hermano, que injustamente retenía, pero sin
fruto: un día que le encontró acaso en la plaza de Leonisa, le volvió á hacer
la misma amonestación con mayor resolución: el cuñado le respondió con
palabras descomedidas; y prosiguiendo el santo en reprenderle la tenacidad con
que rehusaba satisfacer á esta grave obligación de conciencia, con tanto
perjuicio de la congregación y de su propia alma, se enfureció tanto su cuñado,
que tomándole el capucho se lo retorció de tal modo por el cuello, que lo
ahogara, á no haber acudido á defenderle la gente que presenció tan horrible
sacrilegio. Mas ni esto, ni todos los demás ultrajes que padeció, pudieron
jamás hacerle perder la paciencia, ni quitarle aquella paz altísima de que
gozaba su espíritu, abrazado con su Criador en un perfectísimo é íntimo amor. Había
ya más de veinte años, que el santo, desde que se restituyó de Constantinopla á
Italia, se ocupaba en el ministerio apostólico de instruir los pueblos de las
provincias del Abruzo y de la Umbría, con la eficacia de los sermones, y con
los ejemplos de su vida austera, mortificada y en extremo penitente; cuando se
le acercó el tiempo, que con muchas ansias deseaba, de desatarse de los lazos
de la carne, para unirse eternamente con Cristo en el cielo; de lo que el santo
tuvo un secreto presentimiento. Se hallaba conventual en el convento de
Amatrice en el año 1611, cuando en el principio del mes de octubre fué
acometido de una calentura ardiente, acompañada de un agudísimo dolor de
cabeza, y de una total inapetencia, que le duró por espacio de tres meses, la
cual el santo sufrió con una invencible paciencia: á estos males se le añadió
una gangrena en las partes más sensibles, del cuerpo, para cuya curación fué
preciso á los cirujanos usar del hierro y del fuego: en estas ocasiones se
portó el santo con tan heroica paciencia, que parecía haber perdido el sentido,
y que aquellas dolorosas operaciones no se ejecutasen en su propio cuerpo, sino
en el de otro. Por fin, habiendo hecho una confesión general de toda su vida, en
el dia 3 de febrero de 1612 recibió con extraordinaria devoción el santísimo
Sacramento, y en la noche siguiente la santa Unción; y en el día 4 puestos los
ojos en un crucifijo, en presencia de los religiosos del convento, del
gobernador y ayuntamiento del lugar (que se deshacían en lágrimas por tan
inminente pérdida) entregó su purísima alma á su Criador. Apenas hubo espirado,
su rostro, que por las penitencias y fuerza de la enfermedad se hallaba pálido,
denegrido y desfigurado, se puso de repente colorado y hermoso, exhalando al
mismo tiempo su cuerpo un olor suavísimo; y habiéndole abierto, no se halló en
sus entrañas excremento alguno, sino que se hallaron llenas de un humor lácteo.
Fué el cuerpo del santo sepultado en el mismo convento de Amatrice; pero al
cabo de treinta años de su muerte, los moradores de Leonisa acudieron con mucha
gente armada al dicho convento, y se llevaron á Leonisa las reliquias de su
bienaventurado paisano. Beatificóle Clemente XII, el año de 1636; y después Benedicto
XIV, en el año de 1746, le canonizó solemnemente.
Fuente: La leyenda de oro para cada día del
año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que
comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset,
Butler, Godescard, etc
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