lunes, 15 de diciembre de 2025

S A N T O R A L

SAN VALERIANO, OBISPO Y CONFESOR




Siendo ya este santo -obispo de Abbensa, en Africa Proconsular-  de más de ochenta años de edad, sobrevino la persecución vandálica, mandando Genserico. Mandóse al anciano que presentase los vasos sagrados, y negándose á hacerlo, se le expulsó de la ciudad, se mandó que nadie le abriese, y permaneció casi desnudo por mucho tiempo en las calles, sujeto á la intemperie. Murió mártir en algún modo, confesando y defendiendo las verdades católicas. Según Baronio, murió en el año 456.
FuenteLa leyenda de oro para cada día del año; vidas de todos los santos que venera la Iglesia; obra que comprende todo el Ribadeneira mejorado, las noticias del Croisset, Butler, Godescard, etc.






Genserico saqueando Roma
En el año 428 Genserico sucedió a su hermano Gonderico en la jefatura de las tribus de vándalos y alanos. Al año siguiente, y animado quizás por el general Bonifacio, pasó de Hispania a Africa, conquistando en diez años la provincia. Persistió en la lucha en el norte de África hasta hacerse con el control de la ciudad de Cartago, en la actual Túnez en 439. Así el camino puso sitio a Hipòna, donde residía San Agustín, que murió durante el largo asedio a esta ciudad, en el año 430. Hay que tener en cuenta que los vándalos eran arrianos, y por eso combatían a los católicos.  
En África se consideró dueño absoluto, a pesar de las continuas órdenes de Roma para que abandonara la provincia. Tras la muerte de Valentiniano III se afianzó en su independencia y empezó a actuar como soberano absoluto. Decidió invadir Italia y saqueó Roma durante 14 días en el año 455. Una vez comprobada su fuerza puso en marcha un ambicioso plan de conquista en las islas mediterráneas, saqueando las costas de Grecia e Italia lo que le convirtió en el rey más temido y poderoso entre los bárbaros.

domingo, 14 de diciembre de 2025

S A N T O R A L

San Juan de la Cruz y la sublimidad del sufrimiento




La Providencia Divina confirmó en gracia y amoldó perfectamente a la Cruz de Cristo a un religioso escogido para secundar a Santa Teresa de Jesús en la extraordinaria obra de la Reforma del Carmelo

Plinio María Solimeo

Cierto día, una imagen de Cristo padeciente habló milagrosamente a fray Juan de la Cruz, preguntándole qué deseaba en paga de su amor puro y exclusivo a Dios.
“Padecer, Señor, y ser menospreciado por Vos”, fue la respuesta del heroico carmelita, arquetipo de la reforma carmelitana emprendida por Santa Teresa.
En sus labios, ese dicho no era una figura de retórica, sino que traslucía la extraordinaria generosidad de su alma de fuego.

Infancia atribulada

Su padre, Gonzalo de Yepes, era de ilustre familia castellana perteneciente a la aristocracia de la antigua capital de España, Toledo, con blasón y antepasados notables en las armas y en las ciencias. Huérfano, criado por un tío eclesiástico, trabajaba en asuntos administrativos y contables con otros dos tíos, mercaderes de seda.
Un bello día Gonzalo se enamoró de Catalina Alvarez, joven y bella tejedora, huérfana como él pero de origen modesto. Y pese a la oposición de sus tíos, se casó con ella. Airados, los tíos lo expulsaron de la casa.
Precisamente aquellos años fueron tan estériles que en Castilla “no se halla pan por ningún dinero”. 1 Como no encontraba trabajo en su ramo, Gonzalo se vio obligado a aprender de su esposa el oficio de tejedor, para sostener el nuevo hogar.
Los hijos comenzaron a llegar: Francisco, Luis, Juan... Este último, el futuro santo, apenas conoció a su padre, pues Gonzalo falleció tras una dolorosa enfermedad, dejando mujer e hijos en la miseria. Luis, débil y desnutrido, siguió poco después a su padre a la tumba.
A fin de ganar el sustento para los suyos, Catalina se vio obligada a mudarse a Medina del Campo. Francisco, el hijo mayor, ya adolescente, aprendió el oficio de la madre para auxiliarla. Allí Juan tuvo que separarse de ellos y fue recibido en el Colegio de la Doctrina, una especie de orfanato, que además de atender sus necesidades materiales proporcionaba a los niños formación religiosa y escolar.
Hechos milagrosos surcan la infancia de Juan de Yepes
Cuando el pequeño andaba por los seis años, jugaba con niños de su edad introduciendo una varita en una laguna. De repente perdió el equilibrio y se cayó al agua. Llegó hasta el fondo, y después salió a flote. En ese momento vio a la Santísima Virgen que le extendía su purísima y blanca mano. Pero el pequeño, considerando aquella mano tan pura de la Madre de Dios, se juzgó indigno de tocarla, y encogió la suya. Entró entonces en escena un labrador, que lo “pescó” del agua.




Convento de los Carmelitas Descalzos en Segovia
Otro portento se dio cuando la familia se trasladaba hacia Medina del Campo. A la entrada de la ciudad emergió de un charco un gran monstruo, presto a devorar al niño. Este hizo la señal de la cruz y el monstruo desapareció en las aguas turbias.
En otra ocasión Juan, siendo monaguillo en el convento de la Magdalena, jugaba en el patio con otros niños. Estando cerca de un pozo hondo, un amigo atolondrado le dio un empujón haciéndolo caer dentro. Cuando todos pensaban que se había ahogado, lo vieron flotando a flor de agua. Él mismo pidió una cuerda que ciñó a la cintura, siendo así rescatado. El niño afirmó a los asombrados testigos que Nuestra Señora lo había sostenido en el agua.
Ya adolescente, Juan fue trasladado al Hospital de la Concepción, donde ejercería tres ocupaciones: ayudante de enfermero, recolector de limosnas para la institución y, en sus horas libres, estudiante en el colegio de la Compañía de Jesús.
Su benefactor deseaba que él se ordenara sacerdote y fuese capellán de la institución. Pero Juan de Yepes tenía otras aspiraciones. Apenas concluyó sus estudios a los 21 años, se dirigió furtivamente al convento carmelita de la ciudad, donde pidió su admisión con el nombre de Juan de San Matías. Para terminar sus estudios de teología, los superiores lo enviaron a Salamanca.
En vida, confirmado en gracia
Formado desde la cuna en la escuela de la pobreza y del sufrimiento, fray Juan de San Matías estaba preparado para recibir la mayor gracia de su vida. Ordenado sacerdote, regresó a Medina del Campo para cantar su primera Misa, preparándose para ella con ayuno y mortificaciones. Cuando la celebraba con un fervor seráfico, pidió “a su Majestad le concediese no cometer pecado mortal ninguno con que la ofendiese, y padecer en esta vida la penitencia de todos los pecados que como hombre flaco pudiera cometer si su divina Majestad no le tuviera de su mano”.
Años después, estando una virtuosa religiosa esperando que fray Juan terminara de atender a otra persona para tratar con él asuntos espirituales, recogida en oración, “le manifestó el Señor la gran santidad del santo padre fray Juan, y le reveló que cuando dijo la primera Misa, le había restituido la inocencia y colocado en el estado de un niño de dos años, sin doblez ni malicia, confirmándolo en gracia como los Apóstoles para que no pecase y jamás lo ofendiese gravemente”. 2
Esto explica el imponderable de candidez y pureza que emanaba de San Juan de la Cruz, como lo atestiguaron en su proceso de canonización innumerables testigos.
Dos grandes santos, una gran obra
Fue justamente poco después de esa gracia que él tuvo el encuentro providencial con Santa Teresa. Estaba ella en Medina, donde acababa de fundar un convento reformado de monjas, cuando oyó hablar de él. De inmediato pensó que podría dar origen a la rama masculina de su reforma, y suplicó a Dios que le concediera esa gracia. Al día siguiente, fray Juan explicó a Teresa que quería hacerse monje cartujo —Orden de regla muy severa— para llevar mejor una vida de contemplación y penitencia. Pero cuando la gran reformadora le explicó la idea del Carmelo con la primitiva regla, quedó encantado de secundarla en tal obra.
De ese modo Juan de San Matías pasó a llamarse Juan de la Cruz, nombre con el cual se haría mundialmente conocido, siendo el primer fraile en recibir el hábito de la Reforma carmelitana y el gran apoyo de Santa Teresa para la consolidación de esa empresa.
Cuando la gran fundadora fue enviada a su antiguo convento de la Encarnación como priora, quiso ser auxiliada por fray Juan de la Cruz como confesor de las monjas.
Mérito y valor del espíritu de Cruz
Fue allí que Juan se convirtió en la principal víctima de la verdadera batalla que se desató entonces entre carmelitas calzados y descalzos acerca de la reforma. Preso por los calzados en la prisión del convento de Toledo, en una celda fría y sin ventanas, enteramente incomunicado, ayunando a pan y agua, y siendo flagelado por ellos regular y cruelmente varias veces por semana durante nueve meses, más tarde él podría afirmar: “No os espantéis si yo muestro tanto amor por el sufrimiento; Dios me dio una alta idea de su mérito y valor cuando yo estaba en la prisión de Toledo”. 3

La ciudad de Segovia, vista desde el Alcázar


En contrapartida, en ese forzado aislamiento recibió insignes favores divinos, componiendo allí algunos de sus más notables poemas.
Después de una fuga dramática —en el curso de la cual tuvo que saltar el alto muro del convento-prisión— se ocupará de la formación de novicios, dirección de profesos, y atención espiritual de frailes y religiosas. Pero siempre ejerciendo en el gobierno de la Orden puestos secundarios, principalmente después de la muerte de la gran Santa Teresa, en 1582.
Los bolandistas resumen así sus virtudes: “La simple vista de un crucifijo era suficiente para provocarle éxtasis de amor y hacerle caer en lágrimas. La Pasión del Señor era el objeto ordinario de sus meditaciones, y él recomienda fuertemente esa práctica en sus escritos [...] Afirmaba ser la confianza en Dios el patrimonio de los pobres, y sobre todo de los religiosos. El fuego del amor divino hacía de tal manera arder su corazón, que sus palabras inflamaban a aquellos que las oían [...] Su amor de Dios se manifestaba en ciertas ocasiones, por trazos de luz que brillaban en su rostro [...] Su corazón era como un inmenso horno de amor que él no podía contener en sí mismo y que brillaba hacia fuera por señales exteriores de las cuales él no era señor. No se admiraba menos en él su amor por el prójimo, sobre todo los pobres, los enfermos y los pecadores. [...] El profundo sentimiento por la religión del que estaba penetrado le inspiraba un respeto extremado por todo lo que pertenecía al culto divino. Por el mismo motivo, él procuraba santificar todas sus acciones”. 4
Debido a su corta estatura (no llegaba a 1,60 m.) y a sus breves pero siempre juiciosas palabras, Santa Teresa lo llamaba afectuosamente “mi Senequita”, pues le hacía recordar aquel filósofo de la Antigüedad, coterráneo suyo. A él se refería también como “el santico de fray Juan”, cuyos “huesecillos harán milagros” por ser él “celestial y divino”, y añade: “no encontré otro en toda Castilla como él, ni que tanto enfervorice en el camino del Cielo”. 5
Para morir, se coloca en las manos de uno de sus peores enemigos
En el capítulo de los Descalzos de 1591, y pese a haber sido el primer padre de la reforma teresiana, fray Juan se vio privado de todos los cargos que tenía en la Orden, y reducido a vivir como un religioso más. Uno de los recientemente electos prometió incluso perseguirlo hasta verlo expulsado de la Orden. “Fray Juan está experimentando en estos momentos una verdadera y obstinada persecución. El padre Diego Evangelista [su peor opositor] no está aún satisfecho viendo al padre Juan de la Cruz sin oficio alguno. Busca avaramente su humillación”. 6 Y, para ello, comenzó una campaña de calumnias contra el santo.
Fray Juan pidió permiso para retirarse a un convento aislado, cerca de Sierra Morena, donde era tratado con consideración y respeto. Por eso, cuando surgieron los síntomas de su última enfermedad y el superior le pidió que eligiese un convento con más recursos para tratarse, escogió el de Úbeda, dirigido por uno de sus más acerbos enemigos, para poder sufrir hasta el fin.
Éste, a pesar de ver que el santo empeoraba, lo colocó en una celda aislada, prohibiéndole toda visita.
Urna con las reliquias del Santo en Úbeda


Le surgieron tumores en una pierna, que fueron intoxicando todo el cuerpo. El cirujano tuvo
que hacer en frío una incisión de arriba a abajo en la pierna, para extraer la materia purulenta. Cada curación le arrancaba pedazos de carne con la materia infectada. Empero el enfermo, meditando los padecimientos de Nuestro Señor en la Pasión, sufría todo como si se tratase del cuerpo de otro. El médico, admirado de tanta santidad, guardaba las gasas llenas de sangre y pus, pero que prodigiosamente desprendían un suave perfume, para aplicarlas en otros enfermos, y de esa manera obtuvo varias curaciones milagrosas.
El prior, mientras tanto, se mostraba inflexible, no dando al enfermo ni lo necesario. Fue necesario que los religiosos mendigasen en las calles alimentos y remedios para fray Juan. Al llegar el Provincial, reprendió al prior por su dureza de corazón, y éste reconoció su falta, cambiando el tratamiento. Pero el santo ya estaba en el fin, habiendo bebido todo cuanto podía del cáliz del sufrimiento. Entró en agonía el 13 de diciembre, falleciendo poco después de medianoche.
El Papa Clemente X lo beatificó en 1675, Benedicto XII lo canonizó el 27 de diciembre de 1726, y Pío XI lo declaró Doctor de la Iglesia Universal.

Notas.-
1. Fray Crisógono de Jesús, Vida de San Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid, 1982, 11ª edición.
2. Idem, ib., p. 71, nota 19.
3. Les Petites Bollandistes, dáprès le Père Giry, par Mgr. Paul Guérin, Bloud et Barral, París, 1882, t. XIII, p. 580.
4. Op. cit., t. XIII, p. 581.
5. P. José Leite S.J., Santos de cada día, Edit. A.O., Braga, p. 441.
6. Fray Crisógono de Jesús, op. cit., p. 371.

Fuente: http://www.fatima.pe/articulo-595-san-juan-de-la-cruz 
     El Perú necesita de Fátima

sábado, 13 de diciembre de 2025

S A N T O R A L


SANTA LUCIA, VIRGEN Y MARTIR

El nombre de Lucía se halla junto a los de Agueda, Inés y Cecilia en el Canon de la Misa. En estos días de Adviento su nombre nos anuncia la Luz que se acerca, y proporciona un maravilloso consuelo a la Iglesia. Lucía es también una de las tres grandes glorias de la Sicilia cristiana; triunfa en Siracusa, así como Agueda brilla en Catania y Rosalía embalsama a Palermo con sus aromas. Festejémosla, pues, con amor, para que nos ayude en este santo tiempo, y nos introduzca junto a Aquel cuyo amor la dió la victoria sobre el mundo. Pensemos también, que el Señor quiso rodear la cuna de su Hijo de Vírgenes escogidas, no contentándose con la aparición de Apóstoles, Mártires y Pontífices, para que, en medio de las alegrías de esa venida, no olvidasen los hijos de la Iglesia llevar al pesebre del Mesías y al lado de la fe que le honra como a soberano Señor, la pureza del corazón y de los sentidos, que nada puede reemplazar en aquellos que quieren acercarse a Dios.

Vida

Aunque nada dice de su martirio el Martirologio jeronimiano, los Sacramentarios gregoriano y gelasiano señalan su fiesta, y su nombre es pronunciado en el canon romano y ambrosiano. Son innumerables los monumentos que hablan de la veneración que los fieles la tributaron. San Gregorio, en 597, menciona un Monasterio de santa Lucía, en Siracusa. En todo el mundo consagráronse numerosos templos en su honor. Según opinión de muchos, sus Actas son de carácter legendario. Aparece su nombre en las Letanías de los Santos y en las de los agonizantes. Se la invoca como abogada contra la ceguera y mal de ojos.
A ti nos dirigimos, Virgen Lucía, para obtener la gracia de ver en su humildad al que tú contemplas ya en la gloria; dígnate recibirnos bajo tu poderoso amparo. Tu nombre significa Luz: sé nuestro faro en la noche que nos rodea.
¡Oh lámpara siempre brillante con los destellos de la virginidad! ilumina nuestros ojos; cura las heridas que en ellos ha hecho la concupiscencia, para que, por encima de las criaturas, se eleven hasta la Luz verdadera que luce en las tinieblas, y que las tinieblas no comprenden. Haz que, purificados nuestros ojos, vean y reconozcan en el Niño que va a nacer, al Hombre nuevo, al segundo Adán, modelo de nuestra nueva vida.

Cuerpo incorrupto de Santa Lucía -Iglesia de los Santos Jeremías
Acuérdate también, Virgen Lucía, de la Santa Iglesia Romana, y de todas las que guardan su mismo rito en el Sacrificio, y diariamente pronuncian tu dulce nombre en el altar, en presencia de tu Esposo, el Cordero, a quien sin duda le agrada oírlo. Derrama especiales bendiciones sobre la isla que te dió la luz terrena y la palma de la eternidad. Mantén en ella la integridad de la fe, la pureza de las costumbres, la prosperidad material, y cura todos los males que conoces.
 Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer




También hoy 13 de Diciembre


SANTA OTILIA, VIRGEN Y ABADESA



Santas Lucía y Otilia: patronas de la vista
Otilia es la quinta de las Vírgenes prudentes que nos han de conducir, al fulgor de sus lámparas, hasta la cuna del Cordero, su Esposo. No dió ésta por El su sangre como Bibiana, Bárbara, Eulalia y Lucia; únicamente le ofreció sus lágrimas y su amor; pero la blancura de azucena de su corona forma muy agradable combinación con la púrpura de rosas que ciñe la frente de sus compañeras. Su nombre es venerado en el Este de Francia: al otro lado del Rhin su memoria es todavía popular y querida; los doce siglos que han pasado sobre su glorioso sepulcro no han podido entibiar la tierna veneración que la profesan, ni disminuir el número de peregrinos que todos los años acuden en tropel a la cumbre de la sagrada montaña donde reposa su cuerpo. La sangre de esta ilustre virgen es la misma de los Capetos y de la familia imperial de los Habsburgos; tantos son los reyes y emperadores que descienden del valiente duque de Alsacia Adalrico, o Euticón, padre de la dulce Otilia.

Vino al mundo el año 660, privada de la luz de sus ojos. Al nacer rechazó el padre a aquella niña, que parecía abandonada por la naturaleza para que resaltara más en ella el poder de la divina gracia. Un claustro fué el refugio que acogió a la pequeña desterrada, quien había sido arrancada a los brazos de su madre; y Dios, que quería probar en ella la virtud del sacramento de la regeneración, permitió que la fuera diferido el bautismo hasta la edad de trece años. Llegó por fin el momento en que debía Otilia recibir el sello de los hijos de Dios. Y ¡oh prodigioso! al salir de la fuente bautismal, la joven alcanzó repentinamente la vista; semejante don no era más que una débil imagen de la luz de la fe que en aquel momento se había encendido en su alma. Este milagro devolvió a Otilia a su padre y al mundo; tuvo entonces que sostener mil combates en defensa de su virginidad, que había consagrado al celestial Esposo. Las gracias de su persona y el poderío de su padre la atrajeron los más ilustres pretendientes. Pero ella triunfó; y el mismo Adalrico construyó sobre las rocas de Hohenburg el monasterio en que Otilia había de servir al Señor, presidiendo un numeroso enjambre de sagradas vírgenes, y sirviendo de consuelo a todas las humanas miserias.

Después de una larga vida, enteramente dedicada a la oración, a la penitencia y a las obras de misericordia, llegó por fin para la virgen el momento de recoger la palma. Era el 13 de diciembre del año 720, fiesta de Santa Lucía. Las hermanas de Hohenburg se aglomeraban en torno a su Santa Abadesa, ansiosas de recoger sus últimas palabras. Un éxtasis le había privado del sentido de lo terreno. Temerosas de que se fuese al celestial Esposo sin haber recibido el Santo Viático, que debe conducirnos a la posesión de nuestro último fin, sus hijas se creyeron en la obligación de despertar a su madre de aquel místico sueño que parecía hacerla insensible a los deberes de aquel momento. Volvió en sí Otilia, diciéndolas con ternura: "Queridas madres y hermanas, ¿por qué me habéis molestado? ¿por qué imponer a mi alma nuevamente la carga del cuerpo que ya había abandonado? Por gracia de Dios, me hallaba en compañía de la virgen Lucía, y eran tan grandes las delicias de que gozaba que ni la lengua sabría referirlas, ni el oído oírlas, ni el ojo humano contemplarlas".

Apresurarónse a dar a la compañera de Lucía el pan de vida y el cáliz sagrado. Una vez recibidos, volóse con su celestial hermana, y el trece de diciembre unió para siempre la memoria de la Abadesa de Hohenburg a la de la Mártir de Siracusa.


¡Oh Otilia! admirables fueron en ti los caminos del Señor, pues se dignó mostrar en tu persona todos los tesoros de su gracia. Al privarte de la vista corporal, que más tarde había de devolverte, acostumbró a los ojos de tu alma a no mirar mas que las bellezas divinas, de suerte que cuando la luz sensible volvió a ellos, ya habías escogido la mejor parte. La dureza del padre te privó de las inocentes dulzuras de la familia; pero estabas llamada a ser madre espiritual de muchas nobles hijas, que como tú, supieron despreciar el mundo y sus grandezas. Tu vida fué humilde, porque supiste comprender las humillaciones de tu celestial Esposo; tu amor a los pobres y enfermos te hizo semejante a nuestro divino Salvador que vino a tomar sobre sí todas nuestras miserias. ¿No le imitaste en los rasgos con que nos va a mostrar su persona, cuando con tierna compasión acogiste a un pobre leproso rechazado por todos? Estrechástele entre tus brazos, con valor de madre y llevaste el alimento a su boca desfigurada; ¿no viene a hacer eso mismo con nosotros nuestro Emmanuel, descendido del cielo para curar nuestras llagas con fraternales abrazos, y para darnos el alimento divino que en Belén nos prepara? Sintió el leproso que mientras recibía las caricias de tu caridad, le desaparecía de repente aquella espantosa enfermedad que le alejaba de los hombres. En lugar de aquella horrible fetidez que exhalaban sus carnes, se desprendía ahora un suavísimo aroma de sus miembros renovados: ¿no es también eso mismo lo que Jesús va a realizar en nosotros? También a nosotros nos cubría la lepra del pecado; su divina gracia la hace desaparecer, y el hombre regenerado esparce alrededor de sí el buen olor de Cristo. Oh Otilia, en medio de las alegrías que compartes con Lucía, no te olvides de nosotros. Ya conocemos tu compasivo corazón. No hemos echado en olvido el poder de tus lágrimas que sacaron a tu padre del purgatorio, abriendo las puertas de la patria celestial al que te desterró un día de tu familia terrena. Ahora no puedes ya derramar lágrimas; tus ojos, abiertos a la luz del cielo contemplan al Esposo en su gloria, y ejerces un poderoso influjo sobre su corazón. 

Acuérdate que también nosotros somos pobres y enfermos, y cura nuestras enfermedades. El Emmanuel que va a venir, se presenta a nosotros como médico de las almas. Nos asegura que "no viene para los sanos, sino para los enfermos". Suplícale, pues, que nos libre de la lepra del pecado, y que nos haga semejantes a él. No olvides tampoco a Francia, y ampárala, tú que llevaste en tus venas la misma sangre que muchos de sus reyes y emperadores; ayúdala a recuperar su antigua fe y su prístina grandeza. Cuida de los últimos restos del Sacro Imperio Romano; los miembros de este gran cuerpo han sido disgregados por la herejía; pero, sin duda volverán a la vida, si se digna el Señor, movido por tus oraciones, devolver a Alemania a la unidad de la fe, y a la obediencia de su Santa Iglesia. Ruega para que todo esto se realice en honor de tu Esposo, y para que las naciones hartas ya del error y de las disensiones, se unan unas con otras para proclamar el reino de Dios sobre la tierra.

Fuente: Año Litúrgico de Dom Próspero Guéranguer