martes, 13 de febrero de 2024

S A N T O R A L

SAN MARTINIANO, ERMITAÑO


Fué san Martiniano monje en la soledad de un monte cerca de la ciudad de Cesárea en Palestina. Tomó el hábito de monje en la flor de su edad, siendo de diez y ocho años, y mozo de muy gentil disposición. Dióse tan de veras á todos los ejercicios religiosos y de perfección, que en breve se conoció ser singularmente escogido de Dios; y la fama de sus virtudes se divulgó y extendió por toda aquella tierra, de manera, que el Señor obró muchos milagros por él, echando los demonios de los cuerpos y sanando de varias enfermedades á los dolientes, y haciendo otras obras maravillosas, y concurriendo de muchas partes la gente, para ser socorrida y ayudada de Dios por sus oraciones. Vió el demonio la gran virtud de Martiniano, y que siendo mozo en la edad, era viejo en el seso y madurez: túvolo envidia, acometiólo con espantos, y con varias figuras y visiones; y una vez, tomando la forma de un dragón terrible, comenzó, con sus uñas á cavar el cimiento de la pequeña celda, en que estaba orando Martiniano, para derribarla sobre él: mas no por esto se turbó el santo ermitaño, ni dejó su oración; antes levantando su cabeza, y visto al enemigo en tal figura, le dijo: «¿Porqué te cansas tan en balde, ó desventurado? ¿Piensas poderme espantar, teniendo á mi lado á mi Señor Jesucristo? Oyendo esto el demonio, huyó, como torbellino, diciendo: «Espera, espera un poco Martiniano, que yo te derribaré, humillaré y echaré de tu celda confuso, y hallaré modo para hacerlo, aunque más estés confiado en eso que dices». Veinte y cinco años estuvo en esta soledad Martiniano, viviendo en ella, nó como hombre mortal, sino como ángel venido del cielo. Y como por su rara santidad fuese tan conocido y famoso, muchos hablaban de él ensalzando sobremanera sus admirables virtudes y ejemplos. Una vez entre otras, hablando unos hombres en la ciudad de Cesárea con grande admiración de la vida más divina, que humana, que hacia Martiniano; oyéndolos hablar, se llegó a ellos una ramera muy hermosa, y desvergonzada, que se llamaba Zoé, y por instigación de Satanás, cuyo lazo ora, comenzó á apocar lo que los otros decían, dándoles á entender, que Martiniano era un salvaje, que se había recogido a aquella soledad, y que no era maravilla, que fuese casto, el que nunca veía mujer; más que si ella le hablase y le tentase, y él resistiese, que entonces le podrían tener por hombre santo y continente. Por acortar razones, la desventurada mujer se concertó con aquellos hombres, que iría á la soledad, y acometería á Martiniano: y que si no le rindiese, la tuviesen por burladora; y si saliese con victoria, le pagasen su trabajo. ¿A qué profundo de maldad no llega el ánimo de una mujer lasciva y desvergonzada? Hecho el concierto, fuese á su casa, y desnudándose sus ropas ricas y galanas, y doblándolas y poniéndolas en un lio, se vistió de otras viles y despreciadas: ciñóse una soga; y con un bordón en la mano, y el lio de los vestidos ricos debajo del brazo, ungiendo, que era provisión de mujer, que andaba peregrinando, salió de la ciudad con un tiempo lluvioso y ventoso, y al anochecer llegar junto é la celda de Martiniano, y con una voz lastimera y llorosa, comenzó á llamar al santo, y a decir: «Siervo de Dios, ten lástima de mí, que soy una pobre mujer, que en esta soledad he perdido el camino, y no sé por dónde ir, ni á donde recogerme, y temo ser comida de las bestias fieras. No me desprecies, padre santo, que hechura soy de Dios, aunque miserable pecadora». A estas voces abrió Martiniano la ventanilla de su celda: y como vio á aquella mujer en aquel traje, y el agua, que caía sobre ella, compadecióse, y túvola compasión: y aunque pensaba, que no fuese algún ardid del demonio, para hacerle pecar; todavía prevalecía en él la compasión, y el temor de que, si no la admitía, y las fieras la despedazaban, Dios le pediría cuenta de ella. Con este pensamiento, encomendándose afectuosamente á Dios, y suplicándole, que le tuviese de su mano en aquella ocasión, abrió la puerta de su celda á la mujer: y después de entrada, le hizo fuego, para que se calentase, y le dio algunos dátiles, para que comiese aquella noche, avisándola, que luego á la mañana se partiese, y se fuese su camino; él se entró en otra celda más adentro, y cerró su puerta, orando y cantando salmos aquella noche; aunque el demonio no le dejaba reposar, trayéndole varios pensamientos sensuales de aquella mujer.

En amaneciendo salió Martiniano de su celda, para despedir á la mujer, y hallola vestida de aquellas ropas preciosas, que traía debajo del brazo, y con una cara alegre y risueña: y juzgando, que debía ser alguna fantasma, le preguntó, ¿quién era, y á qué había venido, y cómo había entrado en aquella celda? Y mucho más se maravilló, cuando supo, que era la misma mujer pobre y maltratada, que él la noche antes había recibido; y queriendo saber la causa de aquella mudanza de hábito y traje; ella le declaró quien era: y hablando por su boca el demonio, que la había traído, supo decirle tales razones, y tantas blanduras, llegándose á él, y tocándole las manos con tanta desenvoltura, que ablandó el corazón, que parecía más duro que el hierro, y que el diamante, y vino a consentir en el pecado; aunque Dios le detuvo por su misericordia, para que no lo pusiese por obra: porque saliendo Martiniano de su celda para ver, si venia alguna gente á buscarle, como solía, y mirando por todas partes, por no escandalizar á nadie, si le hallasen con aquella mujer; le miró desde el cielo el Señor con ojos de piedad, y con el rayo de la divina luz abrió los de su alma, para que viese, lo que quería hacer, y de cuánta altura de gracia, y santidad caería en el abismo de todos los males. Reconociendo, pues, su peligro, y que aquella no era mujer, sino el demonio, que por ella le tentaba, y quería triunfar de su castidad, y despojarle de todos los merecimientos de su vida pasada; se entró en la celda, y encendió fuego de unos sarmientos, que allí estaban, y con los pies descalzos se arrojó en medio de las llamas, y estuvo en ellas, hasta que se quemó buena parte del cuerpo; y saliendo de él al cabo de rato, y hablando consigo mismo decía: «¿Qué te parece, Martiniano? Bueno te ha parecido este fuego, con ser breve el tiempo que has estado en él. Si piensas poder sufrir el del infierno, llégate á esta mujer, que es el camino, para ir á él. Acuérdate de aquel suplicio, que es eterno: del gusano, que nunca muere; y del crujir de dientes: y que los demonios son crueles, y nunca se cansan de atormentar á los condenados»: y volvió á echarse otra vez en el fuego, y á quemarse más, suplicando á nuestro Señor, que le perdonase aquel mal consentimiento, y pecado, y que no permitiese, que él perdiese tantos trabajos, como había tomado, por servirle desde su mocedad; pues quería por su amor arder antes en aquel fuego, que ofenderle, é ir al fuego eterno. Estaba presente á este espectáculo la triste mujer, ataviada, y compuesta; y considerando lo que hacía Martiniano, y que ella había sido causa de ello, se desnudó con presteza los vestidos galanes de ramera, que traía: y los arrojó en el fuego, vistiéndose los de pobre, y penitente; y con muchas lágrimas, y sollozos dijo á Martiniano, que no quería volverá la ciudad, sino hacer toda su vida penitencia de sus pecados en la parte, que él le señalase: y que ya que el demonio la había tomado á ella por instrumento, para derribarle á él; Dios le tomaba á él, para levantarla á ella, y salvarla. Y por consejo del santo ermitaño, tomando su bendición, se fué á Belén, donde fué recibida de una santa virgen, que se llamaba Paulina, en un monasterio, y en él vivió doce años con extremad aspereza de vida, sin beber vino, ni comer aceite, ni fruta alguna, sino un poco de pan y agua una vez cada día, ó cada dos días, y durmiendo en el suelo, y haciendo otras penitencias rigurosas: y agradó tanto á nuestro Señor, que hizo algunos milagros por ella, y al cabo de los doce años la llevó á gozar de sí.
Quedó Martiniano tan quemado, y llagado del fuego, que tuvo muchos meses que curar; y tan escarmentado, y atemorizado del medio, que el demonio había tomado, para derribarle, con aquella mujer, que determinó salir de su soledad, é irse á parte donde no pudiese verle, ni buscarlo mujer alguna. Con este intento, haciendo oración, y suplicando á nuestro Señor, que fuese su guía, y su compañía en aquella jornada, y armado con la señal de la cruz, salió de su celda, y tomó su camino hacia el mar. Al tiempo que se iba, el demonio, muy vanaglorioso y ufano, comenzó á darle grita, como quien le corría, y daba la vaya, diciendo: «Grande es mi nombre, y grande es mi fortaleza; pues he prevalecido contra tí: hícete caer en pecado con la voluntad: queméte los pies y el cuerpo: echéte de la celda, y hágote ir fugitivo» Y levantando más el grito, dijo: «¿Huyes, Martiniano? Pues hágote saber, que do quiera que vayas, te seguiré, y te haré ir de allí, como te hago ir de aquí: yo no me apartaré de tí, hasta rendirte, y verle humillado» A estas voces respondió el santo: «Calla, miserable, que si salgo de mi celda, no es por congoja, ni aflicción, sino por hollarle, y quebrantarte más: y no te puedes alabar de la pelea; porque te quité las armas, con que pensaste vencerme, y la mujer, que trajiste para mi destrucción, será tu confusión». A estas voces desapareció el demonio; y Martiniano, cantando salmos, y alabando al Señor, se fué hacia el mar. Allí habiendo sabido de un marinero, que muy dentro del mar había una peña grande y alta, donde se podía retirar, se concertó con él, que le llevase á ella, y á sus tiempos le trajese ramos de palma, y pan y agua para su sustento, y que de las palmas haría espuertas, para que el marinero las vendiese, y tomase el precio por su trabajo: demás, que él se lo pagaría con sus oraciones, rogando á Dios por él. Con este concierto el marinero llevó á Martiniano á su peña, ó isleta, y tres veces cada año le visitaba, y llevaba lo que había menester. Díjole, sí quería, que le trajese madera, para edificar una choza, en que se pudiese recoger, y defenderse del sol, y de la lluvia; y no lo consintió. Increíble fué el gozo de Martiniano, cuando se vio en aquella peña cercada por todas partes del mar, á donde ninguna mujer podría llegar, á las cuales temía más que al mismo demonio. Pero para que se vea que no hay cosa segura en este mundo, no dejó de perseguirle en la peña, el que le había hecho guerra en la celda, y echádole de ella; porque algunas veces alteraba, y turbaba el mar, y levantaba sus ondas, de manera, que parecía, que había de tragar la peña, y ahogar á Martiniano: y el mismo demonio clamaba, y decía: «Ahora le ahogo, Martiniano»; más el santo se estaba quedo con gran paz, y quietud, haciendo burla de él: y con esto el demonio se partía corrido, y confuso. Habiendo, pues, estado seis años en esta isleta, con una vida más que humana, y pareciéndole, que estaba seguro de las mujeres, conoció, que no lo estaba, y que en la tierra, y en el mar, en el fuego, y en la agua, se deben temer: porque viniendo navegando una nave por aquellos mares, el demonio, por permisión de Dios, la hizo dar en aquella roca, en que estaba Martiniano, y la quebró, y todos los que venían en ella se ahogaron, sino una doncella muy hermosa, que en una tabla se salvó, y asiéndose de la peña, comenzó á clamar: «Ayúdame, siervo de Dios, y dame la mano, para que no perezca en esto profundo». Turbóse Martiniano, cuando vio la mujer, y oyó sus palabras, y entendió la astucia del enemigo: armóse con la oración; y juzgando, que le corría obligación, para que aquella mujer no pereciese allí por su culpa, le dio la mano, y la sacó del agua: y como la viese tan hermosa, y de buena gracia, le dijo: «Hija, la estopa, y el fuego no están bien juntos: quédate aquí, y come del pan, y bebe del agua, que aquí queda, como yo hacía, hasta que venga un marinero, que me suele visitar, que será de aquí á dos meses; cuéntale tu trabajo; y él te sacará de aquí, y te llevará á tu ciudad»: y diciendo esto, hizo la señal de la cruz sobre el mar, y mirando al cielo, hablando con nuestro Señor, le dijo: «Señor, confiado en vos, me echo en el mar; porque más quiero morir ahogado, que no ponerme á peligro de mancillar mi castidad»: y exhortando á la que tenía delante á la virtud, y á perseverar en el temor de Dios, se arrojó en el mar. Vinieron luego dos delfines, por ordenación de aquel Señor, que nunca desampara á los suyos, y á quien todas las criaturas obedecen, y le tomaron encima, y le pusieron en tierra; y el santo hizo gracias por ello al Señor, suplicándole, que le enseñase, lo que había de hacer: y pensando entre sí, que el demonio le perseguía en el agua, y en la tierra, en la celda, y en la peña, determinó de no estar en un lugar, sino irse peregrinando por el mundo, pobre, y mendigo, sin llevar cosa consigo; y así lo hizo por espacio de dos años, que vivió, quedándose en cualquiera parte que le tomase la noche, y en los pueblos, tornando para su sustento la limosna, que le daba alguna persona piadosa. Habiendo, pues, llegado á la ciudad de Atenas, y queriendo nuestro Señor remunerar los grandes trabajos, y duras peleas, y gloriosas victorias de su siervo, reveló al obispo de Atenas, que estaba allí Martiniano, y cuan especial amigo suyo era, y cuan altos sus merecimientos; y yendo á la iglesia, halló echado sobre un escaño á Martiniano: el cual reverenció al obispo, y le pidió su bendición, y que le encomendase ó Dios; y el obispo á él le rogó, que se acordase de él, cuando estuviese en el acatamiento de Dios: y allí, habiendo primero dicho: «En tus manos. Señor, encomiendo mi espíritu», y hecho sobre sí la señal de la cruz; con una boca llena de risa, dio su espíritu al Señor.
La doncella, que quedó en la peña, hizo, lo que el santo le mandó: sustentóse del pan, y del agua, que allí había quedado; y cuando vino á su tiempo el marinero, le contó lo que le había sucedido, y como Martiniano la había dejado, y echádose en el mar, y salido á tierra por ministerio de los delfines; y le rogó, que le trajese un vestido de hombre, y pan, y agua, y lana, y á su mujer, para que ella la vistiese, y enseñase, lo que había de hacer; y así lo hizo: y la doncella se vistió de hombre, y perseveró seis años en aquella peña, siendo de veinte y cinco, cuando vino á ella; y así murió santamente. Llamábase Fotina. Dos meses después que murió, vino el marinero ó traerle lo que había menester, como solía: hallóla difunta, y la llevó á la ciudad de Cesárea, diciendo al obispo, quién era, y de dónde, y como había muerto; y el obispo la mandó enterrar con grande solemnidad, como á sierva del Señor.
Esta es la vida de san Martiniano solitario, tan perseguido, y combatido de nuestro común enemigo, y vencido, y vencedor, y glorioso triunfador de la carne, del mundo, é infierno. Escribióla Simeón Metafraste, que, á lo que da á entender, le conoció: en la cual podemos aprender muchas cosas provechosas para nuestra edificación. La primera, el odio, con que el demonio persigue á los santos, y más á los mayores, y cuanto procura que caigan de aquella gracia, y estado sublime, en que están; para que cayendo ellos, que son pilares, y los fundamentos de la santidad, caiga el resto del edificio, que sobre ellos se ha fundado; como lo notó el gran padre san Antonio Abad, y nosotros lo dijimos en su vida. La segunda cosa es, cuán preciosa joya sea la castidad; pues el demonio con tantos ardides, y mañas estudia despojarnos de ella, y amancillar la pureza de nuestras almas; como se ve, en lo que hizo contra Martiniano. La tercera, que no se puede conservar esta preciosa joya, si el Señor con su gracia no la guarda, y nosotros de nuestra parte no nos ayudamos, huyendo las ocasiones de perderla, y de caer, y no confiando en nuestra edad, virtud, y victorias pasadas; porque en esta batalla y guerra tan reñida, y tan doméstica de nuestra carne, no se alcanza la victoria tanto peleando, como huyendo de las ocasiones de pelear; las cuales muchas veces el demonio ofrece con color de piedad, y manto de caridad, y al principio comienzan en ella y acaban en carnalidad; como nos lo enseña con su ejemplo Martiniano: el cual también nos enseñó, que un fuego se apaga con otro, y que vale más padecer en esta vida penas temporales, que en la otra las eternas; y que ningún trabajo, ni peligro se debe excusar, por no ofenderá Dios, y por la eterna salvación de nuestras almas. Pero pregunto yo, á los que esto leyeren: ¿cómo piensan, que podrán apagar las llamas de la concupiscencia, y aquel incendio, que levanta en sus corazones Satanás, los mozos delicados, regalados y entretenidos en conversaciones de mujeres desenvueltas y libres, hartos de sueño, y bien comidos y bebidos: si Martiniano, después de haber servido con tanto fervor al Señor en la soledad tantos años, y macerado su cuerpo con ayunos y penitencias rigurosas, y hecho tantos milagros, y admitido por pura caridad aquella pobre mujer, que guiada del demonio vino á su celda, y prevenidose con la oración, y recatádose tanto de ella; al cabo consintió en el pecado, y lo hubiera cometido, y puesto en ejecución, si el Señor no le hubiera tenido de su mano, y dándole ánimo, para echarse en el fuego, y con sus llamas apagar las que abrasaban su corazón? Para enseñarnos, pues, el recato y vigilancia, que en estas cosas debemos tener, se escribe esta vida; y para que entendamos, que nosotros no somos, ni más santos que David, ni más sabios que Salomón, ni más fuertes que Sansón: que el que no quiere quemarse, debe estar lejos del fuego; y fuego es para la mujer cualquier hombre, y para el hombre cualquier mujer, como cada día experimentamos.

 Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc

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