¿Por qué fue el Señor maniatado por sus verdugos? ¿Por qué le
impidieron el movimiento de sus manos, sujetándolas con duras cuerdas? Sólo el
odio o el temor podrían explicar que así se reduzca a alguien a la inmovilidad y
a la impotencia. ¿Por qué odiar así estas manos? ¿Por qué temerlas?
La mano es una de las partes más expresivas y más nobles del
cuerpo humano. Cuando los Pontífices y los sacerdotes bendicen, lo hacen con un
gesto de manos. Cuando el hombre inocente es perseguido, se ve saturado de
dolores e implora la justicia divina – su último amparo contra la maldad humana
– es también con las manos que maldice. Es con las manos que padres e hijos,
hermanos, esposos, se acarician en los momentos de efusión. Para rezar, el
hombre junta las manos o las levanta al cielo. Cuando quiere simbolizar el
poder, empuña el cetro. Cuando quiere expresar fuerza, empuña la espada. Cuando
habla a las multitudes, el orador acentúa con las manos la fuerza del raciocinio
con que convence o la expresión de las palabras con que conmueve. Es con las
manos que el médico administra el remedio, y el hombre caritativo socorre a los
pobres, a los ancianos, a los niños.
Y por eso los hombres besan las manos que hacen el bien y
esposan las manos que practican el mal.
Vuestras manos, Señor, ¿qué hicieron? ¿Por qué fueron atadas?
"En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y
el Verbo era Dios" (Jn. 1, 1).
Cómo describir vuestra trascendente, eterna e inefable
majestad, cuando antes que todas las cosas y de todos los siglos vivíais de la
vida supremamente gloriosa y feliz de la Santísima Trinidad. San Pablo contempló
esta vida, y la única cosa que sobre ella consiguió decir, es que no puede ser
expresada con palabras humanas. De lo alto de ese trono, vinisteis con designios
de amor, para redimir a los hombres. Y por esto, con bondad inefable, asumisteis
nuestra naturaleza humana. Quisiste tener un cuerpo humano, por amor al hombre.
Fue para hacer el bien, que vuestras divinas manos fueron creadas.
* * *
QUIÉN puede describir, Señor, la gloria que esas manos – ahora
ensangrentadas y desfiguradas, y no obstante tan bellas y tan dignas desde los
primeros días de vuestra infancia – dieron a Dios, cuando sobre ellas posaron
los primeros besos de Nuestra Señora y San José? ¿Quién puede describir con
cuánta ternura hicieron a María Santísima la primera caricia? ¿Con cuánta piedad
se unieron por primera vez en actitud de oración? ¿Y con cuánta fuerza, cuánta
nobleza, cuánta humildad trabajaron en el taller de San José?
Manos del Hijo perfecto, ¿qué otra cosa hicieron en el seno
del hogar, si no el bien?
Cuando comenzó vuestra vida pública, fuisteis principalmente
el Maestro que enseñaba a los hombres el camino del Cielo. Y así, cuando en el "pusillus
grex" de vuestros preferidos, enseñabais la perfección evangélica, cuando
vuestra voz se levantaba y resonaba sobre las multitudes extasiadas y
reverentes, vuestras manos se movían apuntando la morada celestial o reprobando
el crimen y agregando a la palabra todos los imponderables con que la enriquece
el gesto. Y los apóstoles, y las multitudes, creían en Vos y os adoraban, Señor.
Manos de Maestro, pero también manos de Pastor. No sólo
enseñabais, sino guiabais. La función de guiar se ejerce más apropiadamente
sobre la voluntad, como la de enseñar más precisamente sobre la inteligencia. Y
como sobre todo es por amor que se guían las voluntades, vuestras divinas manos
tuvieron virtudes misteriosas y sobrenaturales para acariciar a los pequeños,
acoger a los penitentes, curar a los enfermos. Amor tan ardiente, tan abundante,
tan comunicativo, que desde entonces hasta hoy, siempre que las manos de un
cristiano – y más especialmente de un sacerdote – se mueven para acariciar a los
pequeños, consolar a los penitentes, administrar remedio a los enfermos, el amor
que las anima no es sino una centella de ese infinito amor, Dios mío.
* * *
PERO estas manos tan sobrenaturalmente fuertes que a su
imperio se doblegaban todas las leyes de la naturaleza y, con un mínimo
movimiento de ellas, el dolor, la muerte, la duda huían, estas manos tenían aún
otra función a ejercer. ¿No hablasteis del lobo rapaz? ¿Seríais Pastor si no lo
repelieseis? Y si hacéis todo con fuerza irresistible, ¿cómo podría alguien no
sentir el golpe del latigazo que empuñaseis?
El lobo, sí… y ante todo el demonio. Vuestra vida tornó
patente que el demonio no es un ente de ficción o casi tanto, un ser al que tan
raras veces le es dado el poder de actuar, que prácticamente la inmensa mayoría
de las cosas pasan como si él no existiese. Los hombres hipócritas o de
costumbres disolutas, ostentando ropajes de justicia y hasta de sacerdocio, todo
esto aparece en los Evangelios no sólo como consecuencia de la depravación
humana en virtud del pecado original y de nuestra maldad, sino también como obra
del demonio, activo, diligente, emboscando allí y acullá, y denunciando a veces
su presencia con espectaculares manifestaciones de obsesión e de posesión.
Vos expulsabais al demonio, Señor, con terrible imperio, y
delante de vuestra palabra grave y dominadora como el trueno, más noble y más
solemne que un cántico de ángel, los espíritus impuros huían despavoridos y
derrotados. Tan derrotados y tan despavoridos, que de ahí en adelante tuvieron
que obedecer a vuestros apóstoles con docilidad. Por todas partes donde vuestra
palabra, predicada, fue aceptada por los hombres, la impureza, la rebelión, el
demonio huyeron siempre. Y sólo volvieron a extender sobre la humanidad sus alas
de sombra y su poder de perdición, cuando el mundo comenzó a rechazar vuestra
Iglesia, que es vuestro Cuerpo Místico. Tan derrotados y tan impotentes, que
bastará que los hombres correspondan nuevamente a la gracia de Dios para que el
imperio de las potencias infernales una vez más decaiga y las tinieblas, la
lascivia, el espíritu de la revolución vuelvan hacia los antros secretos de los
cuales hace siglos salieron.
* * *
PASTOR, vuestras divinas manos no se limitaron a blandir el
cayado contra las potencias espirituales e invisibles que habitan en los aires –
evocando las palabras de San Pablo – para perder a los hombres; sino que
atacaron al demonio y al mal en sus agentes tangibles y visibles.
El mal, ante todo considerado en abstracto. No hubo vicio
contra el cual no hablasteis.
Pero también el mal en concreto, en cuanto realizado en los
hombres, y no sólo en los hombres en general, sino en ciertas clases – los
fariseos por ejemplo – y no sólo en ciertas clases sino en ciertos hombres muy
concretamente considerados: los mercaderes del templo están inmortalizados en
las páginas del Evangelio, por el castigo ejemplar que sufrieron.
Vos, que recomendasteis la mansedumbre hasta sus últimos
extremos cuando estuviesen en juego solamente derechos personales, Vos que
queréis que respondamos mostrando la otra mejilla cuando recibimos una bofetada,
Vos empleasteis una ardiente y santa difamación para desacreditar a los
fariseos, y empuñasteis el látigo para ensangrentar a los mercaderes. Pues se
trataba, no de derechos meramente humanos, sino de la Causa de Dios. Y en el
servicio de Dios hay momentos en que no recriminar, no fustigar, equivale a
traicionar.
Y estas manos que fueron tan suaves para los hombres rectos
como Juan, el inocente, y Magdalena, la penitente, estas manos que fueron tan
terribles para el mundo, el demonio, la carne, ¿porqué están ahí atadas y hechas
carne viva?
¿Acaso será por obra de los inocentes? ¿de los penitentes? ¿o
bien por obra de los que de ellas recibieron merecido castigo, y contra ese
castigo se rebelaron diabólicamente?
* * *
SI, ¿por qué tanto odio, por qué tanto miedo que hizo
necesario atar vuestras manos, reducir al silencio vuestra voz, extinguir
vuestra vida?
¿Fue porque alguien temiese ser curado? ¿o acariciado? ¿Quién
teme acaso la salud? ¿o quién odia el cariño?
* * *
SEÑOR, para comprender esa monstruosidad, es necesario creer
en el mal. Es preciso reconocer que los hombres son tales, que fácilmente su
naturaleza se rebela contra el sacrificio, y que cuando siguen el camino de la
rebelión, no hay infamia ni desorden de los que no sean capaces. Es necesario
reconocer que vuestra Ley impone sacrificios; que es duro ser casto, ser
humilde, ser honesto, y en consecuencia es duro seguir vuestra Ley. Vuestro yugo
es suave, sí, y vuestra carga ligera. Pero es así, no porque no sea amargo
renunciar a lo que hay en nosotros de animal y desordenado, sino porque Vos
mismo nos ayudáis a hacerlo.
Y cuando alguien os dice "no", comienza a odiaros, odiando
todo el bien, toda la verdad, toda la perfección de que sois la propia
personificación. Y, si no os tiene a mano bajo forma visible para descargar su
odio satánico, golpea a la Iglesia, profana la Eucaristía, blasfema, propaga la
inmoralidad, predica la revolución.
* * *
ESTÁIS maniatado, Jesús mío, y ¿dónde están los cojos y los
paralíticos, los ciegos, los mudos que curasteis, los muertos que resucitasteis,
los posesos que liberasteis, los pecadores que reerguisteis, los justos a
quienes revelasteis la vida eterna? ¿Por qué no vienen ellos a romper los lazos
que prenden vuestras manos?
* * *
CURIOSA PARADOJA. Vuestros enemigos continúan temiendo
vuestras manos, aunque estén atadas. Y por esto os matarán. Vuestros amigos
parecen menos conscientes de vuestro poder. Y porque no confían en Vos, huyen
despavoridos delante de los que os persiguen.
¿Por qué? Aún ahí la fuerza del mal se patentiza. Vuestros
enemigos aman tanto el mal, que perciben, aún bajo las humillaciones de las
cuerdas que os prenden, toda la fuerza de vuestro poder… y ¡tiemblan! Para estar
seguros, quieren transformar en llaga el último tejido de carne aún sano,
quieren derramar la última gota de vuestra sangre, quieren veros exhalar el
último aliento. Y aún así no están tranquilos. Muerto, todavía infundes terror.
Es necesario lacrar vuestro sepulcro, y cercar de guardias armados vuestro
cadáver. Cómo el odio al bien los hace perspicaces, al punto de percibir lo que
hay de indestructible en Vos.
Y, por el contrario, los buenos no ven esto con la misma
claridad. Os reputan derrotado, perdido… huyen para salvar el propio pellejo.
Sólo tienen ojos, sólo tienen oídos para presentir el propio riesgo. Es que el
hombre sólo es perspicaz para aquello que ama. Y si ve mejor su riesgo de que
vuestro poder, es porque ama más su vida que vuestra gloria.
¡Oh, Señor, cuántas veces vuestros adversarios tiemblan
delante de la Iglesia, mientras yo, miserable, viéndola maniatada reputo todo
perdido!
* * *
PERO cuánta razón tenían vuestros enemigos! Resucitasteis. No
sólo las cuerdas y los clavos de nada valieron, sino que, además, ni la laja del
sepulcro, ni la cárcel de la muerte os pudieron retener. ¡Sí, resucitasteis!
¡Aleluya!
Señor mío, ¡qué lección! Viendo a la Iglesia perseguida,
humillada, abandonada por sus hijos, negada por las costumbres paganas y por la
ciencia panteísta de hoy, amenazada de fuera por las hordas del comunismo, y por
dentro por los desatinos de los que quieren pactar con el demonio, vacilo,
tiemblo, juzgo todo perdido.
¡Señor, mil veces no! Vos resucitasteis por vuestra propia
fuerza, y redujisteis a la nada los vínculos con que vuestros adversarios
pretendían reteneros en las sombras de la muerte.
Vuestra Iglesia participa de esa fuerza interior y puede en
cualquier momento destruir todos los obstáculos con que la cercan.
Nuestra esperanza no está en las concesiones, ni
Atended las súplicas de los justos que os imploran por medio
de María Santísima. Enviad, oh Jesús, vuestro Espíritu, y renovaréis la faz de
la Tierra.
Plinio Corrêa de Oliveira
fuente: revista "Catolicismo" Nº 16 - Abril de 1952 |
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