SAN LEON PAPA Y DOCTOR DE LA IGLESIA
EL DEFENSOR DEL DOGMA DE LA ENCARNACIÓN
El calendario litúrgico nos muestra hoy uno de los
nombres más ilustres de la Iglesia: San León el Grande. Merecieron este título
sus nobles desvelos en pro de la ilustración de la fe de los pueblos en el
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. La Iglesia había alcanzado
victoria de las herejías que habían atacado el dogma de la Santísima Trinidad;
entonces el infierno entero se conjuró contra el dogma de Dios hecho Hombre. Un
Obispo de Constantinopla, Nestorio, negó la unidad de persona en Cristo al
separar en Él al Dios del Hombre. El concilio de Éfeso condenó esta herejía que
hacía nula la Redención.
Otra nueva herejía opuesta a la primera, y no menos
destructora del Cristianismo tardó poco en aparecer. El monje Eutiques sostuvo
que, en la Encarnación, la naturaleza divina había absorbido a la naturaleza
humana; y este error se propagó con pasmosa rapidez. La Iglesia necesitaba un
doctor que resumiese con precisión y autoridad el dogma fundamental de nuestras
esperanzas. Vino entonces León y desde la cátedra apostólica, donde le había
colocado el Espíritu Santo, proclamó con elocuencia y claridad nunca igualadas
la fórmula de la fe antigua, siempre la misma, pero resplandeciente ahora con
nuevo fulgor. EL Concilio de Calcedonia, reunido para condenar el sistema impío
de Eutiques, admirado exclamó: "Pedro ha hablado por boca de León", y
quince siglos no han podido borrar en la Iglesia oriental el fervor que
despertaron las doctrinas dadas por San León a toda la Iglesia.
EL DEFENSOR DE ROMA
El Occidente, víctima de todas las calamidades por la invasión de los bárbaros, veía desplomarse los últimos restos del imperio, y Atila, el azote de Dios, se apostaba a las puertas de Roma. Ante la majestad de San León el bárbaro retrocedió, como la herejía ante la autoridad de su palabra. El caudillo de los hunos, que había hecho ceder a su paso los más temibles baluartes, conferenció con el Pontífice a orillas del Mincio y se comprometió a no entrar en Roma. La calma y la majestad de León, que afrontaba sin miedo al más irreductible azote del imperio y exponía su vida por sus ovejas, atemorizaron al bárbaro. Vió al mismo tiempo en el aire al Apóstol Pedro que, en forma de ilustre personaje, protegía al intercesor de Roma. Hubo en Atila terror y admiración a la vez. ¡Momento sublime en el que aparece un mundo nuevo! El Pontífice, sin armas, afronta las violencias del bárbaro; el bárbaro se conmueve al ver una abnegación incomprensible para él; el cielo interviene para que esta naturaleza feroz se abata ante la fuerza moral. El acto de abnegación que León ejecutó expresa en resumen lo que en varios siglos después se vió obrar en toda Europa; pero con ello la aureola del Pontífice no pierde nada de su fulgor.
EL ORADOR
Para que no faltase a León ningún género de gloria, el
Espíritu Santo le dotó de una elocuencia que podíamos llamar papal; tan
impregnada estaba de majestad y grandeza. El latín decadente encuentra en él
acentos y giros que evocan muchas veces el período de su apogeo; y el dogma
cristiano formulado en estilo noble y nutrido con la más pura savia apostólica,
resplandece en él con maravilloso fulgor. León celebró, en sus memorables
discursos, a Cristo resucitado, invitando a sus fieles a resucitar con él. Hizo
resaltar, entre otros períodos del año litúrgico, el que actualmente
recorremos, al decir: "Los días que pasan entre la Resurrección del Señor
y su Ascensión, no fueron días ociosos, pues en ellos se confirmaron los
Sacramentos y fueron revelados los grandes misterios"
VIDA
San León nació en Roma entre 390 y
400. Primeramente diácono en el Pontificado del Papa Celestino, pronto llegó a
ser arcediano de Roma, y fué elegido papa al morir Sixto III. Su
consagración tuvo lugar el 27 de septiembre de 440. Durante su pontificado se
consagró con ardor a la instrucción del pueblo por medio de sermones muy
sencillos y muy dogmáticos, por su celo en preservarle de los errores maniqueos
y pelagianos, y condenando en el Concilio de Calcedonia en 451, a Eutiques y el
Monofisismo. En 452 salió al encuentro de Atila, que amenazaba a Roma, y le
movió a salir de Italia. No pudo impedir que, en 455, Genserico y sus Vándalos
tomasen y devastasen Roma: pero, gracias a sus ruegos, los bárbaros perdonaron
la vida de los habitantes y respetaron los principales monumentos de la ciudad.
San León murió en 461 y fué sepultado en S. Pedro del Vaticano. En 1751,
Benedicto XIV le proclamó doctor de la Iglesia.
ORACIÓN A CRISTO
Gloria a ti, Cristo, León de la tribu de Judá, que
suscitaste en tu Iglesia un León para defenderla en los días que la fe corría
riesgo inminente de perderse. Encargaste a Pedro confirmar en ella a sus
hermanos; y nosotros hemos visto a León, en quien vivía Pedro, cumplir este
oficio con autoridad soberana. Hemos oído resonar la voz del Concilio que, acatando
la doctrina de León, proclamaba el beneficio señalado que has conferido en
estos días a tu rebaño, cuando encargabas a Pedro apacentar tanto las ovejas
como los corderos.
PLEGARIA A SAN LEÓN
¡Oh León! Has representado con dignidad a Pedro en su
cátedra. Tu palabra apostólica no cesó de esparcirse desde ella, siempre
verdadera, siempre elocuente y majestuosa. La Iglesia de tu tiempo te honró como
maestro de la doctrina, y la Iglesia de siglos posteriores te reconocerá como
uno de los más sabios doctores que han enseñado la palabra divina. Desde lo
alto del cielo, donde ahora resides, derrama sobre nosotros la inteligencia del
misterio que tuviste la misión de enseñar.
A los fulgores de tu pluma inspirada, este misterio se esclarece, se revela su armonía; y la fe se goza al percibir tan claramente el objeto al que se adhiere. Fortifica en nosotros esta fe. También en nuestros tiempos se niega la Encarnación del Verbo; vindica su gloria, envíanos nuevos doctores.
A los fulgores de tu pluma inspirada, este misterio se esclarece, se revela su armonía; y la fe se goza al percibir tan claramente el objeto al que se adhiere. Fortifica en nosotros esta fe. También en nuestros tiempos se niega la Encarnación del Verbo; vindica su gloria, envíanos nuevos doctores.
Tú triunfaste de la barbarie, noble Pontífice. Atila
depuso ante ti las armas. En nuestra época han resucitado nuevos bárbaros, los
bárbaros civilizados que proclaman como ideal de las sociedades aquella que no
es cristiana, aquella que, en sus leyes e instituciones, no confiesa a Cristo, Rey
de los hombres, a quien fué dado todo poder en el cielo y en la tierra.
¡Socórrenos!; pues el mal ha llegado al colmo. Muchos, seducidos, se han pasado
a la apostasía sin pensarlo. Alcánzanos que no se extinga por completo en
nosotros la luz, que se acabe el escándalo. Atila era pagano; los modernos
utopistas son cristianos, o al menos muchos de ellos quisieran serlo; apiádate
de ellos, y no permitas que sean por más tiempo victimas de sus ilusiones.
En estos días, que te evocan tus trabajos pastorales,
cuando rodeado de neófitos los instruías con tus discursos inmortales, ruega por
los fieles que en esta misma solemnidad han resucitado con Cristo. Necesitan
conocer más y más a este Salvador de sus almas para unirse con él y no separarse
jamás. Revélales todo lo que él es en su naturaleza divina y humana: como Dios,
su fin último, su juez después de su vida; como hombre su hermano, su Redentor
y su modelo. ¡Oh León!, bendice y sostén a tu sucesor en la cátedra de Pedro y
sé en estos días el sostén de Roma, cuyos santos y eternos destinos celebraste
con tanta elocuencia.
Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero
Guéranguer
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