SANTA CECILIA, VIRGEN Y MÁRTIR
La gloriosa virgen y mártir santa Cecilia nació en
Roma, de padres muy nobles é ilustres: y habiendo sido llamada del Señor, de
tal manera le oyó y se encendió en el amor divino, que de día y de noche no
pensaba ni trataba otra cosa, sino cómo podría alcanzar este prefecto amor; y
para esto traía siempre consigo el libro de los Evangelios, y á menudo le leía,
procurando poner por obra las palabras del Señor, y macerar su delicado y
virginal cuerpo con ayunos y cilicios, entendiendo que así agradaría más a su
dulce esposo Jesucristo. Ocupándose la bienaventurada virgen en estos santos ejercicios,
los padres la casaron contra su voluntad con un caballero mozo, llamado
Valeriano. Vino el día en que se habían de celebrar las bodas: y estando todos
en gran fiesta y regocijo, sola Cecilia estaba triste y llorosa, y vestida de
fuera de ropas ricas de seda y oro, conforme á su estado y su esposo, traía á
raíz de sus carnes un áspero cilicio, y tres días antes deshaciéndose en
lágrimas, y ayunando y orando, le suplicaba á nuestro Señor humildísimamente,
que la guardase limpia, pura y entera, como á esposa, aunque indigna, suya: y para
mejor impetrar lo que deseaba, tomaba por intercesores á los ángeles, á los
apóstoles y mártires, y sobre todo á la Virgen de las vírgenes y Reina de todos
los santos, Nuestra Señora. De esta manera se aparejó la santa virgen para el día
de las bodas, confiando en el Señor que se podría ver á solas con su esposo
Valeriano, sin detrimento de su virginidad, como le sucedió; porque aquella
misma noche de las bodas, hallándose sola en su aposento con él, movida del
espíritu de Dios, le habló de esta manera: Esposo mío dulcísimo, yo te
comunicaría de buena gana un secreto, si supiese que me lo habías de guardar. Prometióla
y juróla Valeriano que la guardaría el secreto: y ella le dijo: Yo te hago
saber, que tengo en mi compañía un ángel de mi Dios, que con gran cuidado y celo
guarda mi cuerpo: y sí quisieses llegarte á mí con amor carnal, temo que te
costaría la vida; y si viere que tú me amas con puro y casto amor, te amará como
á mí me ama, y te hará grandes mercedes como á mí me las hace. Turbóse algo Valeriano,
oyendo las palabras de santa Cecilia, y con algún temor y espanto le respondió:
Si tú, esposa mía muy querida, quieres que yo le dé fé á tus palabras, hazme
ver á ese ángel que tú dices está en tu compañía; porque sí no lo veo, pensaré
que estás aficionada á otro hombre, y no á mí, y llevarlo he tan mal, que á ti
y á él quitaré la vida. Aquí replicó la santa virgen: No se puede ver una luz
resplandeciente con ojos ciegos, ni tú ver al ángel con el alma inficionada y
sucia: menester será, si lo quieres ver, que creas en Jesucristo y recibas el
bautismo primero, para que así seas limpio de tus manchas y pecados. Y como
Valeriano por el vehemente deseo que tenia de ver al ángel, mostrase gana de
hacerlo, y la preguntase quién había de ser el que le había de enseñar y
bautizar; ella le envió á San Urbano, papa, que estaba escondido tres millas de
Roma, y le dio las señas para hallarle, y un recado para el santo pontífice.
Hallóle Valeriano, y refirióle lo que había pasado con Cecilia; y después de
haberlo oído, el santo viejo se postró en el suelo, y alzando las manos al
cielo, y derramando muchas lágrimas de alegría, hizo oración al Señor, y dijo:
Gloriosísimo Señor, Dios mío, sembrador de consejos castos, recoged ahora el
fruto de aquella semilla que sembrasteis en Cecilia, vuestra esposa, porque hé
aquí á Valeriano, su esposo, que antes era como un bravo león, ahora os lo
envía como un manso cordero; y no viniera él á mí con tan grande afecto, si no
fuera para abrazar vuestra santa ley. Por tanto, Señor, alumbrad su corazón, y descubríos
á él, para que conociéndoos más claramente, parta mano de la vanidad y
desventura de esta miserable vida. En diciendo estas palabras San Urbano,
apareció luego allí un viejo de venerable rostro, vestido de ropas blancas, que
traía un libro en la mano, escrito con letras de oro. En viéndole Valeriano,
despavorido y asombrado, cayó como muerto en tierra: levantóle y animólo San
Urbano, y mandóle que leyese lo que en aquel libro estaba escrito, que eran
estas palabras: «Uno es el Dios verdadero, una la verdadera ley uno el
verdadero bautismo.» Y habiendo Valeriano dicho, que todo lo que allí estaba escrito,
lo creía; desapareció aquel ángel, que con figura de viejo se le había
mostrado: y él fué enseñado y bautizado de San Urbano, y con indecible contento
y gozo volvió á Santa Cecilia. Hallóla en su retraimiento, recogida en oración,
y á su lado, en forma de un mozo hermosísimo, al ángel del Señor vestido de
claridad, y que de su rostro despedía un resplandor maravilloso. Quedó atónito
Valeriano, y mirando al ángel y remirándole, notó que tenía en la mano dos guirnaldas
de extremada belleza de rosas y azucenas, traídas del cielo. El ángel las
ofreció, la una á él, y la otra á Cecilia, y les dijo: Estas guirnaldas que os
he dado están tejidas de las flores que en los prados amenos y olorosos del cielo
se cogen, las cuales os envía Jesucristo, para que de aquí adelante os améis
con puro y casto amor. No se marchitarán jamás estas flores, ni perderán la
suavidad de su agradable olor; más no podrán verlas sino aquellos que amaren la
castidad de la manera que vosotros la amáis: y porque tú, Valeriano, has creído
á las palabras de tu esposa. Dios me ha enviado á tí, para que sepas que te ama
tiernamente, y está aparejado para concederte cualquiera cosa que le pidieres. Oyendo
el nuevo soldado de Cristo aquella larga y benigna oferta que el ángel en
nombre del Señor le hacía, con una humildad profunda, derribado en el suelo,
hizo gracias á Dios por tanta merced y regalo, y después dijo al ángel: Ninguna
cosa en esta vida más deseo que ver á un hermano que tengo, llamado Tiburcio, convertido
á la santa fé de, nuestro Señor Jesucristo, porque le quiero como á mi propia
vida, y querría verle particionero de la gracia que yo he recibido. Y como el
ángel le dijese, que Dios le había otorgado lo que deseaba, y que Tiburcio, su
hermano, vendría al conocimiento de la verdadera luz, y que ambos presto serian
coronados de martirio: dejándole muy consolado en compañía de Santa Cecilia,
desapareció de sus ojos. Luego vino Tiburcio: entró en el aposento donde su
hermano y su cuñada estaban, y sintió una fragancia suavísima de aquellas guirnaldas
de rosas y flores que el ángel les había traído del cielo, aunque no las veía.
Admirado de tan grave novedad (porque no era tiempo de rosas ni azucenas),
preguntó la causa de aquel olor suavísimo, y más del cielo que de la tierra,
que allí había. De aquí tomaron ocasión mis dos santos esposos, para declarar á
Tiburcio la merced tan señalada que de Dios habían recibido, y la vanidad de los
dioses que la ciega gentilidad adoraba, y la verdad de la religión cristiana, y
á persuadirle que la abrazase y se hiciese cristiano: lo cual todo le dijeron
con tanta gracia y eficacia, y espíritu del cielo, que Tiburcio quedó
convencido y rendido, y se echó á los pies de Santa Cecilia, ofreciéndose
obedecerla en todo; y por su consejo se fué con Valeriano, su hermano, al santo
pontífice Urbano, del cual recibió el agua del santo bautismo, y muy grandes
gracias del Señor, y fue martirizado con su hermano Valeriano y Máximo, como lo
dijimos en su vida, á los 14 de abril, y no lo repetimos aquí por tratar de lo
que es propio de Santa Cecilia; aunque el martirio de estos hermanos é ilustres
caballeros de Cristo, fué fruto de sus oraciones, y como un panal de miel que ella
á guisa de abeja solícita y artificiosa fabricó para presentarle á la mesa del
celestial Padre.
Después que los dos santos hermanos Valeriano y
Tiburcio fueron coronados del martirio, como eran personas de tanta calidad y
tan ricas, el prefecto Almaquio que había dado la sentencia de muerte contra ellos,
codicioso de su mucha hacienda, mandó prender á la gloriosa Virgen Santa Cecilia,
que entendía haber sido la que había engañado (como él pensaba) á su esposo y
cuñado, y la que sabría dónde estallan sus grandes tesoros y riquezas. Traída
delante de sí, la preguntó dónde estaban las riquezas de Valeriano y Tiburcio?
Y como la santa le respondiese que seguras estaban y sin peligro, porque todas
habían sido repartidas á los pobres; el prefecto en gran manera se turbó, y con
gran rabia la dijo: Si no quieres, ó Cecilia, que te quite aquí luego la vida,
sacrifica á nuestros dioses; mas la virgen no hizo caso de las palabras ni de las
amenazas del prefecto. Finalmente, después de haber pasado algunas razones
entre los dos, pretendiendo Almaquio persuadirla que adorase á los ídolos y
obedeciese á sus mandatos, y la santa ofreciéndose á todos los tormentos y muertes,
por no perder á Jesucristo; la mandó el prefecto llevar á un templo, para que
allí, ó ofreciese sacrificio, ó se ejecutase en ella sentencia de muerte.
Lleváronla los impíos ministros, y viéndola tan noble, tan rica, tan honesta y
de tan extremada belleza, y en la flor de su edad, movidos con una falsa
compasión, la rogaban que no se echase á perder, ni se privase de los contentos
de esta vida por una vana superstición y locura; antes sacrificando á los
dioses, gozase de su hermosura, nobleza y riquezas, y de todos los otros bienes
de esta vida. Mas la santa que tenía su corazón en el cielo, limpios los ojos
para ver como son y nó como parecen las cosas del suelo y las del cielo;
volviéndose á ellos, dijo: No penséis, hermanos, que el morir por Cristo será
daño para mí, sino de inestimable ganancia, porque confío en mi Señor, y tengo
por cierto que con esta vida frágil y caduca alcanzaré otra bienaventurada y
perdurable. ¿No os parece que es bien dejar una rosa vil, por ganar otra
preciosa y de infinito valor? ¿Dejar al todo por el oro, la enfermedad por la salud,
la muerte por la vida, y lo transitorio por lo eterno? ¿Por qué no queréis que
yo entregue mi cuerpo á los tormentos que tan presto pasan, y á la misma muerte;
pues por ella tengo de entrar en el palacio de mi dulce esposo, tan rico, y
lleno de tan grandes bienes, y de una felicidad que nunca se acaba? Fueron las
palabras de la santa virgen tan eficaces, y de tal manera penetraron los
corazones de los que las oyeron, que movidos y enternecidos con el espíritu del
Señor, comenzaron á decir todos á gritos, que creían que Jesucristo era
verdadero Dios; y Santa Cecilia los llevó á su casa, y haciendo llamar
secretamente al glorioso pontífice Urbano, fueron por él instruidos en las
cosas de la fé, y bautizados con otros muchos, en número de cuatrocientas
personas, y entre ellas fué Gordiano, varón principalísimo y de grande
autoridad. Cuando Almaquio supo lo que había pasado, embravecióse sobre manera:
y después de haber tentado á la santa virgen, y procurádola ablandar y reducir
á la adoración de sus dioses; visto que todo era en vano, la mandó encerrar en
un baño seco de la misma casa de santa Cecilia, y poner fuego debajo, para que
allí, respirando aquel aire caliente y encendido, se ahogase: mas el Señor la
guardó todo un día y una noche, sin recibir detrimento alguno, ni salir de su rostro
una gota de sudor; antes parecía estar en un lugar de mucho refrigerio y
deleite: lo cual sabido por Almaquio, mandó que allí le cortasen la cabeza.
Hirióla tres veces el verdugo y no se la pudo cortar; y los que presentes
estaban cogieron la sangre que la santa derramaba de su herida con esponjas y lienzos,
para guardarla por reliquias. Vivió tres días la santa virgen de esta manera, é
iban á visitarla muchos siervos del Señor; y ella los consolaba con palabras
dulcísimas.
Stefano Maderno: Santa Cecilia in
Trastevere de Roma
Entre los otros que, vinieron fué uno San Urbano, papa;
y ella le dijo que había pedido á nuestro Señor que la alargase la vida tres
días para entregarle su hacienda, y rogarle que la repartiese á los pobres, y
consagrase aquella su casa en iglesia. Pasados los tres días, estando la
gloriosa virgen en oración, voló su bendita alma resplandeciente á su esposo, á
los 22 de noviembre, en que la Iglesia católica celebra su fiesta; y fue el año
de Cristo de 232, imperando Alejandro Severo.
Sepultó su santo cuerpo el papa
Urbano en el cementerio de Calixto, y consagró sus casas en iglesias: y después
el papa Pascual (por una revelación que tuvo de la misma virgen) halló su cuerpo
envuelto en telas de oro, bañadas de su misma sangre, y le tomó y trasladó con
los cuerpos de Tiburcio y Valeriano, y del santo papa Urbano, á la misma
iglesia, que está dentro de la ciudad de Roma, y hoy se llama Santa Cecilia, como
lo escribe Anastasio, bibliotecario, en la Vida del papa Pascual, que está en
la librería vaticana. Hizo esta traslación, dice Sigiberto, el año del Señor de
821: pero el año de 1599, cavando por orden del cardenal Sfrondato, titular de
Santa Cecilia, y sobrino de Gregorio XIV, se halló debajo del altar mayor el
cuerpo de esta preciosa virgen y mártir, dentro de una caja de ciprés, tan entera
y lustrosa como si se acabara de hacer. Estaba el sagrado cuerpo envuelto con
un velo de oro: y junto á él se hallaron los otros santos que arriba dijimos,
cada uno de por sí, y viéronse los lienzos en que antes había sido envuelto el cuerpo
de santa Cecilia, llenos de sangre; y hubo en Roma grande alegría: y la
santidad del papa Clemente VIII (que entonces presidia en la silla apostólica)
dijo misa de pontifical, y con gran solemnidad colocó de nuevo el cuerpo de Santa Cecilia y de los otros mártires en la misma iglesia.
La vida de esta purísima virgen escribió Simeón Metafraste,
v refiérela Lipomano en su V tomo, y Surio en el VI de las Vidas de los santos;
y hacen mención de ella los Martirologios romano, el de Beda, Usuardo y Adon, y
el cardenal Baronio en sus anotaciones del Martirologio, y en el II tomo de sus
Anales: y los notarios de la Iglesia romana (de los cuales los demás tomaron)
escribieron su martirio.
SANTA CECILIA, VIRGEN Y MÁRTIR
La gloriosa virgen y mártir santa Cecilia nació en
Roma, de padres muy nobles é ilustres: y habiendo sido llamada del Señor, de
tal manera le oyó y se encendió en el amor divino, que de día y de noche no
pensaba ni trataba otra cosa, sino cómo podría alcanzar este prefecto amor; y
para esto traía siempre consigo el libro de los Evangelios, y á menudo le leía,
procurando poner por obra las palabras del Señor, y macerar su delicado y
virginal cuerpo con ayunos y cilicios, entendiendo que así agradaría más a su
dulce esposo Jesucristo. Ocupándose la bienaventurada virgen en estos santos ejercicios,
los padres la casaron contra su voluntad con un caballero mozo, llamado
Valeriano. Vino el día en que se habían de celebrar las bodas: y estando todos
en gran fiesta y regocijo, sola Cecilia estaba triste y llorosa, y vestida de
fuera de ropas ricas de seda y oro, conforme á su estado y su esposo, traía á
raíz de sus carnes un áspero cilicio, y tres días antes deshaciéndose en
lágrimas, y ayunando y orando, le suplicaba á nuestro Señor humildísimamente,
que la guardase limpia, pura y entera, como á esposa, aunque indigna, suya: y para
mejor impetrar lo que deseaba, tomaba por intercesores á los ángeles, á los
apóstoles y mártires, y sobre todo á la Virgen de las vírgenes y Reina de todos
los santos, Nuestra Señora. De esta manera se aparejó la santa virgen para el día
de las bodas, confiando en el Señor que se podría ver á solas con su esposo
Valeriano, sin detrimento de su virginidad, como le sucedió; porque aquella
misma noche de las bodas, hallándose sola en su aposento con él, movida del
espíritu de Dios, le habló de esta manera: Esposo mío dulcísimo, yo te
comunicaría de buena gana un secreto, si supiese que me lo habías de guardar. Prometióla
y juróla Valeriano que la guardaría el secreto: y ella le dijo: Yo te hago
saber, que tengo en mi compañía un ángel de mi Dios, que con gran cuidado y celo
guarda mi cuerpo: y sí quisieses llegarte á mí con amor carnal, temo que te
costaría la vida; y si viere que tú me amas con puro y casto amor, te amará como
á mí me ama, y te hará grandes mercedes como á mí me las hace. Turbóse algo Valeriano,
oyendo las palabras de santa Cecilia, y con algún temor y espanto le respondió:
Si tú, esposa mía muy querida, quieres que yo le dé fé á tus palabras, hazme
ver á ese ángel que tú dices está en tu compañía; porque sí no lo veo, pensaré
que estás aficionada á otro hombre, y no á mí, y llevarlo he tan mal, que á ti
y á él quitaré la vida. Aquí replicó la santa virgen: No se puede ver una luz
resplandeciente con ojos ciegos, ni tú ver al ángel con el alma inficionada y
sucia: menester será, si lo quieres ver, que creas en Jesucristo y recibas el
bautismo primero, para que así seas limpio de tus manchas y pecados. Y como
Valeriano por el vehemente deseo que tenia de ver al ángel, mostrase gana de
hacerlo, y la preguntase quién había de ser el que le había de enseñar y
bautizar; ella le envió á San Urbano, papa, que estaba escondido tres millas de
Roma, y le dio las señas para hallarle, y un recado para el santo pontífice.
Hallóle Valeriano, y refirióle lo que había pasado con Cecilia; y después de
haberlo oído, el santo viejo se postró en el suelo, y alzando las manos al
cielo, y derramando muchas lágrimas de alegría, hizo oración al Señor, y dijo:
Gloriosísimo Señor, Dios mío, sembrador de consejos castos, recoged ahora el
fruto de aquella semilla que sembrasteis en Cecilia, vuestra esposa, porque hé
aquí á Valeriano, su esposo, que antes era como un bravo león, ahora os lo
envía como un manso cordero; y no viniera él á mí con tan grande afecto, si no
fuera para abrazar vuestra santa ley. Por tanto, Señor, alumbrad su corazón, y descubríos
á él, para que conociéndoos más claramente, parta mano de la vanidad y
desventura de esta miserable vida. En diciendo estas palabras San Urbano,
apareció luego allí un viejo de venerable rostro, vestido de ropas blancas, que
traía un libro en la mano, escrito con letras de oro. En viéndole Valeriano,
despavorido y asombrado, cayó como muerto en tierra: levantóle y animólo San
Urbano, y mandóle que leyese lo que en aquel libro estaba escrito, que eran
estas palabras: «Uno es el Dios verdadero, una la verdadera ley uno el
verdadero bautismo.» Y habiendo Valeriano dicho, que todo lo que allí estaba escrito,
lo creía; desapareció aquel ángel, que con figura de viejo se le había
mostrado: y él fué enseñado y bautizado de San Urbano, y con indecible contento
y gozo volvió á Santa Cecilia. Hallóla en su retraimiento, recogida en oración,
y á su lado, en forma de un mozo hermosísimo, al ángel del Señor vestido de
claridad, y que de su rostro despedía un resplandor maravilloso. Quedó atónito
Valeriano, y mirando al ángel y remirándole, notó que tenía en la mano dos guirnaldas
de extremada belleza de rosas y azucenas, traídas del cielo. El ángel las
ofreció, la una á él, y la otra á Cecilia, y les dijo: Estas guirnaldas que os
he dado están tejidas de las flores que en los prados amenos y olorosos del cielo
se cogen, las cuales os envía Jesucristo, para que de aquí adelante os améis
con puro y casto amor. No se marchitarán jamás estas flores, ni perderán la
suavidad de su agradable olor; más no podrán verlas sino aquellos que amaren la
castidad de la manera que vosotros la amáis: y porque tú, Valeriano, has creído
á las palabras de tu esposa. Dios me ha enviado á tí, para que sepas que te ama
tiernamente, y está aparejado para concederte cualquiera cosa que le pidieres. Oyendo
el nuevo soldado de Cristo aquella larga y benigna oferta que el ángel en
nombre del Señor le hacía, con una humildad profunda, derribado en el suelo,
hizo gracias á Dios por tanta merced y regalo, y después dijo al ángel: Ninguna
cosa en esta vida más deseo que ver á un hermano que tengo, llamado Tiburcio, convertido
á la santa fé de, nuestro Señor Jesucristo, porque le quiero como á mi propia
vida, y querría verle particionero de la gracia que yo he recibido. Y como el
ángel le dijese, que Dios le había otorgado lo que deseaba, y que Tiburcio, su
hermano, vendría al conocimiento de la verdadera luz, y que ambos presto serian
coronados de martirio: dejándole muy consolado en compañía de Santa Cecilia,
desapareció de sus ojos. Luego vino Tiburcio: entró en el aposento donde su
hermano y su cuñada estaban, y sintió una fragancia suavísima de aquellas guirnaldas
de rosas y flores que el ángel les había traído del cielo, aunque no las veía.
Admirado de tan grave novedad (porque no era tiempo de rosas ni azucenas),
preguntó la causa de aquel olor suavísimo, y más del cielo que de la tierra,
que allí había. De aquí tomaron ocasión mis dos santos esposos, para declarar á
Tiburcio la merced tan señalada que de Dios habían recibido, y la vanidad de los
dioses que la ciega gentilidad adoraba, y la verdad de la religión cristiana, y
á persuadirle que la abrazase y se hiciese cristiano: lo cual todo le dijeron
con tanta gracia y eficacia, y espíritu del cielo, que Tiburcio quedó
convencido y rendido, y se echó á los pies de Santa Cecilia, ofreciéndose
obedecerla en todo; y por su consejo se fué con Valeriano, su hermano, al santo
pontífice Urbano, del cual recibió el agua del santo bautismo, y muy grandes
gracias del Señor, y fue martirizado con su hermano Valeriano y Máximo, como lo
dijimos en su vida, á los 14 de abril, y no lo repetimos aquí por tratar de lo
que es propio de Santa Cecilia; aunque el martirio de estos hermanos é ilustres
caballeros de Cristo, fué fruto de sus oraciones, y como un panal de miel que ella
á guisa de abeja solícita y artificiosa fabricó para presentarle á la mesa del
celestial Padre.
Stefano Maderno: Santa Cecilia in Trastevere de Roma |
Sepultó su santo cuerpo el papa Urbano en el cementerio de Calixto, y consagró sus casas en iglesias: y después el papa Pascual (por una revelación que tuvo de la misma virgen) halló su cuerpo envuelto en telas de oro, bañadas de su misma sangre, y le tomó y trasladó con los cuerpos de Tiburcio y Valeriano, y del santo papa Urbano, á la misma iglesia, que está dentro de la ciudad de Roma, y hoy se llama Santa Cecilia, como lo escribe Anastasio, bibliotecario, en la Vida del papa Pascual, que está en la librería vaticana. Hizo esta traslación, dice Sigiberto, el año del Señor de 821: pero el año de 1599, cavando por orden del cardenal Sfrondato, titular de Santa Cecilia, y sobrino de Gregorio XIV, se halló debajo del altar mayor el cuerpo de esta preciosa virgen y mártir, dentro de una caja de ciprés, tan entera y lustrosa como si se acabara de hacer. Estaba el sagrado cuerpo envuelto con un velo de oro: y junto á él se hallaron los otros santos que arriba dijimos, cada uno de por sí, y viéronse los lienzos en que antes había sido envuelto el cuerpo de santa Cecilia, llenos de sangre; y hubo en Roma grande alegría: y la santidad del papa Clemente VIII (que entonces presidia en la silla apostólica) dijo misa de pontifical, y con gran solemnidad colocó de nuevo el cuerpo de Santa Cecilia y de los otros mártires en la misma iglesia.
La vida de esta purísima virgen escribió Simeón Metafraste,
v refiérela Lipomano en su V tomo, y Surio en el VI de las Vidas de los santos;
y hacen mención de ella los Martirologios romano, el de Beda, Usuardo y Adon, y
el cardenal Baronio en sus anotaciones del Martirologio, y en el II tomo de sus
Anales: y los notarios de la Iglesia romana (de los cuales los demás tomaron)
escribieron su martirio.
Fuente: La leyenda
de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la
Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias
del Croisset, Butler, Godescard, etc
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