jueves, 25 de diciembre de 2025

S A N T O R A L

Será llamado Príncipe de la Paz y su Reino no tendrá fin...
Plinio Corrêa de Oliveira




La Virgen y el Niño Jesús (detalle),
Fray Angélico, siglo XV
Museo de San Marcos, Florencia
No hay humano más débil que un niño. No hay habitación más pobre que una gruta. No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. Sin embargo, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, habría de transformar el curso de la Historia.
¡Y qué transformación! La más difícil de todas, pues se trataba de orientar a los hombres en el camino más opuesto a sus inclinaciones: la vía de la austeridad, del sacrificio, de la Cruz. Se trataba de convidar para la Fe a un mundo descompuesto por las supersticiones, por el sincretismo religioso y por el escepticismo completo. Se trataba de convidar para la justicia a una humanidad inclinada a todas las iniquidades. Se trataba de convidar al desapego a un mundo que adoraba el placer bajo todas sus formas. Se trataba de atraer hacia la pureza a un mundo en que todas las depravaciones eran conocidas, practicadas, aprobadas. Tarea evidentemente inviable, pero que el Divino Niño comenzó a realizar desde el primer instante en esta tierra, y que ni la fuerza del odio, ni la fuerza del poder, ni la fuerza de las pasiones humanas podría contener.
Dos mil años después del Nacimiento de Cristo, parecemos haber vuelto al punto inicial. La adoración del dinero, la divinización de las masas, la exasperación del gusto de los placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, el escepticismo, en fin, el neo-paganismo en todos sus aspectos invadieron nuevamente la tierra. Y de la gran luz sobrenatural que comenzó a resplandecer en Belén muy pocos rayos brillan aún sobre las leyes, las costumbres, las instituciones y la cultura. Mientras tanto crece sorprendentemente el número de los que se rehúsan con obstinación a oír la palabra de Dios, de los que por las ideas que profesan, por las costumbres que practican, están precisamente en el polo opuesto a la Iglesia.
Asombra que muchos pregunten cuál es la causa de la crisis titánica en que el mundo se debate. Basta imaginar que la humanidad cumpliese la ley de Dios, que ipso facto la crisis dejaría de existir. El problema, pues, está en nosotros. Está en nuestro libre arbitrio. Está en nuestra inteligencia que se cierra a la verdad, en nuestra voluntad que, solicitada por las pasiones, se rehúsa al bien. La reforma del hombre es la reforma esencial e indispensable. Con ella, todo estará hecho. Sin ella, todo cuanto se hiciere será nada.
Y no terminemos sin descubrir una enseñanza más, suave como un panal de miel. Sí, hemos pecado. Sí, inmensas son las dificultades que nos deparan para volver atrás, para subir. Sí, nuestros crímenes y nuestras infidelidades atrajeron merecidamente sobre nosotros la cólera de Dios. Pero, junto al pesebre, está la Medianera clementísima, que no es jueza sino abogada, que tiene hacia nosotros toda la compasión, toda la ternura, toda la indulgencia de la más perfecta de las madres.
Puestos los ojos en María, unidos a Ella, por medio de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única, que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y en torno de nosotros.
Todo lo demás nos será dado por añadidura. 
    

Extracto del artículo “Et vocabitur Princeps Pacis, cujus regni non erit finis”, Catolicismo n° 24, Diciembre de 1952

Fuente: Tradición y Acción por un Perú mayor.
Fuente:www.tradicionyaccion.org.pe

miércoles, 24 de diciembre de 2025

DIOS JUNTO A NOSOTROS, 

LA GRAN ALEGRÍA DE LA NAVIDAD

“El pueblo que yacía en las tinieblas vio una gran luz”(*)

En la fiesta de la Santa Navidad hay varias nociones que, por así decirlo, se sobreponen. Antes de todo, el nacimiento del Niño Jesús torna patente a nuestros ojos el hecho de la Encarnación. Es la segunda Persona de la Santísima Trinidad que asume la naturaleza humana y se hace carne por amor a nosotros.
Plinio Corrêa de Oliveira
El pueblo que yacía en las tinieblas vio una gran luz

En lo alto de esta perspectiva está, sin duda, la Cruz. Sin embargo, en las alegrías de Navidad apenas si vislumbramos lo que ella tiene de sombrío. Sólo vemos derramarse sobre nosotros, desde lo alto de ella, la Redención. Navidad es, así, el prenuncio de la liberación, la señal de que las puertas del Cielo van a ser reabiertas, la gracia de Dios de nuevo se difundirá sobre los hombres, y la tierra y el Cielo constituirán de nuevo una sola sociedad bajo el cetro de un Dios que es Padre, y ya no apenas Juez.
Si analizamos detenidamente cada una de estas razones de alegría, comprenderemos lo que es el júbilo de la Navidad, este regocijo cristiano ungido de paz y de caridad que hace que durante algunos días todos los hombres experimenten un sentimiento bastante raro en este triste siglo: la alegría de la virtud.

* * *

Es la segunda Persona de la Santísima
Trinidad que asume la naturaleza humana
y se hace carne por amor a nosotros
La primera impresión que nos viene del hecho de la Encarnación es la idea de un Dios presente sensiblemente, y muy junto a nosotros. Antes de la Encarnación Dios era, para nuestra sensibilidad humana, lo que para un hijo sería un padre inmensamente bueno pero viviendo en tierras distantes. De todas partes nos llegaban los testimonios de su bondad. Sin embargo, no teníamos la ventura de haber experimentado personalmente sus agrados, de haber sentido posar sobre nosotros su mirada divinamente profunda, gravemente comprensiva, noblemente afectuosa. No conocíamos las inflexiones de su voz. La Encarnación significa para nosotros el júbilo de este primer encuentro, la alegría de la primera mirada, la acogida cariñosa de la primera sonrisa, la sorpresa y el aliento de los primeros instantes de intimidad. Y por esto, en Navidad todos los afectos se vuelven más expansivos, todas las amistades más generosas, toda la bondad más presente en el mundo.

* * *

En la alegría de Navidad hay, sin embargo, una gran nota de solemnidad. Puede decirse que la Navidad es, de un lado, la fiesta de la humildad, pero de otro lado es la fiesta de la solemnidad. En efecto, el hecho de la Encarnación trae a nuestro espíritu la noción de un Dios que asumió la miseria de la naturaleza humana, en la más íntima y profundas unión que hay en la creación. Si de parte de Dios ello manifiesta una condescendencia casi incalculable, recíprocamente, en cuanto a los hombres hay una elevación casi inefable. Nuestra naturaleza fue promovida a una honra que jamás podríamos imaginar. Nuestra dignidad creció. Fuimos rehabilitados, ennoblecidos, glorificados.
Y por esto hay algo de familiar y discretamente solemne en las fiestas de Navidad. Los hogares se adornan como para los días más importantes, cada cual usa sus mejores trajes, la cortesía se torna más refinada. Comprendemos, a la luz del pesebre, la gloria y la bienaventuranza de ser, por la naturaleza y por la gracia, hermanos de Jesucristo.
En la alegría de la Navidad también hay algo del júbilo del prisionero indultado, del enfermo curado. Es un júbilo hecho de sorpresa, de bienestar y de gratitud.

De hecho, no hay nada que pueda expresar la tristeza desesperanzada del mundo antiguo. El vicio había dominado la tierra, y las dos actitudes posibles ante él conducían igualmente a la desesperación. Una consistía en buscar en él el placer y la felicidad. Fue la solución de Petronio, que murió por suicidio. Otra consistía en luchar contra él. Era la de Catón, que después de la derrota de Tapso, aplastado por la escoria del imperio, puso fin a su vida exclamando: “Virtud, no eres más que una palabra”. La desesperación era, pues, el destino final de todos los caminos.

Jesucristo vino a mostrarnos que la gracia nos abre los caminos de la virtud, que torna posible en la tierra la verdadera alegría que no nace de los excesos y desórdenes del pecado, sino del equilibrio, de los rigores, de la bienaventuranza, del ascetismo. La Navidad nos hace sentir la alegría de una virtud que se tornó practicable, y que es en la tierra un gozo anticipado de la bienaventuranza del Cielo.

* * *


No hay Navidad sin Ángeles. Este día, nos sentimos unidos a ellos y participantes de aquella alegría eterna que los inunda. Nuestros cánticos procuran imitar los suyos. Vemos el Cielo abierto ante nosotros, y la gracia elevándonos desde ya a un orden sobrenatural en el que las alegrías trascienden a todo cuanto el corazón humano puede excogitar. Es que sabemos que con la Navidad comienza la derrota del pecado y de la muerte. Sabemos que es el inicio de un camino que nos llevará a la resurrección y al Cielo. Cantamos en la Navidad la alegría de la inocencia redimida, la alegría de la resurrección de la carne, la alegría de las alegrías que es la eterna contemplación de Dios.

Y es por esto que, dentro de algunos días, cuando las campanas anuncien a la Cristiandad la Santa Navidad, habrá una vez más alegría santa sobre la tierra.

(*) Mat. 4, 16 – Is. 9, 2
Publicado originalmente en “Catolicismo”, Nº 12, diciembre de 1951

Fuente:http:/tradicionyaccion.org.pe/spip.php?article369

martes, 23 de diciembre de 2025

S A N T O R A L

Venerable Teresa de San Agustín – Princesa y Carmelita

La Princesa Louise Marie de France, hija del Rey Luis XV y de la Reina Maria Leszczynska, Princesa de Polonia, nació en el Castillo de Versailles el 15 de julio de 1737. Fue educada en la Abadía de Fontévrault.
Siendo muy chica sufrió un accidente por el que casi perdió la vida. Impaciente porque su criada no vino a atenderla de inmediato subiendo la escalera de su cama se cayó. Pese a ser tratada enseguida, la caída le produjo una deformidad física y la llevó a las proximidades de la muerte. Las religiosas del monasterio le hicieron un voto a la Virgen por la salud de la princesa y se curó milagrosamente. Nunca más se olvidó de aquello a lo que debía su vida y eso la marcó profundamente.
Desde la infancia se mostró inclinada a la vida de piedad, no cansándose nunca de la extensión del Oficio Divino. Un día lloró amargamente porque una dama que estaba a su servicio le habló de un príncipe extranjero que sería su marido. No obstante, estaba orgullosa de su posición. En cierta ocasión, considerándose ofendida por una de sus damas, le dijo: “¿No soy la hija de vuestro Rey?” “Y yo, Madame”, contestó la señora, “¿no soy la hija de vuestro Dios?” “Tenéis razón”, le contestó la princesa, tocada por la respuesta, “yo estaba equivocada y pido perdón”.
Extremadamente generosa con los pobres, les daba el dinero que recibía para sus gastos sin reservarse nada. La dama de compañía encargada de sus gastos se acostumbró a entregarle a los pobres lo que recibía para Louise Marie, sin siquiera consultarla.
Dotada de carácter vivo, le gustaban los ejercicios fuertes. Un día, cazando en Compiègne, su caballo se espantó lanzándola a una buena distancia. Ella casi fue a dar bajo las ruedas de un carruaje que venía a la disparada. Salvada como por milagro, quisieron que regresara en la carroza. Riéndose de los temores generales le ordenó a su escudero que le trajera el caballo, montó, dominó el animal nervioso y continuó el paseo. De vuelta al castillo, le fue a agradecer a la Virgen lo que llamó de segunda salvación de su vida.
Madame Louise vivió hasta los 33 años en la Corte más fastuosa del mundo, embebiéndose de todo lo que había de bueno y dando allí ejemplo de virtud, sin dejarse contaminar por los aspectos mundanos y frívolos que, lamentablemente, venían penetrando en tales ambientes a partir del fin de la Edad Media. Su padre tenía concubinas, y ella y su hermana Clotilde (ya beatificada) sirvieron de modelo para una reacción dentro de la Corte, que llevó atrás de sí los destinos de la moralidad de la Corte y, en consecuencia, los del propio Reino. 
Deseando entrar al Convento, al asistir a una toma de hábito de una Condesa en el Carmelo, quiso entrar en la Orden. Comenzó a prepararse estudiando la regla de Santa Teresa, y absteniéndose poco a poco del confort que la rodeaba. Se apartaba de la calefacción del castillo durante períodos de frío horroroso. No soportaba el olor de las velas pero logró vencer esa repugnancia después de años de esfuerzos.
A la muerte de su madre, la piadosa Reina Maria Leszczynska, obtuvo el consentimiento del Rey, y el 20 de febrero de 1770 entró a las Carmelitas de Saint-Denis, considerado el más pobre de Francia y el de régimen más severo. Francia quedó admirada ante este ejemplo y el Papa Clemente XIV le escribió a la Princesa para expresarle la felicidad que sentía en ver su pontificado señalado por un acontecimiento tan consolador para la religión.
En el Convento luchó arduamente para que sus compañeras dejaran de distinguirla de las otras. Trabajó también para vencer su dificultad en mantenerse mucho tiempo de rodillas, habiendo conseguido esa gracia luego de una novena a San Luis Gonzaga. Recibió el hábito el 10 de septiembre de 1770, revestida del manto de Santa Teresa que tenían las carmelitas de Paris, tomando el nombre de Hermana Teresa de San Agustín.
Resultado de imagen para thérèse de saint augustin
Nombrada más tarde Maestra de Novicias se destacó sobremanera en ese trabajo tan difícil manifestando constante alegría en medio de las dificultades con las que se deparaba. Posteriormente fue elegida Superiora por unanimidad. Cuando el Visitador General de las Carmelitas le dio la noticia al Rey, le comentó que había habido un solo voto contra la Hermana Teresa. “Entonces”, respondió Luis XV, “¿hubo un voto contra ella?” “Sí, Señor”, respondió el prelado, “pero fue el propio voto de ella”. 
Como Superiora estaba llena de caridad para con sus hermanas y era extremadamente severa consigo misma, tratando de seguir con el máximo de fidelidad el espíritu de su regla. Se preocupaba también de conseguir de su padre y, más tarde, de Luis XVI, todos los beneficios posibles para la religión. A ella se debió que las Carmelitas de los Países Bajos Austríacos fueran acogidas en Francia, al ser expulsadas de su tierra por José II.
La Hermana Teresa contribuyó asimismo para la fundación de un Monasterio de observancia estricta para los Carmelitas descalzos, cuya regla se había relajado durante algún tiempo. Severamente interdicta de usar su influencia para todo aquello que se relacionara con asuntos mundanos, la empleó, sin embargo todo lo que pudo en la salvación de las almas.
Apartada de los problemas de Estado se interesaba profundamente por sus necesidades e intentaba resolverlos en la oración. Sus oraciones y penitencias por la conversión de su padre fueron atendidas: en 1774, el Rey Luis XV murió reconciliado con Dios y con la Iglesia, después de treinta años apartado de los Sacramentos. Rezaba por la conservación de la Fe en el Reino, la restauración de las costumbres, la salvación de los pueblos, la paz y la tranquilidad pública. Dejó dos obras espirituales póstumas: Meditaciones Eucarísticas y Recopilación de los testamentos espirituales, a sus hijas religiosas carmelitas.
Devotísima del Papa, se tornó defensora de los derechos de la Santa Sede frente los ataques de los galicanos y jansenistas, que ejercían gran influencia en la Corte. En esa lucha trató de ayudar a los Jesuitas, especialmente perseguidos.


 FuenteDaras, “La Vie des Saints”; www.catolicismo.com.br

S A N T O R A L

SAN SÉRVULO, POBRE Y PARALÍTICO, CONFESOR

En el cuarto libro de sus Diálogos, á los catorce capítulos, escribe san Gregorio, papa, la vida de un pobre mendigo tullido, y toda su vida paralítico: y en la homilía 15 sobre los Evangelios también la repite: y nosotros, trasladando lo que él dice, la pondremos aquí, para que los pobres se consuelen, y los tullidos y fatigados con recias enfermedades tengan un ejemplo raro de paciencia que imitar.
Declarando, pues, el santo pontífice aquellas palabras de San Lucas: «Estos son los que conservan la palabra que oyeron en bueno, y de muy buen corazón dan fruto en paciencia», dice así: «La buena tierra por la paciencia da fruto; porque no valen nada los bienes que hacemos, si con igualdad no sabemos sufrir los males de nuestros prójimos». Cuanto el hombre se aprovecha más en la virtud; tanto más tiene que padecer en este mundo: porque menguando el amor de las cosas del mundo, crece la contradicción del mismo mundo. De aquí es, que vemos á muchos obrar bien, y sudar debajo de la carga grave de las tribulaciones, y el corazón que se ve libre del deseo terrenal, se siente fatigado con duros azotes: más estos tales, conforme á la palabra del Señor, por la paciencia dan fruto; porque recibiendo con humildad los azotes, después de ser azotados son consolados y sublimados á un lugar de descanso: y así se estruja la aceituna, para que se haga el aceite: así en la era con la trilla se aparta de la paja el grano, y se recoge puro y limpio en las trojes. Por tanto el que de veras y perfectamente desea vencer los vicios, procure sufrir con humildad los azotes que para purgarle Dios le envía, para que tanto más limpio venga al juez, cuanto el oxido de sus culpas se purificó más en el fuego de la tribulación.
En el portal que va á la iglesia de San Clemente, hubo un pobre hombre, que se llamaba Sérvulo, que yo conocí, y muchos de los que aquí están: era pobre de hacienda y rico de merecimientos, y consumido con una larga enfermedad; porque desde sus primeros años hasta el fin de su vida estuvo paralitico echado en una camilla. No hay para que decir que no se podía levantar de la cama; pues aun no podía estar sentado en ella, ni llegar la mano á la boca, ni volverse de un lado á otro.
Tenía una madre y un hermano que le asistían y ayudaban, por cuyas manos daba á los pobres todo lo que á él le daban de limosna. No sabía letras y hacia comprar libros de la sagrada Escritura, y rogaba á los religiosos que se los leyesen continuamente; y así, aunque era hombre sin letras, vino á saber de la sagrada Escritura, lo que bastaba, y á su persona y estado convenía. Procuraba en el dolor hacer gracias siempre al Señor, y de día y noche cantarle himnos y alabanzas. 

Vino el tiempo en que Dios quería remunerar su paciencia, y el mal que estaba derramado por los miembros del cuerpo, recogióse al corazón: y entendiendo él que se acercaba la hora de su muerte, rogó á los peregrinos que estaban en el hospital, que se levantasen y cantasen con él algunos salmos, esperando la dichosa hora del glorioso tránsito. Al tiempo que él mismo, estando á la muerte, cantaba con los oíros, los detuvo, y con una gran voz les elijo: Callad: ¿no oís las voces que resuenan en el cielo? Y estando el alma atenta á lo que había oído, suelta de aquel cuerpo tan quebrantado y consumido, voló al cielo y al momento se llenó aquel lugar de una suavísima, fragancia que sintieron todos los que allí estaban, y por ella entendieron que había sido recibida en el cielo, de donde Sérvulo había oído aquellas voces y dulce consonancia. Uno de nuestros monjes, que aún es vivo, estuvo presente, y con lágrimas suele afirmar lo que allí vio, y dice que siempre sintió él, y los otros que allí estaban, aquel olor suavísimo, hasta que le acabaron de enterrar. Este es el fin de aquel que en vida tuvo tanta paciencia para sufrir los azotes de Dios: y la buena tierra que había sido rota con el arado de la tribulación, dio fruto y copiosa cosecha que fué cogida en el granero del Señor. Pero yo os ruego, hermanos carísimos (añade San Gregorio), que penséis, ¿cómo nos podemos nosotros excusar en el día riguroso del juicio, habiendo recibido hacienda y manos para trabajar y cumplir los mandamientos de Dios, y no lo haciendo; viendo que un hombre sin manos tan de veras se empleó en su servicio? ¿No nos reprenderá entonces el Señor con el ejemplo de sus apóstoles, que con su predicación convirtieron tantas almas, y las llevaron consigo al cielo? ¿No nos pondrá delante á los valerosos mártires que con su sangre compraron la corona de gloria; sino á este pobre Sérvulo, que aunque tuvo atados los brazos con la enfermedad, no los tuvo alados para obrar bien y cumplir la ley de Dios? Todo esto es de San Gregorio en la homilía 15 sobre los Evangelios. De San Sérvulo hacen mención los Martirologios romano, de Beda, Usuardo y Adon. Obró nuestro Señor por él muchos milagros, y en la iglesia de San Clemente de Roma se pintó su vida, como lo dice el cardenal Baronio en las anotaciones del Martirologio á los 23 de diciembre. 

 Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc