SAN FRANCISCO DE SALES, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA
Acércase ahora a la cuna del dulce Hijo de María, el
angelical obispo Francisco de Sales, digno de ocupar allí un puesto
distinguido, por la delicadeza de sus virtudes, la amable sencillez de su
corazón y la humildad y ternura de su amor. Llégase rodeado de brillante
escolta; setenta y dos mil herejes devueltos a la Iglesia gracias a su celo;
una Orden de siervas del Señor, planeada por su amor, y realizada por su genio
divino; millares de almas llevadas a la vida de piedad por su doctrina tan
segura como misericordiosa que le ha valido el título de Doctor.
Concedióselo Dios a su Iglesia para consolarla de las
blasfemias de los herejes que iban predicando por doquier la esterilidad de la
Iglesia romana en materia de caridad; frente a los rígidos secuaces de Calvíno
puso a este ministro verdaderamente evangélico; el ardor de la caridad de Francisco
de Sales logró fundir el hielo de aquellos obstinados corazones. Si tenéis herejes para convencer,
decía el sabio cardenal du Perron, enviádmelos; si se trata de convertirlos, mandádselos a Monseñor de Ginebra.
En medio de su siglo apareció, pues, Francisco de Sales,
como la imagen viva de Cristo, abriendo sus brazos, y llamando a los pecadores a
penitencia, a los extraviados a la verdad, a los justos a mayor perfección, y a
todos a la confianza y al amor. En él descansaba el Espíritu Santo con su
fortaleza y su dulzura; por eso, en estos días en que hemos celebrado la bajada
de este Espíritu sobre el Verbo en aguas del Jordán, no podemos olvidar un
conmovedor episodio sucedido a este admirable Obispo en relación con su divino
Jefe. Ofrecía el santo sacrificio de la Misa un día de Pentecostés en Annecy;
Francisco de Sales estaba de pie ante el altar; una paloma penetró en la
Catedral y quedó asustada ante la aglomeración del pueblo y de sus cantos; después
de haber revoloteado durante largo tiempo, fué a descansar sobre la cabeza del Santo
Obispo, con gran admiración de los fieles: símbolo emocionante de la dulzura de
Francisco, lo mismo que el globo de fuego que apareció, durante la celebración
de los sagrados Misterios, sobre la cabeza de San Martín, significando el ardor
que consumía el corazón del Apóstol de las Galias.
Otra vez, en la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora,
oficiaba Francisco en Vísperas, en la Colegiata de Annecy. Estaba sentado en un
trono cuyos dibujos representaban el árbol profético de Jesé, que según la profecía
de Isaías, produjo el tallo virginal
del que salió la flor divina sobre la
que se posó el Espíritu del amor. Mientras cantaban los salmos penetró en la
Iglesia una paloma, por una hendidura de la vidriera del coro, del lado de la
Epístola. Después de revolotear algún tanto, dice el historiador, vino a
posarse en la espalda del Santo Obispo, y luego en sus rodillas, de donde la
cogieron los ministros que le asistían. Después de Vísperas, subió Francisco al
púlpito y deseoso de alejar de sí la aplicación que a su favor podía hacer el pueblo
de la aparición de aquel símbolo, y para desterrar cualquier idea que pudiese
parecer como una gracia del cielo a su persona, cantó las glorias de María, que
llena de la gracia del Espíritu Santo, mereció ser llamada, paloma hermosísima, en la que no hay mancha alguna.
Si tratamos de buscar entre los discípulos del Señor, el
tipo de santidad más conforme con este santo Prelado, inmediatamente nos viene
al pensamiento el nombre de Juan, el discípulo amado. Francisco de Sales es,
como él, el Apóstol del amor; la sencillez del Evangelista que acariciaba en
sus manos venerables una avecilla, es madre de la suave inocencia que anidaba
en el corazón del Obispo de Ginebra. La presencia de Juan, el acento de su voz
simplemente convidaba a amar a Jesús; los contemporáneos de Francisco decían: Oh Dios, si tan grande es la bondad del
Obispo de Ginebra ¿cuál no será la tuya?
Esta semejanza entre el amigo de Cristo y Francisco de
Sales se manifestó también en el momento supremo, cuando el día mismo de San Juan,
después de haber celebrado la Santa Misa y distribuido la comunión por su
propia mano a sus queridas hijas de la Visitación, sintió el primer desfallecimiento
que debía traer a su alma la liberación de las ligaduras del cuerpo. Acudieron en
seguida a su lado, pero su conversación estaba ya en el cielo. A la mañana
siguiente voló hacia su patria, en la fiesta de los santos Inocentes, en medio
de los cuales mereció descansar eternamente por el candor y sencillez de su alma.
San Francisco de Sales, ocupa, pues, un lugar en el
calendario al lado del Amigo del Salvador y de las tiernas víctimas, comparadas
por la Iglesia a un gracioso ramillete de rosas; y aunque no ha sido posible
colocar su memoria en el aniversario de su salida de este mundo, porque esos dos
días se hallan ocupados con la festividad de San Juan y la de los Inocentes de
Belén, al menos ha querido la Santa Iglesia celebrar su fiesta en el tiempo
dedicado a honrar el Nacimiento del Emmanuel.
Corresponde, pues, a este amante del Rey recién nacido
revelarnos los encantos del Niño del pesebre. Con el fin de aprovecharnos de su
pensamiento, vamos a espigarlo en su correspondencia, donde manifiesta en toda
su delicadeza los sentimientos que embargaban su corazón en presencia de los
Misterios navideños.
Hacia fines del Adviento de 1619 escribía a una religiosa
de la Visitación, animándola a disponer su corazón para la llegada del
celestial Esposo: "He aquí, mi muy querida hija, al pequeño pero amable
Jesús, que va a nacer entre nosotros durante estas próximas fiestas; y ya que va
a nacer para visitarnos de parte de su eterno Padre; ya que pastores y reyes
van a llegarse en visita hasta la cuna, se me hace que Él es Padre e Hijo ai
mismo tiempo de esta Santa María de la Visitación.
Por tanto, acaricíale bien; dále buena acogida lo mismo
tú que todas tus hermanas, entónale bellos cánticos, y sobre todo adórale muy expresiva
y dulcemente y en Él, adora su pobreza, su humildad, su obediencia y su dulzura, imitando a su Santísima Madre y a San José; recoge alguna de sus
preciosas lágrimas, dulce rocío del cielo, y colócala en tu corazón, para que
nunca tenga más tristezas que las que alegran a ese dulce Infante; y cuando le
encomiendes tu alma, acuérdate de recomendarle también la mía, que es al mismo
tiempo tuya.
Con gran amor, saludo al grupo querido de nuestras
hermanas, a quienes considero como sencillas pastorcitas que cuidan de sus
ovejas, es decir, de sus afectos, y que avisadas por el Ángel, acuden a adorar
al divino Infante, y en prenda de su eterna servidumbre, le ofrecen el más
hermoso de sus corderos, es decir, su amor, sin reservas ni excepciones."
La Víspera del Nacimiento del Señor, gustando ya de
antemano las alegrías de la noche que va a traer al Redentor a la tierra,
Francisco se expansiona con su hija predilecta, Juana Francisca de Chantal,
invitándola a saborear con él los encantos del divino Niño y a aprovecharse de
su visita.
"El gran exniñito de Belén sea siempre la delicia y
el amor de nuestros corazones, queridísima madre e hija mía. ¡Ah, qué hermoso
es ese pobre niñito! Se me figura que veo a Salomón en su gran trono de marfil,
dorado y pulido, sin otro igual en todos los reinos, como dice la Escritura: un
rey sin par en su gloria y magnificencia. Prefiero cien veces ver a este
querido Infantito en su pesebre, a contemplar a todos los reyes en sus tronos.
Y cuando le considero en las rodillas o en los brazos de
su Santa Madre con su boquita, pequeño capullo de rosa, pegada a las azucenas
de sus sagrados pechos, entonces, oh Dios, lo hallo más bello en este trono, no
sólo que Salomón en el suyo de marfil, sino más bello que lo fué nunca en el
cielo ese mismo Hijo del Padre eterno, porque si bien el cielo ostenta más
cosas visibles, la Santísima Virgen tiene más perfecciones invisibles; y una
sola gota de la leche virginal que fluye de sus sagrados pechos vale más que
todo el aparato de los cielos. ¡Háganos el gran San José participar de su
consuelo, la excelsa Madre de su amor, y quiera el Hijo derramar sus gracias en
nuestros corazones!
Ruegoos que descanséis lo más suavemente que podáis junto
al celestial Infantito: no dejará de amar vuestro querido corazón, tal como se
encuentra, seco y árido. ¿No veis cómo recibe el aliento de ese gran buey y de
ese asno que no tienen sentimiento alguno? ¿No ha de recibir los suspiros de
nuestro pobre corazón, que aunque sin devoción actual, con todo eso se
sacrifica a sus pies con firmeza y perseverancia, para ser eternamente un
siervo fiel del suyo, del de su Santa Madre, y del Vicario de este
Reyeclto?"
Ha pasado la santa noche, que trae consigo Paz a los
hombres de buena voluntad; una vez más busca Francisco el corazón de la hija
que Jesús le ha confiado, para derramar en él las dulzuras saboreadas en la
contemplación de este misterio de amor.
"Oh Jesús verdadero, ¡cuán dulce es esta noche, mi
queridísima hija! Los cielos, canta la Iglesia, destilan miel por doquier; en
cuanto a mi, pienso que los Ángeles del cielo que hacen resonar en el aire sus
admirables cánticos, van a recoger esa miel celestial en las azucenas en que se
halla, estás en el corazón de la dulcísima Virgen y de San José. Temo, mi
querida hija, que esos divinos espíritus se equivoquen entre la leche que sale
del seno virginal y la miel del cielo reunida en sus pechos ¡Qué dulce es ver
la miel junto a la leche!
Por eso, yo os pregunto, querida hija ¿no soy demasiado
atrevido, pensando que nuestros buenos Ángeles, vos y yo, nos hallamos entre el
querido cortejo de los celestes músicos que cantaron esa noche? ¡Oh Dios, si
tuviesen a bien entonar una vez más al oído de nuestro corazón, aquel canto
celestial, qué alegría! ¡qué regocijo! Así se lo suplico, para que haya gloria
en el cielo y paz en la tierra para los corazones de buena voluntad.
Al volver, pues, de los sagrados misterios, doy los
buenos días a mi hija: porque supongo que los pastores descansaron un poco aún,
después de haber adorado al celestial Infante que el cielo les había anunciado.
Pero, oh Dios ¡qué dulce me figuro su descanso! Seguramente seguían oyendo
todavía la melodía angélica que los había saludado con su canto, y veían al
querido Niño y a la Madre a quienes habían visitado.
¿Qué podríamos dar a nuestro Reyecito que no hayamos
recibido de Él y de su divina largueza? Pues bien, le daré en la Misa Mayor, la
única pero amadísima hija que me ha dado. Házla, oh Salvador de nuestras almas,
completamente de oro en el amor, de mirra en la mortificación, de incienso en
la oración; y luego recíbela en los brazos de su santo amparo, y que diga tu
corazón al suyo: "Soy tu salvación por los siglos de los siglos."
Dirigiéndose otra vez a una esposa de Cristo, la exhorta
a nutrirse de la dulzura del recién nacido, en los siguientes términos:
"Cual mística abeja no se separe nunca vuestra alma
de este querido Reyecito, haga su panal en torno a Él, en Él, y para Él; tómele
a Él, a ese Reyecito cuyos labios rebosan de gracia, y sobre los cuales esos santos animalitos, reunidos en enjambre hacen su dulce y gracioso trabajo,
mucho mejor que lo hicieron sobre los labios de San Ambrosio".
Pero, hemos de detenernos; escuchemos, con todo, una vez
más, cómo nos refiere las gracias del santo Nombre de Jesús, impuesto al
Salvador entre los dolores de su Circuncisión; escribe así a su santa
cooperadora:
"Oh Jesús, llena nuestro corazón con el santo
bálsamo de tu divino Nombre, para que la suavidad de su aroma se difunda por
todos nuestros sentidos e invada todas nuestras acciones. Pero, para que este
corazón sea capaz de recibir tan dulce licor, circuncídale, y corta en él todo lo
que pueda desagradar a tus divinos ojos. ¡Oh glorioso Nombre, pronunciado desde
toda la eternidad por boca del Padre celestial, grábate para siempre en nuestra
alma, para que, pues eres su Salvador, sea ella eternamente salva! ¡Oh Virgen Santa,
la primera de toda la naturaleza humana que pronunciaste ese Nombre de
salvación, inspíranos la manera de pronunciarlo dignamente, para que todo en
nosotros respire la salud que tus entrañas nos trajeron.
Era necesario, queridísima hija, que escribiera la
primera carta de este año a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y esta es, hija
mía, la segunda por la que os felicito el nuevo año, y consagro nuestro corazón
a la divina bondad. Ojalá podamos vivir este año de tal modo, que nos sirva de
fundamento para el año de la eternidad. Esta mañana al despertar, he gritado a vuestro
oído: ¡Viva Jesús! y mi deseo hubiera
sido poder derramar este óleo sagrado por toda la faz de la tierra.
Cuando un perfume está bien cerrado en su redoma, nadie
puede saber qué esencia contiene, si no es el que la ha puesto; pero cuando se
abre el frasco y se derraman algunas gotas, cada uno dice: Es tal esencia. Mi
querida hija, nuestro amado y pequeño Jesús está rebosando aromas de salvación,
pero nadie le conocía hasta que el cuchillo dulcemente cruel desgarró sus
carnes divinas; entonces se pudo advertir, que es pura esencia y óleo
derramado, y bálsamo de salvación. Por eso, San José y Nuestra Señora y luego todos
a su alrededor, comenzaron a exclamar: Jesús, que quiere decir, Salvador.
Quiera el divino Infante rociar nuestros corazones con su
sangre y perfumarlos con este Santo Nombre, para que las rosas de los buenos deseos
que hemos concebido sean todas purpuradas con su sangre, y aromatizadas con su ungüento."
Vida
Nació San Francisco en Saboya el 21 de agosto de 1567;
estudió en París y luego en Padua. Ordenado de sacerdote el 18 de Octubre de
1593 y nombrado Preboste de la Iglesia de Ginebra, trabajó con grandes fatigas
y éxito en la conversión de los protestantes del Chablais. De ellos ganó para
la fe católica a unos 72.000. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de diciembre de
1602, fundó ocho años más tarde, la Orden de la Visitación de Nuestra Señora,
escribió libros de celestial doctrina, derramó por todas partes los rayos de su
santidad por su celo, su dulzura, su misericordia para con los pobres y todas
las demás virtudes. Murió en Lyon en 1622. Canonizóle Alejandro VII el 19 de
Abril de 1665 y Pío IX le declaró Doctor de la Iglesia el 19 de julio de 1877.
Su cuerpo descansa en la Visitación de Annecy.
¡Oh pacífico conquistador de las almas, Pontífice amado
de Dios y de los hombres, en ti celebramos la dulzura del Emmanuel! De El aprendiste
a ser manso y humilde de corazón, y
por eso, poseíste la tierra, conforme a su promesa. (Mat., V, 4.) Nada te
resistió; los más obstinados sectarios, los pecadores más endurecidos, las
almas más tibias, todo cedió a tu palabra y a tus ejemplos. ¡Cómo nos
complacemos contemplándote junto a la cuna del Niño que viene a amarnos,
uniendo tu gloria a la de Juan y a la de los Inocentes! Apóstol como aquel y
sencillo como los hijos de Raquel, haz que nuestro corazón esté siempre al lado
de tan feliz compañía; y que conozca por fin,
cuán suave es el yugo del Emmanuel y
ligera su carga.
Enciende nuestras almas en el fuego de tu amor; alienta
en ellas el deseo de la perfección. Doctor de los caminos del espíritu,
introdúcenos en esa santa Vía cuyas leyes trazaste; aviva en nuestros corazones
el amor del prójimo, sin el cual sería inútil que pretendiéramos alcanzar, el amor
de Dios; inicíanos en tu celo por la salvación de las almas; enséñanos la
paciencia y el perdón de las injurias, para que nos amemos todos, como dice San
Juan, no sólo de boca y de palabra, sino de obra y de verdad. (I S. Juan, III, 18.)
Bendice a la Iglesia de la tierra; tu memoria está tan fresca en ella como si
acabaras de dejarla por la del cielo, porque no eres ya únicamente el Obispo de
Ginebra, sino el objeto del amor y de la confianza del mundo entero.
Apresura la conversión general de los secuaces de la
herejía calvinista. Tus oraciones han iniciado ya la obra del retorno, de
manera que en la protestante Ginebra se ofrece ahora públicamente el sacrificio
del Cordero. Realiza lo antes posible el triunfo de la Iglesia Madre. Extirpa los
últimos vestigios de la herejía janseniana que quedan entre nosotros, de esa
herejía que se disponía a sembrar su cizaña cuando el Señor te sacaba de este
mundo. Limpia nuestras provincias de las máximas y costumbres peligrosas heredadas
de los tiempos en que triunfaba esta perversa secta.
Bendice con toda la ternura de tu paternal corazón a la
sagrada Orden que fundaste, y que consagraste a María, bajo el título de su
Visitación. Consérvala de manera que sirva de edificación para la Iglesia;
auméntala y dirígela para que se mantenga tu espíritu en esa familia de la que
eres padre. Protege al Episcopado del que eres ornato y modelo; pide a Dios,
para su Iglesia Pastores formados en tu escuela, abrasados de tu celo,
imitadores de tu santidad. Acuérdate, finalmente de Francia, a la que te has
unido con tan estrechos vínculos. Conmovióse ella con la fama de tus virtudes,
codició tu apostolado y te proporcionó tu más fiel cooperadora; por tu parte
enriqueciste su lengua con tus admirables escritos; de su seno saliste para marchar
a Dios; considérala, pues, desde lo alto del cielo como tu propia patria.
Fuente:El Año Litúrgico de Dom Próspero Gueranger
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