domingo, 31 de marzo de 2024

SANTORAL

Beato Cristóbal Robinson
Martizado por ser sacerdote en tiempo de la reina Isabel I

Se llaman Mártires de la persecución en Inglaterra a los católicos que murieron en Inglaterra en defensa de su fe y de la primacía del Papa, entre 1535 y 1681, durante las persecuciones de Enrique VIII, Isabel I, Jacobo I, Carlos I, la tiranía de Cromwell y Carlos II.

Cristóbal Robinson está en todas las antiguas listas de mártires durante la Reforma Protestante, pero su vida es todavía poco conocida. Sin embargo, su memoria nunca ha sido olvidada en Cumberland (hoy es parte de Cumbria), en donde él es el único mártir católico. Su muerte, evidentemente, causó una profunda impresión, especialmente en su natal Carlisle.

Cristóbal Robinson nació probablemente en Woodside, cerca de Carlisle, entre 1565 y 1570. Fue admitido, con otros seis jóvenes, el 17 de agosto 1589 en el colegio de Douai como estudiante. Esta escuela había sido fundada el 29 de septiembre de 1568 por William Allen, un ex profesor de Oxford y que más tarde llegaría a ser cardenal. Los primeros cuatro sacerdotes fueron enviados a Inglaterra en 1574, y en los próximos diez años algo más de un centenar serían ordenados y partirían hacia Inglaterra.

De 1568 a 1594 el Colegio fue reubicado junto a la Universidad de Reims y fue en este período en el que Cristóbal Robinson era estudiante del Colegio.
Inmediatamente comenzó sus estudios teológicos y recibió la tonsura y las primeras Órdenes Menores el 18 de agosto de 1590. Era tal la necesidad urgente de sacerdotes que habían concedido al Colegio una dispensa general para acortar el tiempo de formación para el sacerdocio que habitualmente es de seis años. Cristóbal Robinson recibió el resto de órdenes menores y también las ordenes del subdiaconato y el diaconato en ceremonias realizadas durante los tres últimos días del mes de marzo de 1591. El 24 de febrero de 1992 fue ordenado sacerdote por el Cardenal Philip Sega en su capilla privada en Reims. Partió para Inglaterra el 1 de septiembre de 1592.
Cumberland y probablemente parte de Westmorland iban a ser su campo de trabajo. Existe una lista de 1596 en la que junto a su nombre se indica “vive principalmente en Woodside, cerca de Carlisle en Cumberland”. La única vivienda conocida con certeza por haber sido visitada y usada por él fue Johnby Hall, hogar de la familia Musgrave, a unas seis millas de Penrith, cerca de Castillo de Greystoke.
Él seguramente conocía a John Boste, natural de Dufton, cerca de Appleby, quien era el sacerdote más perseguido en los condados del norte. Él sería eventualmente capturado cerca de Brancepeth, en el Condado de Durham, el 13 de septiembre de 1593. Cristóbal Robinson se enteró de su captura y, teniendo la seguridad de que nadie lo reconocería, cabalgó para asistir a su juicio. Después escribió un detallado relato del proceso y muerte de John Boste. Este es el único documento de un testigo presencial de un martirio, escrito inmediatamente luego de ocurrido los hechos.
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Él mismo fue detenido tres años y medio después, el 4 de marzo de 1597. Una carta del P. Henry Garnett S.J., fechada el 7 de abril de 1597 establece lo siguiente: "Robinson, un sacerdote del seminario, fue recientemente encarcelado y ahorcado en Carlisle. Durante la ejecución la cuerda se rompió dos veces y a la tercera el padre Robinson reprochó al comisario por su crueldad, diciéndole que, aunque él nunca cedería y se alegraba de su lucha, sin embargo la carne y la sangre eran débiles, por lo pedía un poco más de humanidad para no atormentar a un hombre durante tanto tiempo. Cuando ellos optaron por usar dos cuerdas, él dijo: con eso tardaré más en morir, pero no importa, estoy dispuesto a sufrir todo”.
El tiempo se ha encargado de hacer desaparecer los motivos por los que Cristóbal Robinson fuera juzgado, pero hay pruebas abundantes de que la única causa de su ejecución fue el ser un sacerdote católico.
También hay muchas evidencias de que en Carlisle el nombre de Cristóbal Robinson no es sólo recordado sino también invocado como un verdadero mártir.

Reaparece serpiente en retrato de Isabel I

Londres, Reuters, 4 de marzo 2010. Una serpiente originalmente incluida en un cuadro de Isabel I, del siglo XVI, pero cubierta casi de inmediato, ha reaparecido, dijo el jueves la Galería Nacional de Retratos de la capital inglesa
La degradación por el tiempo reveló que la monarca fue originalmente pintada sosteniendo una serpiente, cuyo contorno es visible de nuevo en la obra de un artista desconocido y que data de la década de 1580 o principios de la siguiente..
Pero en el último momento el emblema fue cubierto y se pintó a la reina sosteniendo un pequeño ramo de rosas.
La galería dijo que no se sabía por qué se había hecho el cambio, pero sugirió que podría estar relacionado con el significado ambiguo del símbolo.
Si bien una serpiente era a veces utilizada para representar la sabiduría, prudencia y un juicio razonable, todos atributos de una reina, también simbolizaba a Satanás y al pecado original en la tradición cristiana.
El retrato, que no ha sido exhibido en la galería por casi 80 años, es parte de una nueva muestra titulada Concealed and Revealed: The Changing Faces of Elizabeth I, sobre la monarca, que estará abierta al público entre el 13 de marzo y el 26 de septiembre.
La exhibición incluye cuatro retratos que datan desde 1560 hasta poco después de la muerte de la reina, en 1603, que al parecer cambiaron en apariencia de alguna forma desde que fueron creados.

Pascua de Resurrección

Pascua de Resurrección

Plinio Corrêa de Oliveira 



Cristo resucita de la tumba-Ambrogio Bergognone 1490-

El calendario litúrgico conmemora en esta fecha la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, después de estar encerrado por tres días en el sepulcro en que lo había sepultado la piedad de sus fieles. Así como consagramos en nuestro último número varias consideraciones sobre la Pasión y Muerte del Redentor, queremos hacer el día de hoy unas reflexiones acerca de algunas enseñanzas que la gloriosa Resurrección de Nuestro Señor nos da. Y tenemos razón. La Resurrección representa el triunfo eterno y definitivo de Nuestro Señor Jesucristo, el desbaratamiento completo de sus adversarios, y el argumento máximo de nuestra fe. Dijo San Pablo que, si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe. Es en el hecho sobrenatural de la Resurrección que se funda todo el edificio de nuestras creencias. Meditemos, pues, sobre tan alto asunto.

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Cristo, Señor Nuestro, no fue resucitado: resucitó. Lázaro fue resucitado. Él estaba muerto. Y otro que no era él, o sea Nuestro Señor, lo llamó de la muerte a la vida. Pero en cuanto al Divino Redentor, nadie lo resucitó. Él mismo se resucitó a Sí mismo. No necesitó que nadie lo llamase a la vida. La retomó cuando quiso.


Todo cuanto se refiere a Nuestro Señor tiene su aplicación análoga en la Santa Iglesia Católica. Vemos frecuentemente, en la Historia de la Iglesia, que cuando Ella parecía irremediablemente perdida, y todos los síntomas de una próxima catástrofe parecían minar su organismo, sobrevinieron siempre hechos que la sostuvieron con vida contra toda la expectativa de sus adversarios. Hecho curioso, a veces, no son los amigos de la Santa Iglesia que vienen en su socorro: son sus propios enemigos. En una época delicadísima para el Catolicismo, como fue la de Napoleón, ¿no ocurrió el episodio mil y mil veces curioso de haberse reunido un Cónclave para la elección de Pío VII, bajo la protección de las tropas rusas, todas ellas cismáticas y obedeciendo a un soberano cismático? En Rusia, la práctica de la Religión Católica era obstruida de mil maneras. Pero las tropas de ese país aseguraban en Italia la libre elección de un soberano Pontífice, precisamente en el momento en que la vacancia de la Sede de Pedro habría acarreado para la Santa Iglesia perjuicios de los que, humanamente hablando, tal vez no hubiera podido resurgir jamás.


Éstos son medios maravillosos de los que la Providencia echa mano para demostrar que tiene el supremo gobierno de todas las cosas. Sin embargo, no pensemos que la Iglesia debió su salvación a Constantino, a Carlomagno, a D. Juan de Austria, o a las tropas rusas. Aún incluso cuando Ella parece enteramente abandonada, y aún cuando el concurso de los medios de victoria más indispensables en el orden natural parece faltarle, estemos seguros de que la Santa Iglesia no morirá. Como Nuestro Señor, Ella volverá a erguirse con sus propias fuerzas que son divinas. Y cuanto más inexplicable fuera, humanamente hablando, la aparente resurrección de la Iglesia —aparente, acentuamos, porque la muerte de la Iglesia nunca será real, al contrario de la de Nuestro Señor— tanto más gloriosa será la victoria.


En estos torvos y entristecedores días de 1943, confiemos pues. Pero confiemos, no en esta o en aquella potencia, no en este o en aquel hombre, no en esta o en aquella corriente ideológica, para operar la reintegración de todas las cosas en el Reino de Cristo, sino en la Providencia Divina que obligará nuevamente a los mares a abrirse de par en par, moverá montañas y hará estremecer la tierra entera. Si todo esto fuera necesario para el cumplimento de la divina promesa: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

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Esta certeza tranquila en el poder de la Iglesia, tranquila de una tranquilidad toda hecha de espíritu sobrenatural, y no de alguna indiferencia o indolencia, podemos aprenderla a los pies de Nuestra Señora. Sólo Ella conservó íntegra la fe, cuando todas las circunstancias parecían haber demostrado el fracaso total de su Divino Hijo. Bajado de la Cruz el Cuerpo de Cristo, vertida por la mano de sus verdugos, no sólo la última gota de Sangre, sino aún de agua, verificada la muerte, no sólo por el testimonio de los legionarios romanos, sino por el de los propios fieles que procedieron al entierro, puesta en el sepulcro la piedra inmensa que le debía servir de intransponible cerrojo, todo parecía perdido. Pero María Santísima creyó y confió. Su fe se conservó tan segura, tan serena, tan normal en estos días de suprema desolación, como en cualquier otra ocasión de su vida. Ella sabía que Él habría de resucitar. Ninguna duda, ni siquiera la más leve, manchó su espíritu. Es a los pies de ella, por lo tanto, que habremos de implorar y obtener esa constancia en la fe y en el espíritu de fe, que debe ser la suprema ambición de nuestra vida espiritual. Medianera de todas las gracias, ejemplar de todas las virtudes, Nuestra Señora no nos negará ningún don que en este sentido le pidamos.


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Resultado de imagen para La incredulidad de Santo Tomás-Domenico Cresti, S. XVI
La incredulidad de Santo Tomás
Domenico Cresti, 
S. XVI
Mucho se ha hablado... y sonreído a respecto de la renuencia de Santo Tomás en admitir la Resurrección. Habrá tal vez, en esto, cierta exageración. O, al menos, es cierto que tenemos delante de nuestros ojos ejemplos de una incredulidad incomparablemente más obstinada que la del Apóstol. En efecto, Santo Tomás dijo que le era necesario tocar con sus manos a Nuestro Señor para creer en ello. Pero sólo con verlo creyó antes de tocarlo. San Agustín ve en la oposición inicial del Apóstol una disposición providencial. Dice el Santo Doctor de Hipona que el mundo entero quedó suspendido del dedo de Santo Tomás, y que su gran meticulosidad en los motivos de credibilidad sirve de garantía a todas las almas indecisas, en todos los siglos, de que realmente la Resurrección fue un hecho objetivo, y no el producto de imaginaciones en ebullición. De cualquier modo, el hecho es que Santo Tomás creyó apenas vio. ¿Y cuántos son, en nuestros días, los que ven y no creen?


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Tenemos un ejemplo de esta obstinada incredulidad en lo que se refiere a los milagros verificados en Lourdes, y también con Teresa Neumann en Ronersreuth y en Fátima. Se trata de milagros evidentes. En Lourdes, hay un bureau de constataciones médicas, en que sólo se registran las curas instantáneas de males que excluyan todo carácter nervioso e incapaces de ser curadas por un proceso sugestivo; las pruebas exigidas como autenticidad del mal son, en primer lugar un examen médico del paciente, hecho antes de su inmersión en la Gruta, en segundo lugar, aún antes de esa inmersión, la presentación de los documentos médicos referentes al caso, de las radiografías, análisis de laboratorio, etc.; a todo este proceso preliminar pueden aparecer cualquier médico de paso por Lourdes, quedando autorizados a exigir un examen personal del enfermo, y de las muestras radiográficas o de laboratorio que traiga consigo; finalmente, verificada la cura, debe ésta ser observada por el mismo proceso por el que se verificó la enfermedad, y sólo es considerada efectivamente milagrosa cuando, durante mucho tiempo, el mal no reaparece. Allí están los hechos. ¿Sugestión? Para eliminar toda duda a ese respecto, se señala el caso de curas verificadas en niños sin uso de razón debido a su ternísima edad, y que, por esto, no pueden ser sugestionados. A todo esto, ¿qué se responde? ¿Quién tiene la nobleza de hacer como Santo Tomás, y, delante de la verdad segura, arrodillarse y proclamarla sin ambages?


Parece que Nuestro Señor multiplica los milagros a medida que crece la impiedad. El caso de Teresa Neumann, Lourdes, Fátima, ¿qué más? ¿Cuánta gente sabe de estos casos? ¿Y quién tiene el coraje de proceder a un estudio serio, imparcial y seguro antes de negar estos milagros?

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Causa admiración el modo por el cual Nuestro Señor penetró en la sala enteramente cerrada, en que estaban los Apóstoles, y allí se presentó. Con ese milagro, Nuestro Señor demostró que, para Él, no hay barreras intransponibles.


Estamos en una época en que se habla mucho de “apostolado de infiltración”*. El deseo de llevar por todas partes el apostolado sugirió a muchos apóstoles laicos a creer que es indispensable ingresar en ambientes inconvenientes o hasta francamente nocivos, para allí llevar la irradiación de Nuestro Señor Jesucristo, y convertir las almas. Toda la tradición católica es en sentido opuesto: ningún apóstol, salvo situaciones excepcionalísimas, y por lo tanto rarísimas, tiene el derecho de entrar en ambientes en que su alma puede sufrir detrimento. Pero, se pregunta, ¿quién entonces ha de salvar aquellas almas que se encuentran en ambientes donde nunca entra una influencia católica, donde jamás una palabra, un ejemplo, una centella de sobrenatural penetra? ¿Son condenados en vida? ¿Ya tienen desde ahora el infierno por herencia?


Así como no hay paredes materiales que resistan a Nuestro Señor, que a todas transpone sin destruirlas, así también no hay barreras que detengan la acción de la gracia. Donde no puede, por un deber de la propia moral, penetrar el apóstol militante, allí penetra, sin embargo, por mil modos que sólo Dios sabe, su gracia. Es un sermón oído por la radio, es un buen libro que de modo enteramente fortuito se encuentra en un bus, es una simple imagen que se entrevé en una casa cuando se pasa por ella. De todo esto, y de mil otros instrumentos, puede servirse la gracia de Dios. Y, para que ella penetre en tales ambientes, mil veces más útil que la imprudente penetración del apóstol, son la oración, la mortificación, la vida interior. Ellas aplacan las iras de Dios. Ellas inclinan la balanza para el lado de la misericordia. Ellas, pues, penetran en ambientes que muchos reputan impenetrables a la acción de Dios. Por lo demás, la hagiografía católica nos da mil ejemplos de ello. ¿No hubo el caso de una conversión ilustre, operada en un joven impío que, cuando intervenía en el carnaval usando por escarnio el hábito de San Francisco, fue tocado de buenos sentimientos? Fue el propio disfraz que lo convirtió. Hasta del escarnio de la Religión puede servirse la sabiduría de Dios para operar conversiones. Pero estas conversiones, es necesario obtenerlas. Y nosotros las obtendremos sin ningún riesgo para nuestras almas, uniendo nuestra vida interior, nuestras oraciones, nuestros sacrificios a los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo.

A mi modo de ver, no hay mejor ni más eficaz apostolado de infiltración, que el que realizan las religiosas contemplativas, encerradas por su Regla Monástica entre las cuatro paredes de su convento. Benedictinas, Carmelitas, Dominicas, Visitandinas, Clarisas, Concepcionistas, Sacramentinas, he aquí las verdaderas heroínas del apostolado de infiltración.
[*] El autor trata extensamente de este tema en su obra “En defensa de la Acción Católica”, Editora Ave María, São Paulo, 1943.
"O Legionário" - Nº 559 25 de abril de 1943

sábado, 30 de marzo de 2024

S A N T O R A L

SAN JUAN CLÍMACO, CONFESOR


La vida de San Juan Clímaco escribió un monje discípulo suyo, llamado Daniel, y la refiere en su segundo tomo el P. Fr. Lorenzo Surio, de esta manera. Siendo Juan Clímaco mozo de diez y seis años, habiendo estudiado lo que en aquella edad convenía, se ofreció á Cristo nuestro Señor en santo y agradable sacrificio, recibiendo sobre sí el yugo de la vida monástica en un monasterio, que estaba en el monte Sinaí, en el cual despidiendo de su corazón toda vana estimación, y confianza de sí mismo, se abrazó con la santa humildad, y se sujetó perfectamente á su superior, y padre espiritual,  y fué aprovechando cada día más en la virtud, en tanto grado, que vino á estar como muerto al mundo, y á todos sus apetitos, y como una alma del todo desnuda del propio parecer, y propia voluntad: que por haber antes San Juan estudiado, y sido enseñado en las ciencias, que suelen desvanecer; se debe aún más estimar. De esta manera conversó por espacio de diez y nueve años entre los monjes, hecho un perfectísimo dechado de obediencia y sujeción, hasta que falleció el santo padre, que le tenía á cargo, por cuya muerte pasó á la vida solitaria, y escogió un lugar, llamado Tola, que estaba cinco millas de una iglesia, en el cual perseveró constantemente por espacio de cuarenta años, con grande alegría, y fervor de espíritu. Lo que allí pasó á solas: las batallas que tuvo; y las victorias que alcanzó del común enemigo, no se pueden saber: mas es de creer, que fueron muchas, y tantos los favores,  con que el Señor le regaló, como de su liberalísima mano se podían esperar, y él suele hacer, á los que de veras se entregan á su servicio. Lo que se sabe es, que comía de todas las cosas, que según su profesión era lícito comer; pero de todo poco: para que comiendo de todo, huyese la nota de la singularidad y vanagloria, y comiendo poco,  venciese la gula. Con la soledad, y con el poco trato, y compañía de los hombres, de tal manera apagó la llama de la lujuria, que ya no le daba pena ni molestia. La avaricia, que el apóstol llama idolatría, venció con la largueza, y misericordia para con los otros, y con la escasez de las cosas necesarias para consigo: porque contentándose con lo poco, no tenía necesidad de codiciar lo mucho. Todos los otros vicios procuró el santo varón vencer, y vivir no como hombre, sino como ángel. Vivía de oración: nunca estaba ocioso; y para que con la aspereza y ociosidad (que suele hacer guerra á los solitarios) no le venciese, solía ocuparse en escribir libros: dormía poco, y solamente lo que bastaba para no desfallecer con las demasiadas vigilias. Pues ¿qué diré de la abundancia de sus lágrimas? Entrabase en una cueva,  que estaba apartada al lado de una montaña, y allí levantaba las voces al cielo con grandes gemidos, suspiros, y clamores, y derramaba su corazón delante del Señor, hechos sus ojos dos fuentes de lágrimas. Un religioso llamado Moisés, que era de los que profesaban vida solitaria, deseando imitar la vida de este santo varón, y vivir debajo de su corrección y disciplina, echó á muchos de aquellos santos padres por rogadores, y pidió con grande instancia, que le quisiese recibir por su discípulo. Fué recibido por tal, según lo había deseado: y un día mandóle el santo varón, que de cierto lugar trajese un poco de buena tierra, para echar en un huerto de poco suelo. Hízolo Moisés, y entendiendo en ello con diligencia, llegado el mediodía, y siendo el mes de agosto, fatigado del calor y del trabajo, acordó de tomar un poco de reposo á la sombra de una gran peña que allí había: mas estando para caer aquella gran peña sobre él, Dios reveló á san Juan Chinaco el peligro, en que estaba su discípulo, y con su oración lo libró; porque estando allí durmiendo, le pareció que había oído la voz de su maestro, que le despertaba: con la cual lleno de pavor despertó,  y dio un sallo, y luego vio arrancarse la peña de lo alto, y caer en tierra en el lugar, donde él antes estaba; y sin duda, si no se levantara, le hiciera pedazos. 

Otra vez vino á él un monje, que se llamaba Isaac, abrasado de una tentación carnal, y cercado de mucha tristeza y dolor, y descubrióle con muchas lágrimas y gemidos, la secreta llaga que traía. Consolóle el varón de Dios muy blandamente, y díjole: Estemos ambos, hijo, en oración; y el Señor, que es misericordioso y clemente, no despreciará nuestros ruegos. Y estando ambos orando, sanó el enfermo, y quedó curado de tan extraña pasión, y alabó al Señor, que había dado tanta eficacia á la oración de Juan Clímaco. Comenzaron algunos á visitarle, movidos de la fama de su santidad; y el venerable padre, para apacentar las ánimas, de los que á él venían, con el pasto de la palabra de Dios, les daba saludables documentos. No le faltaron algunos émulos, que procuraron estorbar este fruto, que de su doctrina se seguía, diciendo, que era un parlero y hablador. Sabiendo él esto, determinó ensoñar á los que á él venían, no solo con las palabras, sino mucho más con silencio, y ejemplo de paciencia: y así calló; y venció con tan grande humildad, y modestia á sus émulos, que compungidos, le pidieron y le suplicaron, que les diese el acostumbrado pasto de su doctrina.

Pues como resplandeciese de esta manera en todo género de virtudes, y no se hallase otro semejante á él, vinieron todos los monjes del monasterio del monte Sinaí, donde antes había morado,  y con un mismo afecto y deseo, contra toda su voluntad le entregaron el magisterio y gobierno de aquel monasterio; y el santo varón, movido del Señor, tomó sobre sí la carga de regirlos, y á ruego y súplica de ellos escribió el libro llamado «Escala Espiritual», en el cual se describen treinta escalones, por donde pueden subir los hombres á la cumbre de la perfección. Este libro en nuestros días el P. M. Fr. Luis de Granada,  para provecho de muchos, tradujo de latín en lengua castellana, y le enriqueció con algunas declaraciones y anotaciones suyas. De San Juan Clímaco hace mención el Martirologio romano á los 30 de marzo, y Juan Tritemio refiere algunas obras suyas, que floreció por los años del Señor de 346, en tiempo de los emperadores Constantino, Constancio y Constante, que eran hermanos, hijos del gran Constantino. Un abad del monasterio de Raytu, llamado Juan, en una epístola que escribe á San Juan Clímaco, rogándole, que escriba la regla que habían de tener y guardar los monjes,  y los avisos, que él había aprendido, como otro Moisés en el monte, le pone este título: «Al admirable varón, igual á los ángeles, padre de padres y doctor excelente, Juan, abad del monasterio de Raytu, salud en el Señor». De la manera de su muerte, y de los años que vivió no sabemos cosa cierta; pero debió de morir de muy anciana edad: porque de diez y seis años tomó el hábito de monje: diez y nueve vivió en el monasterio del monte Sinai; y cuarenta en soledad, que son setenta y cinco; y después volvió á tener cargo de su mismo monasterio, en el cual, no sabemos,  cuantos años vivió. El nombre de Clímaco, dice Tritemio, que suena, y es lo mismo que en latín Scholasticus, y en castellano el «Maestro de escuela», y que le dieron este nombre, como á maestro, de cuya doctrina se pueden aprovechar todos, especialmente los religiosos, y personas que traían de su aprovechamiento espiritual; aunque más probable es, que este nombre de Clímaco, que es griego, se deriva de un nombre, que quiere decir «Escalera», por haber él hecho una como escalera espiritual de su libro, y trazadora con este orden de grados espirituales, para poder llegar á la perfección.

Fuente: La leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc


La tristeza santa del Divino Crucificado


Estando la liturgia católica conmemorando la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, publicamos en este número algunas fotografías de un magnífico crucifijo barroco, que se veneró por muchos años en la Sede del Consejo Nacional de la TFP, en São Paulo (Brasil), comentadas por su recordado presidente. Tales ilustraciones se prestan admirablemente para la piadosa meditación de los inenarrables sufrimientos de nuestro Redentor.

Plinio Corrêa de Oliveira

Lo que más impresiona en esta obra de arte es el dolor y la tristeza del divino Crucificado. Contribuyeron para causar ese dolor los malos tratos infligidos por los verdugos que, sin torpe ayuda de carácter preternatural, no habrían sido capaces de llevar la crueldad a tal punto.
El Hombre-Dios sufrió en su naturaleza humana. Cualquier ser humano, sin un auxilio especial del Padre celestial y de los ángeles, no sería capaz de soportar tal sufrimiento. Y conviene acentuar que la tristeza del Redentor se debe más a los pecados de la humanidad, redimidos por su Pasión y Muerte, que a los tormentos físicos soportados por Él.
En épocas anteriores, como también en nuestro días, impresiona sobre todo a las almas fieles considerar a Jesucristo padeciendo en la Cruz. A pesar de haber ocurrido muchos otros hechos venerables y conmovedores durante la Pasión —por ejemplo, la Flagelación y la Coronación de espinas— lo que atrae sobremanera la piedad de los auténticos católicos es considerar al divino Salvador en el auge de su sufrimiento, clavado en la Cruz.
Esta disposición de alma se opone diametralmente a la alegría mundana dominada en nuestros días, de modo especial, por la atmósfera creada por los medios de comunicación social y por el cine: alegría artificial, agitada, que llega hasta el desvarío, sedienta de pecado o ya encharcada en él.
Hay quien diga que el católico debe ostentar siempre una fisonomía jovial y desbordante de contentamiento, invocando para fundamentar tal posición el pensamiento de San Francisco de Sales: “Un santo triste es un triste santo”.
Con todo, es necesario saber discernir entre la tristeza saludable y la malsana. Aquel mismo santo lo deja claro en su obra Pensamientos consoladores, al invocar la enseñanza de Santo Tomás de Aquino: “La tristeza puede ser buena o mala, conforme los efectos que produce en nosotros”.
Así, lo propio del alma virtuosa puede consistir en experimentar la tristeza buena y hasta dejarla trasparecer en la fisonomía, pues ella edifica al próximo. Esta tristeza Nuestro Señor la experimentó y la manifestó en el Huerto de las Olivos, cuando dijo: “Triste está mi alma hasta la muerte” (Mt. 26, 38). Y también de lo alto de la Cruz, mientras exteriorizaba tristeza y angustia, el Dios humanado tocó y convirtió almas como las del buen ladrón y la de Longinos.
Igualmente la tristeza que personas virtuosas dejan trasparecer en el semblante puede atraer y edificar. Es a esta tristeza que alude el Espíritu Santo: “Con la tristeza del semblante, se corrige el corazón del pecador” (Ecl. 7, 4).
Así como se pueden distinguir dos tipos de tristeza, análogamente se puede hablar de una alegría santa, que edifica, y de una alegría mundana, que escandaliza. Es a esta última alegría que se refiere el Espíritu Santo, cuando dice: “Porque las risas del insensato son como el ruido de las espinas, cuando arden debajo de la olla; y así también esto es vanidad” (Ecl. 7, 7).
Lamentablemente, en los días de insensatez y de locura en que vivimos, esta falsa alegría predomina en casi todos los espíritus y ambientes. Época sacudida por una inmensa crisis de carácter religioso y moral, que ha arrancado lágrimas a varias imágenes de la Santísima Virgen, en diversas regiones del mundo.
Se comprende, en vista de ello, que el verdadero católico, aunque pueda sentir y externar una alegría edificante, no dejará de experimentar especialmente en su alma un toque de tristeza digna, varonil, propia de quien acompaña la Pasión de Nuestro Señor hasta lo alto del Calvario. Y aún, más precisamente, adecuada a quien se asocia a la Sagrada Pasión en nuestros días, a la Pasión de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. ¡Y para todo católico que sufre debido al “misterioso proceso de autodemolición” de la Iglesia, los dolores estampados en el semblante tan expresivo de este Crucificado ganan profunda significación!

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1º cliché.-Hay dos aspectos de la escultura en que el trabajo artístico, y notadamente la expresión fisonómica, revela su maestría. Primero, son los labios abiertos, entre los cuales se pueden entrever los dientes. El mentón, ligeramente caído, da la impresión de tal abandono de fuerzas, que éstas no son suficientes siquiera para mantener cerrados los labios. Después, los ojos que fijan con tristeza algo. Sin embargo, paradójicamente, ellos parecen no percibir. La mirada está distante, como que considerando otra cosa muy distinta, que le causa desolación.
Pero, a pesar de lo extremo de ese dolor —de carácter más aún moral que físico— se nota, en el semblante del Crucificado, una paz, una misericordia, una delicadeza de sentimiento, en que el furor no está presente. La tristeza, sí, está presente en todo. ¡Pero es tal la tristeza de este condenado a muerte, es tan sublime su actitud, que ella transciende, de lejos, la majestad de un rey!
El artista supo muy bien representar los cabellos de Nuestro Señor. No están peinados ordenadamente, porque tal no tendría propósito después de todo cuanto Él sufrió. Sin embargo, están desgreñados lindamente, de manera que forman rizos bellísimos. La barba es tan pequeña, que difícilmente podría estar revuelta. Ella cae de modo ordenado, enmarcando el rostro.
Completando el cuadro, sobre la divina cabeza un resplandor de plata, en el centro del cual cintila un topacio, con el lenguaje mudo de las piedras preciosas.
Sin el topacio, algo estaría faltando, que no se sabría enunciar explícitamente. El topacio, piedra dorada, tal vez afirme que, por detrás del dolor y más alto que él, algo brilla, a pesar de todo: ¡la gloria!

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2º cliché.-La expresión es, tal vez, aún más impresionante que la de la foto anterior. Fue ella sacada de un ángulo en que se tiene casi la impresión que se entrará, de un momento u otro, en el campo de visión de esa mirada. La nota de tristeza es aún más tocante. La corona de espinas puede ser vista mejor. Grandes espinas traspasan la frente de Nuestro Señor. En la frente, arriba del ojo izquierdo, se nota una llaga pungente. Se tiene la impresión de que una espina perforó aquel lugar, dejando una herida profunda representada por un rubí. También la sangre, que corre con cierta delicadeza, desliza por el cuerpo divino de manera que forman largos hilillos, en las puntas de los cuales una gota es figurada por un rubí.

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3º cliché.-Aunque en una descripción como ésta entre algo de subjetivo, me parece que la impresión de desolación y de desamparo es más acentuada aquí que en las fotos anteriores. Es un dolor que se presenta como irremediable, sin límites, debiendo inexorablemente acabar en la muerte. Ésta se anuncia, no con las consolaciones que prenuncian el Cielo, sino envuelta en una profunda desolación. Porque el Crucificado tiene en vista la maldad de los hombres que se están lanzando contra Él.
Hay, por cierto, una diferencia entre esta fisonomía y la del buen ladrón cuando oía del Salvador la frase reconfortante: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). Nuestro Señor, ante todo, aseguraba que también estaría allá, y que el buen ladrón se encontraría con Él. San Dimas fue, por lo tanto, el primer canonizado de la historia. El buen ladrón pidió perdón, y el Redentor lo perdonó. En aquel momento, Nuestro Señor quiso darle esa satisfacción para que él transpusiese con ánimo los terribles umbrales de la muerte. Tal alegría, sin embargo, no se nota en este rostro. Y ello es comprensible, pues Nuestro Señor quiso beber el cáliz del sufrimiento hasta el fin.
Cáliz de hiel, Él quiso sorberlo todo, y sufrir todo cuanto era posible sufrir. Pero, al compañero de tormentos, el divino Maestro le quiso conceder una consolación en la hora del paso final.
Poco después, Él mismo experimentó la sublime alegría cuando su alma sacrosanta, hipostáticamente unida a la Santísima Trinidad, se separó del cuerpo y se liberó de los sufrimientos corporales y espirituales. Consummatum est! — “Todo está consumado” (Jn. 19, 30). El holocausto, voluntariamente aceptado por nuestro amor y soportado íntegramente, había llegado a su fin.

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4º cliché.-En esta foto de perfil, la desolación parece aún más profunda. Se diría que no tardará en sobrevenir la muerte. Y la desolación moral, causada por los pecados de toda la humanidad, parece especialmente estampada en esta fisonomía. Los sufrimientos físicos fueron ampliamente sobrepujados por tal desolación, y la expresión fisonómica, reflejando cierta perplejidad, comunica una como que muda lamentación: “¿A este auge llegó la impiedad de los hombres?”.


Revista Catolicismo, nº 423, marzo de 1986

 Fuente: http://www.pliniocorreadeoliveira.info/1986_423_CAT_A_tristeza_santa_do_Divino_Crucificado.htm

viernes, 29 de marzo de 2024

VIA CRUCIS

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiM5zPzy8cads1rjw5bPggcV6jPZtQhZDUnPUtJITMktkR9afA2BwRgA0ommpI0dLOk4biozcLBqjrCNbO0qsiq0WTR9wYr_N6r5lKWXrhX7DNEd4P5WzjBhuEgv6qi7vfCAOzMZNbeQjTM/s1600/viacrcontloc+porlapaz3.jpg

I Estación

Jesús es condenado a muerte


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
 
El juez que cometió el crimen profesional más monstruoso de toda la Historia, no fue impulsado a ello por el tumulto de alguna pasión ardiente. No lo cegó el odio ideológico, ni la ambición de nuevas riquezas, ni el deseo de complacer a ninguna Salomé. Le movió a condenar al Justo el recelo de perder el cargo pareciendo poco celoso de las prerrogativas del Cesar; el miedo de crearse para sí complicaciones políticas, desagradando al populacho judío; el miedo instintivo de decir “no”, de hacer lo contrario de lo que se pide, de enfrentar el ambiente con actitudes y opiniones diferentes de las que en él imperan.
Vos, Señor, lo mirasteis por largo tiempo con aquella mirada que, en un segundo, obró la salvación de Pedro. Era una mirada en la que se transparentaba vuestra suprema perfección moral, vuestra infinita inocencia, y sin embargo él Os condenó.
Oh, Señor, ¡cuántas veces imité a Pilatos! ¡Cuántas veces por amor a mi carrera, dejé que en mi presencia la ortodoxia fuese perseguida, y me callé! ¡Cuántas veces presencié de brazos cruzados la lucha y el martirio de los que defienden vuestra Iglesia! Y no tuve siquiera el coraje de darles una palabra de apoyo, por la abominable pereza de enfrentar a los que me rodean, de decir “no” a los que forman mi ambiente, por el miedo de ser “diferente de otros”. Como si me hubieseis creado, Señor, no para imitaros sino para imitar servilmente a mis compañeros.
En aquel instante doloroso de la condenación, Vos sufristeis por todos los cobardes, por todos los muelles, por todos los tibios… por mí, Señor.
¡Jesús mío!, perdón y misericordia. Por la fortaleza de que me disteis ejemplo desafiando la impopularidad y enfrentando la sentencia del magistrado romano, ¡curad en mi alma la llaga de la molicie!
Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

II Estación

Jesús lleva la Cruz a cuestas


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


Se inicia así, mi adorado Señor, vuestra peregrinación hacia el lugar de la inmolación. No quiso el Padre Celestial que fueseis muerto de un golpe fulminante. Vos habríais de enseñarnos en vuestra Pasión, no sólo a morir, sino a enfrentar a la muerte. Enfrentarla con serenidad, sin dudas ni flaquezas, caminando hacia ella con el paso resuelto del guerrero que avanza hacia el combate; he ahí la admirable lección que me dais.
Frente al dolor, Dios mío, cuánta es mi cobardía. Ora contemporizo antes de tomar mi cruz; ora retrocedo, traicionando el deber; ora, por fin, lo acepto, mas con tanto tedio, tanta molicie, que parezco odiar el fardo que vuestra voluntad me pone sobre los hombros.
En otras ocasiones, cuántas veces cierro los ojos para no ver el dolor. Me ciego voluntariamente con un optimismo estúpido, porque no tengo el coraje de enfrentar la prueba, y por eso me miento a mí mismo: "no es verdad que la renuncia a aquel placer se me impone para que no caiga en pecado; no es verdad que debo vencer aquel hábito que favorece mis más arraigadas pasiones; no es verdad que debo abandonar aquel ambiente, aquella amistad, que minan y arruinan toda mi vida espiritual; no, nada de esto es verdad…", cierro los ojos, y tiro a un lado mi cruz.
Jesús mío, perdonadme tanta pereza, y por la llaga que la Cruz abrió en vuestros hombros, curad, Padre de las Misericordias, la  llaga horrible que en mi alma abrí con años enteros vividos en el relajamiento interior y en la con condescendencia para conmigo.


Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

III Estación

Jesús cae por primera vez


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

¿Entonces, Señor? ¿No Os era lícito abandonar vuestra Cruz? Pues si la cargasteis hasta que todas vuestras fuerzas se agotaran, hasta que el peso insoportable del madero Os lanzara por tierra, ¿no estaba bien probado que os era imposible proseguir? Estaba cumplido vuestro deber. Que los ángeles del Cielo llevasen ahora por Vos la Cruz. Vos habíais sufrido en toda la medida de lo posible. ¿Qué más habríais de dar?
Sin embargo, actuasteis de otro modo, y disteis a mi cobardía una alta lección. Agotadas vuestras fuerzas, no renunciasteis al fardo, sino que pedisteis más fuerzas aún, para cargar nuevamente la Cruz. Y las obtuvisteis.
Es difícil hoy la vida del cristiano. Obligado a luchar sin tregua contra sí mismo, para mantenerse en la línea de los Mandamientos, parece una excepción extravagante en un mundo que se ufana en la lujuria, en la opulencia y la alegría de vivir. Pesa en nuestros hombros la cruz de la fidelidad a vuestra Ley, Señor. Y a veces las fuerzas parecen faltarnos.
En estos instantes de prueba, comenzamos a hacer sofisma: Ya hicimos cuanto estaba en nosotros. Al final, ¡son tan limitadas las fuerzas del hombre! Dios tendrá esto en cuenta… Dejemos caer la Cruz a la vera del camino y hundámonos suavemente en la vida del placer. ¡Ah, cuántas cruces abandonadas a la vera de nuestros caminos, quizás a la vera de mis caminos!
Dadme, Jesús, la gracia de quedar abrazado a mi cruz, aun cuando yo desfallezca bajo el peso de ella. Dadme la gracia de erguirme siempre que hubiese desfallecido. Dadme, Señor, la gracia suprema de nunca salir del camino por donde debo llegar a lo alto de mi propio calvario.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

IV Estación

Encuentro de Jesús con su Madre


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

¿Quién, Señora, viéndoos en llanto, osaría preguntar por qué lloráis? Ni la tierra, ni el mar, ni todo el firmamento, podrían servir de término de comparación a vuestro dolor. Dadme, Madre mía, un poco por lo menos, de ese dolor. Dadme la gracia de llorar a Jesús, con las lágrimas de una compunción sincera y profunda. Sufrís en unión a Jesús. Dadme la gracia de sufrir como Vos y como Él. Vuestro mayor dolor no fue el contemplar los inexpresables padecimientos corporales de vuestro Divino Hijo. ¿Qué son los males del cuerpo en comparación con los del alma? ¡Si Jesús sufriera todos aquellos tormentos, pero a su lado hubiera corazones compasivos! ¡Si el odio más estúpido, más injusto, más necio, no hiriese al Sagrado Corazón enórmemente más de lo que el peso de la Cruz y los malos tratos herían el cuerpo de Nuestro Señor! Pero la manifestación tumultuosa del odio y de la ingratitud de aquellos a quienes Él había amado… a dos pasos estaba un leproso a quien había curado… más lejos un ciego a quien había restituido la vista… poco más allá un alma sufriente a quien había devuelto la paz. Y todos pedían su muerte, todos lo odiaban, todos lo injuriaban. Todo esto hacía sufrir a Jesús inmensamente más que los inexpresables dolores que pesaban sobre su Cuerpo.
Y había algo peor, había el peor de los males. Había el pecado, el pecado declarado, el pecado protuberante, el pecado atroz. ¡Si todas aquellas ingratitudes fuesen hechas al mejor de los hombres, pero, por absurdo, no ofendiesen a Dios! Mas ellas eran hechas al Hombre Dios, y constituían contra toda la Trinidad Santísima un pecado supremo. He ahí el mal mayor de la injusticia y de la ingratitud.
Este mal no está tanto en herir los derechos del bienhechor, sino en ofender a Dios. Y de tantas y tantas causas de dolor, la que más os hacía sufrir, Madre Santísima, Redentor Divino, era por cierto el pecado.
¿Y yo? ¿Me acuerdo de mis pecados? ¿Me acuerdo, por ejemplo, de mi primer pecado, o de mi pecado más reciente? ¿De la hora en que lo cometí, del lugar, de las personas que me rodeaban, de los motivos que me llevaron a pecar? Si yo hubiese pensado en toda la ofensa que os causa un pecado, ¿habría osado desobedeceros, Señor?
Oh, Madre mía, por el dolor del santo Encuentro, obtenedme la gracia de tener siempre delante de los ojos a Jesús sufriente y llagado, precisamente como lo visteis en este paso de la Pasión.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

V Estación

Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la Cruz


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
¿Quién era este Simón? ¿Qué se sabe de él, sino que era de Cirene? ¿Y qué sabe la generalidad de los hombres sobre Cirene, sino que era la tierra de Simón? Tanto el hombre como la ciudad emergieron de la oscuridad para la gloria, y para la más alta de las glorias, que es la gloria sagrada, en un momento en que muy otros eran los pensamientos del Cireneo. Él venía despreocupado por la calle. Pensaba solamente en los pequeños problemas y en los pequeños intereses de los que se compone la vida corriente de la mayor parte de los hombres. Mas Vos, Señor, atravesasteis su camino con vuestras Llagas, vuestra Cruz, vuestro inmenso dolor. Y a este Simón le tocó tomar posición ante Vos. Lo forzaron a cargar la Cruz con Vos. O él la cargaría malhumorado, indiferente a Vos, intentando volverse simpático al pueblo por medio de algún nuevo modo de aumentar vuestros tormentos de alma y cuerpo; o la cargaría con amor, con compasión, desdeñoso del populacho, procurando aliviaros, procurando sufrir en sí un poco de vuestro dolor, para que sufrierais un poco menos. El Cireneo prefirió padecer con Vos. Y por esto su nombre es repetido con amor, con gratitud, con santa envidia, desde hace dos mil años, por todos los hombres de fe, en toda la faz de la Tierra, y así continuará siendo hasta la consumación de los siglos.
También mis caminos Vos pasasteis, mi Jesús. Pasasteis cuando me llamasteis de las tinieblas del paganismo al seno de vuestra Iglesia, con el santo Bautismo. Pasasteis cuando mis padres me enseñaron a rezar. Pasasteis cuando en el curso del catecismo comencé a abrir mi alma para la verdadera doctrina católica y ortodoxa. Pasasteis en mi primera Confesión, en mi primera Comunión, en todos los momentos en que vacilé y me amparasteis, en todos los momentos en que caí y me erguisteis, en todos los momentos en que pedí y me atendisteis.
¿Y yo, Señor? Aun ahora pasáis por mí en este ejercicio del Via Crucis. ¿Qué hago cuando vos pasáis por mí?

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

VI Estación

La Verónica enjuga el rostro de Jesús


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Diríase a primera vista, que jamás hubo mayor premio en la historia. En efecto, ¿qué rey tuvo en las manos tejido más precioso que aquel Velo? ¿Qué general tuvo bandera más augusta? ¿Qué gesto de coraje y dedicación fue recompensado con favor más extraordinario?
Sin embargo, hay una gracia que vale mucho más que la de poseer milagrosamente estampada en un velo la Santa Faz del Salvador. En el Velo, la representación del Faz divina fue hecha como en un cuadro. En la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, ella es hecha como en un espejo.
En sus instituciones, en su doctrina, en sus leyes, en su unidad, en su universalidad, en su insuperable catolicidad, la Iglesia es un verdadero espejo en el cual se refleja nuestro Divino Salvador. Mas aún, Ella es el propio Cuerpo Místico de Cristo.
¡Y nosotros, todos nosotros, tenemos la gracia de pertenecer a la Iglesia, de ser piedras vivas de la Iglesia!
¡Cómo debemos agradecer este favor! No nos olvidemos, sin embargo, de que “nobleza obliga”. Pertenecer a la Iglesia es cosa muy alta y muy ardua. Debemos pensar como la Iglesia piensa, sentir como la Iglesia siente, actuar como la Iglesia quiere que procedamos en todas las circunstancias de nuestra vida. Esto supone un sentido católico real, una pureza de costumbres auténtica y completa, una piedad profunda y sincera. En otros términos, supone el sacrificio de una existencia entera.
¿Y cuál es el premio? "Christianus alter Christus". Yo seré de modo eximio una reproducción del propio Cristo. La semejanza de Cristo se imprimirá, viva y sagrada, en mi propia alma.
Ah, Señor, si es grande la gracia concedida a la Verónica, cuánto mayor es el favor que a mí me prometéis.
Os pido fuerza y resolución para, por medio de una fidelidad a toda prueba, alcanzarlo verdaderamente.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

VII Estación

Jesús cae por segunda vez


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Caer, estar tirado en el suelo, quedar a los pies de todos, dar pública manifestación de ya no tener fuerzas, son éstas las humillaciones a que Vos Os quisisteis sujetar, Señor, para mi lección. De Vos nadie se compadeció. Redoblaron las injurias y los malos tratos. Y mientras tanto, Vuestra gracia solicitaba en vano, en lo íntimo de aquellos corazones empedernidos, un movimiento de piedad.
Aún en este momento, quisisteis continuar vuestra Pasión para salvar a los hombres. ¿Qué hombres? Todos, incluso los que allí estaban aumentando de todas las formas vuestro dolor.
En mi apostolado, Señor, deberé continuar aún cuando todas mis obras estuviesen por el suelo, aún cuando todos se unieren para atacarme, aún cuando la ingratitud y la perversidad de aquellos a quienes quise hacer el bien se vuelvan contra mí.
No tendré la flaqueza de cambiar de camino para agradarlos. Mis vías sólo pueden ser las vuestras, esto es, las vías de la ortodoxia, de la pureza, de la austeridad. Más, en vuestros caminos, sufriré por ellos. Y unidos mis dolores imperfectos a vuestro dolor perfecto, a vuestro dolor infinitamente precioso, continuaré haciéndoles el bien. Para que se salven o para que las gracias rechazadas se acumulen sobre ellos como brasas ardientes, clamando por castigo. Fue lo que hicisteis con el pueblo deicida, y con todos aquellos que hasta el fin os rechazaron.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

VIII Estación

Jesús consuela a las hijas de Jerusalén


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.




















No faltaron entonces almas buenas, que percibían la enormidad del pecado que se practicaba y temían la justicia divina.
¿No presencio yo algún pecado así? Hoy en día, ¿no es verdad que el Vicario de Cristo es desobedecido, abandonado, traicionado? ¿No es verdad que las leyes, las instituciones, las costumbres son cada vez más hostiles a Jesucristo? ¿No es verdad que se construye todo un mundo, toda una civilización basada en la negación de Jesucristo? ¿No es verdad que Nuestra Señora habló en Fátima señalando todos estos pecados y pidiendo penitencia?
Sin embargo, ¿dónde está esa penitencia? ¿Cuántos son los que realmente ven el pecado y procuran señalarlo, denunciarlo, combatirlo, disputarle paso a paso el terreno, levantar contra él toda una cruzada de ideas y de actos, de viva fuerza si fuere necesario? ¿Cuántos son capaces de desplegar el estandarte de la ortodoxia absoluta y sin mancha, en los propios lugares donde impera la impiedad o la piedad falsa? ¿Cuántos son los que viven en unión con la Iglesia este momento que es trágico, como trágica fue la Pasión, este momento crucial de la historia, en que una humanidad entera está optando por Cristo o contra Cristo?
¡Ah, Dios mío, cuántos miopes que prefieren no ver ni presentir la realidad que les entra por los ojos! ¡Cuánta calma, cuánto bienestar menudo, cuánta pequeña delicia rutinaria! ¡Cuánto sabroso plato de lentejas para comer!
Dadme, Jesús, la gracia de no ser de este número. La gracia de seguir vuestro consejo, esto es, de llorar por nosotros y por los nuestros. No con un llanto estéril, sino con un llanto que se vierte a vuestros pies, y que, fecundado por Vos, se transforma para nosotros en perdón, en energías de apostolado, de lucha y de intrepidez.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

IX Estación

Jesús cae por tercera vez


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Estáis, Señor mío, más cansado, más débil, más llagado, más exangüe que nunca. ¿Qué os espera? ¿Llegasteis hasta al término? No. Precisamente lo peor está por suceder. El crimen más atroz aún está por ser cometido. Los dolores mayores aún están por ser sufridos. Estais por tierra por tercera vez y, sin embargo, todo esto que quedó atrás no es sino un prefacio. Y he aquí que os veo nuevamente moviendo ese Cuerpo que es todo él una llaga. Lo que parecía imposible se opera y una vez más os ponéis de pie lentamente, aunque cada movimiento sea para Vos un dolor más. Estáis, Señor, de pie, una vez más… con vuestra Cruz. Supisteis encontrar nuevas fuerzas, nuevas energías y continuáis. Tres caídas, tres lecciones iguales de perseverancia, cada una más pungente y más expresiva que la otra.¿Por qué tanta insistencia? Porque es insistente nuestra cobardía. Nos resolvemos a tomar nuestra cruz, pero la cobardía vuelve siempre a la carga. Y para que ella quedase sin pretextos en nuestra flaqueza, quisisteis Vos mismo repetir tres veces la lección.
Sí, nuestra flaqueza no puede servirnos de pretexto. La gracia, que Dios nunca niega, puede lo que las fuerzas meramente naturales no pueden.
Dios quiere ser servido hasta el último aliento, hasta la extenución de la última energía y multiplica nuestras capacidades de sufrir y de actuar, para que nuestra dedicación llegue a los extremos de lo imprevisible, de lo inverosímil, de lo milagroso. La medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida, dice San Francisco de Sales. La medida de luchar por Dios consiste en luchar sin medida, diríamos nosotros.
Yo, sin embargo, ¡cómo me canso de prisa! En mis obras de apostolado, el menor sacrificio me detiene, el menor esfuerzo me causa horror, la menor lucha me pone en fuga. Me gusta el apostolado, sí. Un apostolado enteramente conforme con mis preferencias y fantasías, al que me entrego cuando quiero, como quiero y porque quiero. Y después juzgo haber dado a Dios una inmensa limosna.
Pero Dios no se contenta con esto. Para la Iglesia, Él quiere toda mi vida, quiere organización, quiere sagacidad, quiere intrepidez, quiere la inocencia de la paloma, mas también la astucia de la serpiente; la dulzura de la oveja, mas la cólera irresistible y avasalladora del león. Si fuera necesario sacrificar carrera, amistades, vínculos familiares, vanidades mezquinas, hábitos inveterados, para servir a Nuestro Señor, debo hacerlo. Pues este paso de la Pasión me enseña que a Dios debemos darle todo, absolutamente todo, y después de haberle dado todo, aún debemos dar nuestra propia vida.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

X Estación

Jesús es despojado de sus vestiduras


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Todo, sí, ¡absolutamente todo! Hasta vergüenza debemos sufrir por amor a Dios y por la salvación de las almas.
Ahí está la prueba. El Puro por excelencia fue desnudado, y los impuros le escarnecieron en su pureza. Y Nuestro Señor resistió a las burlas de la impureza.
¿No parece insignificante que resista a la burla quien ya resistió a tantos tormentos? Sin embargo, esta otra lección nos era necesaria. Por el desprecio de una criada, San Pedro lo negó. ¡Cuántos hombres habrán abandonado a Nuestro Señor por miedo al ridículo! Pues si hay gente que va a la guerra a exponerse a las balas y a la muerte para no ser escarnecida como cobarde, ¿no es cierto que hay hombres que tienen más miedo a una risa que a cualquier otra cosa?
El Divino Maestro enfrentó el ridículo. Y nos enseñó que nada es ridículo cuando está en la línea de la virtud y del bien.
Enseñadme, Señor, a reflejar en mí la majestad de vuestro semblante y la fuerza de vuestra perseverancia, cuando los impíos quieran manejar contra mí el arma del ridículo.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

XI Estación

Jesús es clavado en la Cruz


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

La impiedad escogió para Vos, Señor mío, el peor de los tormentos finales. El peor, sí, pues es el que hace morir lentamente, el que produce sufrimientos mayores, el que más infamaba porque estaba reservado a los criminales más abyectos. Todo fue aparejado por el infierno para haceros sufrir, tanto en el alma como en el cuerpo. Este odio inmenso ¿no contiene para mí alguna lección? ¡Ay de mí, que jamás la comprenderé suficientemente, si no llegare a ser santo! Entre Vos y el demonio, entre el bien y el mal, entre la verdad y el error, hay un odio profundo, irreconciliable, eterno. Las tinieblas odian a la luz, los hijos de las tinieblas odian a los hijos de la luz, la lucha entre unos y otros durará hasta la consumación de los siglos, y jamás habrá paz entre la raza de la Mujer y la raza de la serpiente… Para que se comprenda la extensión inconmensurable, la inmensidad de este odio, contémplese todo cuanto este odio osó hacer. Es el Hijo de Dios que allí está, transformado, según la frase de la Escritura, en un leproso en el cual nada existe de sano, en un ente que se retuerce como un gusano bajo la acción del dolor, detestado, abandonado, clavado en una cruz entre dos vulgares ladrones. ¡El Hijo de Dios! ¡Qué grandeza infinita, inimaginable, absoluta, se encierra en estas palabras! He ahí, sin embargo, lo que el odio osó contra el Hijo de Dios.
Y toda la historia del mundo, toda la historia de la Iglesia, no es sino esta lucha inexorable entre los que son de Dios y los que son del demonio, entre los que son de la Virgen y los que son de la serpiente. Lucha en la cual no hay apenas equívoco de la inteligencia, ni sólo flaqueza, sino también maldad, maldad deliberada, culpable, pecaminosa, en las huestes angélicas y humanas que siguen a Satanás.
He ahí lo que es necesario que sea dicho, comentado, recordado, acentuado, proclamado ,y una vez más, recordado a los pies de la Cruz. Pues somos tales y el liberalismo a tal punto nos desfiguró, que estamos siempre propensos a olvidar este aspecto imprescindible de la Pasión.
Conocíalo bien la Virgen de las vírgenes, la Madre de todos los dolores, quien junto a su Hijo participaba de la Pasión. Conocíalo bien el Apóstol virgen que a los pies de la Cruz recibió a María como Madre, y con esto tuvo el mayor legado que jamás fue dado a un hombre recibir. Porque hay ciertas verdades que Dios reservó para los puros, y niega a los impuros.
Madre mía, en el momento en que hasta el buen ladrón mereció perdón, pedid que Jesús me perdone toda la ceguera con que he considerado la obra de las tinieblas que se trama a mi alrededor.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

XII Estación

Jesús muere en la Cruz


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Estaciones 12Llegó por fin el ápice de todos los dolores. Es un ápice tan alto, que se envuelve en las nubes del misterio. Los padecimientos físicos alcanzaron su extremo. Los sufrimientos morales alcanzaron su auge. Otro sufrimiento debería ser la cumbre de tan inexpresable dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?”. De cierto modo misterioso, el propio Verbo Encarnado fue afligido por la tortura espiritual del abandono en que el alma no tiene consolaciones de Dios. Y tal fue ese tormento, que Él, de quien los evangelistas no registraron ni una sola palabra de dolor, profirió aquel grito lacerante: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Sí, ¿por qué? ¿Por qué, si Él era la propia inocencia? Abandono terrible seguido de la muerte y de la perturbación de toda la naturaleza. El sol se veló. El cielo perdió su esplendor. La tierra se estremeció. El velo del templo se rasgó. La desolación cubrió todo el universo.
¿Por qué? Para redimir al hombre. Para destruir el pecado. Para abrir las puertas del Cielo. El ápice del sufrimiento fue el ápice de la victoria. Estaba muerta la muerte. La Tierra purificada era como un gran campo devastado para que sobre ella se edificase la Iglesia.
Todo esto fue, pues, para salvar. Salvar a los hombres. Salvar a este hombre que soy yo. Mi salvación costó todo este precio. Y yo no regatearé más sacrificio alguno para asegurar salvación tan preciosa. Por el Agua y por la Sangre que vertieron de vuestro divino Costado, por los dolores de María Santísima, Jesús, dadme fuerzas para desapegarme de las personas, de las cosas que me pueden apartar de Vos. Mueran hoy, clavadas en la Cruz, todas las amistades, todos los afectos, todas las ambiciones, todos los deleites que de Vos me separaban.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

XIII Estación

Jesús es bajado de la cruz


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

El reposo del Sepulcro os aguarda, Señor. En las sombras de la muerte, abrís el Cielo a los justos del limbo mientras en la Tierra, en torno de vuestra Madre, se reúnen unos pocos fieles para tributaros honras fúnebres. Hay en el silencio de estos instantes una primera claridad de esperanza que nace. Estos primeros homenajes que os son prestados son el marco inaugural de una serie de actos de amor de la humanidad redimida, que se prolongarán hasta el fin de los siglos.
Cuadro de dolor, de desolación, mas de mucha paz. Cuadro en que se presagia algo de triunfal en los cuidados indecibles con que Vuestro Divino Cuerpo es tratado.
Sí, aquellas almas piadosas se condolían, pero algo en ellas les hacía presentir en Vos al Triunfador glorioso.
Pueda yo también, Señor, en las grandes desolaciones de la Iglesia, ser siempre fiel, estar presente en las horas más tristes, conservando inquebrantable la certeza de que vuestra Esposa triunfará por la fidelidad de los buenos, puesto que la asiste vuestra protección.

Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén

XIV Estación

Jesús es colocado en el sepulcro


V. Adorámus te Christe et benedícimus tibi.
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Quia per sanctam Crucem tuam redemísti mundum.
R. Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.


Se corrió la piedra. Parece todo acabado. Es el momento en que todo comienza. Es el reagrupamiento de los Apóstoles. Es el renacer de las dedicaciones, de las esperanzas. La Pascua se aproxima.
Y al mismo tiempo, el odio de los enemigos ronda en torno del Sepulcro y de María Santísima y de los Apóstoles.
Pero ellos no temen. Y dentro de poco rayará la mañana de la Resurrección. Pueda yo también, Señor Jesús, no temer. No temer cuando todo parezca irremediablemente perdido. No temer cuando todas las fuerzas de la Tierra parecieran puestas en manos de vuestros enemigos. No temer, porque estoy a los pies de Nuestra Señora, junto a la cual se reagruparán siempre, y siempre una vez más, para nuevas victorias, los verdaderos seguidores de vuestra Iglesia.


Pater Noster. Ave Maria. Gloria Patri.
Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Miserére nostri Dómine.
V. Ten piedad de nosotros, Señor
R. Miserére nostri.
R. Señor, ten piedad de nosotros
V. Fidélium ánimae per misericordiam Dei requiéscant in pace.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz
R. Amen.
R. Amén


Plinio Corrêa de Oliveira
fuente: "Catolicismo" Nº 3, Marzo de 1951